Por Emiliano Scaricaciottoli
La autobiografía de Fernando Samalea publicada por Sudamericana a fines de 2015 reconstruye una buena parte del extinto rock nacional y obliga a pensar nuevos vínculos entre el rock y la escritura.
Hay una discusión sorda muy interesante entre Pilar Calveiro y Beatriz Sarlo que mi amigo Oscar Blanco descubrió hace unos años atrás. ¿Qué peso específico tiene el testimonio en los anales de la historia mayúscula? ¿Tenemos que debatir con los testigos o con los documentos? Siempre me sentí incapaz de abordar el testimonio. Prefiero las letras, los escritos programáticos, las sentencias de muerte. En el ámbito del rock local la prensa argentina se ha dedicado sistemáticamente a historizar de a fragmentos. Arrojar a los perros páginas de suplementos, folletines y fanzines de “La historia de…” para saciar la sed del fan.
Hoy esta tarea la hace el mismísimo google. Sin embargo, no contaba con Samalea, con el Samalea escritor. Las autobiografías de los músicos suelen ser tediosas, puramente prescindibles. Es difícil encontrar (excepto en Horacio Guaraní, por ejemplo) declaraciones que se permitan un abordaje crítico del tiempo vivido, de la obra, de esa larga vida en el rock.
Qué es un longplay. Una larga vida en el rock remite al Samalea escritor, mucho más intensamente que al Samalea músico. Samalea escribe bien. Sí, es una frase absolutamente inocua en este presente. Escribe bien, digamos, como Fogwill masturbándose con una muchacha punk en una vidriera de Marble Arch o como Dolina poniendo una bomba en el Côte d’Ivoire. Verá usted qué criterio tan poco protocolar o canónico tengo de lo que es escribir bien. Moralmente bien, que se entienda. En la autobiografía de Samalea conviven las dos aristas: la función estética (la pulsión de escritura) y la función histórica (el documento del recuerdo). “¿Puede una biografía escribirse en verso?” se pregunta Paul de Man en 1979. Justamente, yo siempre creí que la mejor autobiografía siempre escrita pero nunca leída de Alejandro Urdapilleta era un poema de 1991 titulado “He estado arrumbado”. Uno entre miles de poemas que sincretizan una obra, que plasman un sentido ilegible pero fresco, siempre vivo y lúcido de su paso por este mundo. Ahí cuando uno dice “voy a escribir sobre mi vida” es cuando pierde. Samalea miente, no me cabe duda. Pero miente con alegría. Reconstruye maravillosamente diálogos (recuerdo uno con Cerati sobre la supuesta madre médium de Ulises Butrón, pueden cotejarlo en la página 170), aplica trágicas didascalias a sus capítulos que advierten o expulsan al lector, y se ocupa de un plano épico. A lo Homero, la gira de Parte de la religión abre una anécdota (el género bastardo del mundillo académico dedicado a la crítica literaria) en Mendoza. Así ingresamos al libro, anacrónicamente: “¿Cuánto vale esta comisaría? ¡La compro!”, dice o recuerda Samalea del peludo que les pegó García por las calles de Mendoza, esquivando ratis, con una Fabiana Cantilo indispuesta, alojándose (o refugiándose) en una pensión del suburbio.
Todo eso que se llamó “rock nacional” Samalea lo desarma, quizás inconscientemente. Del sesgo de eventos al clima de época: el cadáver del Che, las calles de Parque Chacabuco, sobrevivir a la colimba, hacer inferiores en Platense, Dickens, Sábato imitando a Borges, un beso furtivo con una chica coreana, la Casacuberta del San Martín, el conventillo de Ludovica Squirru en Constitución y la puta madre que los parió. Todo. Y nada. Insisto, anécdotas que atrapan y conmueven por esa necesidad de leer el revés de una época en la que el rock nacional perdió su aura.
Es interesante, al respecto, cómo la voz del relato deambula entre la escena rockera de Saavedra y la elite de Barrio Norte (“Tengo un Calamaro en la cocina”, ese sería un buen título). La precisión en las calles, las salas de ensayo, las directivas de “Pollo” Raffo en el entrecot de “los modernos” facilitaban la noción de un rock atomizado y enriquecido: el rock alfonsinista. Richard Coleman estudiando en Exactas y convocándolo a formar Metrópoli, Melero hecho rumor en Flores, Diego Frenkel (una amistad “culta”) en los inicios de Clap, la convivencia de los muertos jóvenes (Moura, Luca, Miguel Abuelo) y de los jóvenes que sobrevivirían (sorprende, al respecto, la férrea decisión de Samalea de alejarse de la marihuana para “concentrarse” en el instrumento). Fechas como dagas, el 30 de marzo de 1982 y un joven Samalea enfrentándose a la policía en Plaza de Mayo. El 15 de febrero de 1986 y el debut de Las Ligas en Temperley. Una manera, al mismo tiempo, correcta de no evanescer el presente del músico con el análisis de coyuntura. Qué distinto fue, por ejemplo, el debut en la profesión de los ex V8 si nos atenemos al relato de Ana Mourín. Tarea para el hogar.
Ni afán de virtuosismo ni voyeur. Samalea se nutrió de Ferrer y Lulú en las noches de Libertador 932 y en las veladas de Jazz & Pop de San Telmo observando, entre otros, a la bestia de José “Jota” Morelli quemar los parches. Ese zigzagueo de García al hip hop de los Kuryaki, del tango al jazz, de Fricción a Melingo (nadie recuerda H2O, quedó perdido en algún lugar de los “noventas alternativos”) es muy claro. El relato permite esa fantasmagoría también, porque la muerte del bar (de La esquina del sol, del Stud Free Pub) permitió los soportes audiovisuales y la virtualidad del artista. De repente, Samalea en Much Music. De repente, Samalea cuidando a García en una granja de Diego Gaynor (“¡No quiero ir a Gloria Gaynor!”, gritaba Charly). Sí, un músico de pasajes, pero jamás transitorio. Es evidente que a Samalea se lo quiere. Esa “alta fidelidad” con García es conmovedora, sin por ello recurrir a alguna escena desagradable por afán de cargar el morbo de la autodestrucción del rock-star.
“La música salva”, confiesa post velorio de su padre. ¿Podríamos decir que la escritura también? Falta el volumen II, Samalea nos deja en 1997. Se espera, con ansias.