Por Tomás Martínez (desde Montevideo). San Lorenzo le ganó al Danubio por 2 a 1 en Uruguay en su debut en la Libertadores y quiere retener el título. Crónica de un triunfo sobre el final, que tiene a los cuervos con la esperanza intacta.
Como para revivir lo que era viajar sobre el agua, nos mandamos con la misma ilusión de siempre. Nos encontramos con caras conocidas pero desconocidas a la vez, caras sin nombre pero que compartían la misma alegría que hace feliz a muchas personas.
Nos subimos al buque cantando nuestras canciones, y nos bajamos con el mismo carnaval que nos caracteriza. Montevideo ya no era el mismo, la ola azulgrana estaba copando las calles de a poco. El obelisco ya estaba cubierto por algunos cuervos tomando algo, charlando de la vida, charlando de nuestra vida: San Lorenzo.
Nos fuimos acercando al monstruo más grande de cemento uruguayo. Aquel legendario que albergó a campeones del mundo, el mismo que vivió el fuego del Bolso contra el Manya (o Nacional y Peñarolo, para los menos entendido). Nos acomodamos en las butacas. A nuestra izquierda el humilde público de Danubio no paraba de cantar, de saltar, de molestar, de arengar. No eran muchos, pero se hacían notar.
La noche estaba fría y el clima contagió a nuestro jugadores que durmieron con una avivada charrúa y quedamos abajo 1 a 0 por gol de Castro. El mediocampo azulgrana parecía escondido, impreciso, apagado, poco creativo, falto de ideas.
Nada cambiaba el panorama, nosotros empujábamos pero chocábamos contra paredes. Ellos ni intentaban, no se asociaban, no nos molestaban, pero el resultado sí.
Acercándose el final, el grupo de la muerte nos tocó el hombro y nos dijo al oído: “No la dejes ir”. Fue justo en el momento en el que encendimos las gargantas, la agarró El gordo Ortigoza en la mitad avanzó a una velocidad que no acostumbra, la abrió para Catalán, centro y aparición de Matos. Nuestro salvador, la llave hacia las cosas fáciles, hacia la simpleza. Ese viejito piola que no se cansa de hacernos sonreír.
Y cuando todavía no terminábamos de gritar, El colorado Cetto puso la frente casi sin querer e hizo delirar a todo Boedo.
Uruguay, como Marruecos, era nuestro lugar. Estábamos de fiesta, desde que pisamos el buque para ir para allá, hasta que lo pisamos para volver para acá.
Siempre sufrimos, siempre sentimos, siempre lo que viene adelante es mejor, siempre igual para los cuervos: sin sufrir no vale.