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    Sin categoría

    Rojo origen

    10 septiembre, 201210 Mins Read
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    Rojo origen

    Por Alan Ulacia*. Uno va caminando por Corrientes hasta toparse con Esmeralda, epicentro cósmico del país según el joven Scalabrini Ortiz, y justo en la esquina lo ve: un charco bordó de sangre, petrificado en la vereda, ya sólido, como una meseta oscura. 

    Es deforme pero algo circular, con prolongaciones múltiples, rayones caóticos, producto de la colisión vertical. La sangre se ha colado por los resquicios de las baldosas, los ha rellenado formando costras que hieden fuerte.

    Levantamos la vista, vemos que un sutil goteo se extiende por la vereda hacia el este, hacia el Obelisco, y más allá hacia el Río de la Plata. Son gotas rojas intermitentes que trazan un camino agonizante, zigzagueante, pero recto. Entonces surgen las preguntas. Hoy es un día gris que alienta las cavilaciones.

    Primero una científica, casi perversa: “¿Tanta sangre cabe en un cuerpo humano?” Es sorprendente, pero lo cierto es que tanta sangre nos da ira, no compasión, sino ira…  la vemos como un malgaste, una obscenidad que nos pone en evidencia... Rabia es lo que nos genera aquel reguero, también vergüenza ajena; es extraño, se trata de un sentimiento muy oscuro y complejo, monstruoso, por ello no lo molestaremos más.

    Y luego: “¿De quién será la sangre?” “¿Cuál será su origen?”

    Quién habrá sentido el filo, el golpe, el roce, luego la sorpresiva, inverosímil sensación acuosa que viaja sobre la piel y luego se pegotea con la ropa, haciendo sistema. Es decir, quién habrá, cabalmente, sangrado. Día gris, las nubes y una imperceptible garúa enfrían los motores de la ciudad y nos convierten, de golpe, en seres empáticos.

    Luego de Esmeralda sigue Maipú, el sendero de sangre continúa, increíble, y cada paso que hacemos es un querer-que-se-interrumpa. Pero no. Y los teatros de Corrientes no dicen nada, no dan pista alguna. Las vedettes tetonas sonríen desde las gigantografías y los capocómicos berretas las miran desde abajo, libidinosos, y nos guiñan un ojo, pero nada. Las librerías tampoco, nosotras sólo acumulamos palabras, nos dicen. Las disquerías pasan sus tangos de exportación, están en otra. Las pizzerías son habitáculos superpoblados por glotones que comen con vista a la calle, de dorapa en la barra. El reguero de sangre no los altera, no los indigesta, es más, les inyecta la idea de más tarde clavarse un chori.

    Quién habrá sangrado, cúal será el origen de la sangre…

    “Crimen” es lo primero que se nos ocurre.

    Un extranjero que lleva una cámara de fotos, cotizada en demasiados euros… Un puntazo certero al riñón y listo; herido el extranjero se inclina, se arrodilla y recibe una patada en la espalda, y desde el suelo, la vista neblinosa, entrevé como el delincuente huye. Es de noche, busca desesperado un policía. Pierde mucha sangre. Ya vencido, emprende un tortuoso éxodo hacia el Atlántico, para al menos, piensa, morir cerca de la patria.

    ¿O habrá sido al revés? El extranjero está maravillado pero atento. Ve que una sombra se le acerca y le dice algo que no entiende, se le tira encima, un destello plateado ilumina Corrientes, forcejean. El extranjero, quizá francés, logra usurpar la daga traicionera y traza en el aire un revoleo desmesurado que acaricia la garganta del ladrón, que aún no ha cumplido los quince. Sorprendido, el chico ejerce presión sobre la herida, pero la erupción no cede, el extranjero le grita algo que no entiende y se va. El chico, derrotado, se saca la remera, queda en cueros, intenta taponarse la garganta rasgada. Neblinoso, se tambalea ante la poca gente que lo ve: gente que lo ve y se hace a un lado, no sin antes marcar algún número en su celular.

    Llegamos a Corrientes y Florida, y el sendero rojo se extiende. Gotas de mayor o menor diámetro tapizan la vereda blanca, en notorio contraste. Cuelgan de los edificios carteles incandescentes que publicitan gaseosas y telefonías, pero nada acerca de la sangre, de su origen. Habrá sido una pareja… una riña amorosa, pensamos. Ella lo habrá acusado de infiel, o lo habrá visto ahí mismo con la otra, por lo que reacciona y hurga en su cartera, desenfunda un planeado cuchillo de cocina, o una llave improvisada pero filosa, que le clava en el tentado y pecador ojo de su macho. O él, psicópata, inundado de celos porque ella usa pollera y seguro anda con un tal Facundo del laburo, le pega un tiro en el estómago y le dice puta. No sabemos… Quizá, cualquiera de los dos se arrastra por Corrientes, intenta descifrar el misterio, en qué lugar de la ecuación del amor cabe el homicidio del objeto amado, la fatal anomalía, o el orgullo destrozado, o el milagro del amor indemne, a pesar del ataque salvaje.

    San Martín… Reconquista… el volumen comercial disminuye, cerca del Bajo se erigen miles de oficinas y un macabro anonimato de metal, vidrio, papel y burócratas. La sangre ya no es tan oscura, está fresca y colorea la calle de un rojo carmesí. Eso sí, las gotas caen más espaciadas. Quizá es la sangre gaucha que Sarmiento aconsejaba no ahorrar, pero no, esa sangre sería de finales del siglo XIX: casi negra, un manchón negro rodeado de musgo. Esta es nueva, reciente. Quizá es de un escritor romántico que escribe su novela iniciática, como un nómade por los bares del centro, que borracho cae y se abre la frente al medio. Luego, si sobrevive, incluirá el episodio en un capítulo especial, ya no de ficción, utilizará para ello a su alter un personaje patético de apellido polaco. O tal vez una joven bailarina frustrada que se ha tomado un combo letal de pastillas. Le revienta su estómago de cristal y vomita toda su furia roja en la calle. Y comienza, Corrientes como escenario, una danza de espasmos y dolor, mientras busca desesperada la manera de encontrar a su madre, para decirle que a pesar de todo no ha fallado.

    25 de mayo… la Avenida Leandro N. Alem… Minúsculas gotitas de rubí recién caídas. Aparecen cada dos metros. A la altura del teatro Luna Park una enorme fila saca entradas para un cantautor español. En paralelo a la fila se extiende el hilo de sangre, que nadie ve, salvo un perro hambriento que en silencio se pone a lamerlo. Van seis cuadras de sangre. Las hipótesis nos empiezan a faltar y las disposiciones cardinales de la realidad, su cartografía clásica, ya suena sospechosa. Quizá la sangre no es humana sino de una bestia mutante de un tamaño considerable; quizá la sangre no es sangre sino una extraña y nueva sustancia química; quizá hemos alucinado producto de la baja presión atmosférica y de la humedad; quizá estemos soñando o quizá resulta que el herido era uno, es decir, que la sangre es la nuestra, y que en tanto entidad fantasmal estamos ahí, es decir acá, y recorremos la escena en un presente eterno.             

    Según los mapas, la avenida Corrientes se transforma de golpe en la calle Trinidad Guevara, que cruza Eduardo Madero, avenida aplastada día y noche por los camiones y los conteiners que van hacia el puerto. Y además cruza Alicia Moreau de Justo, la socialista ejemplar. Luego, Trinidad Guevara choca con el Dique Nº 4, el último antes de llegar a la Dársena Norte. Aquí el camino de sangre es imperceptible, acaso lo imaginamos por mera costumbre. Una gota del tamaño de un clavo, cada diez metros. No están desparramadas, como el charco inicial, por lo que deducimos que la criatura herida, en esta instancia, ya se encontraba muy cerca del suelo, es decir se arrastraba. Ya  estamos en Puerto Madero cuando chocamos con el Dique, un enorme piletón con paredes de canto rodado, flanqueado por grúas portuarias amarillas. Y ahí la sangre se interrumpe, el agua la detiene… Por lo que doblamos hacia la derecha, bordeamos el Dique Nº4, y retomamos el camino recto, con la sospecha de que el herido/a o ha buceado, o ha volado.

    Al otro lado del Dique, como lo hemos imaginado, la sangre continúa con su tozudo goteo, cada vez más fresco. En un instante la llovizna se transforma en chaparrón eléctrico, y una bruma mística se eleva en dirección al Río. Nos empapamos, los estruendos conmueven la tierra, pero no renunciamos a la idea de saber dónde termina la sangre. Y en este punto, la paradójica idea de que encontraremos el origen al final, nos seduce violentamente, y seguimos…

    Trinidad Guevara muere en Av. De los Italianos, allí comienza la Reserva Ecológica. Una pared de alambre nos interrumpe el paso. Pero el sendero rojo continúa, lo vemos más allá del alambrado. La lluvia forma barro, nuestros pies chapotean. Tenemos frío y miedo. Quién nos mandó, pensamos. Y saltamos el alambrado, nos hundimos en la Reserva, en la selva, como salida de un cuento de Quiroga. Nos cuesta seguir el rastro, diluido por la lluvia, las huellas sangrantes, que ya no manchan las calles de Buenos Aires, sino que tiñen de un rojo aguachento los anárquicos pastizales que se repelen, mezclan y pierden, en un verde profundo.

    Aves, reptiles e insectos nos miran, tal vez ríen, porque saben de quién es la sangre, conocen su origen. También cuál será nuestro final, y nos humillan con su mudez y sus ruidos sin lenguaje. Cansados, nos abrimos paso por la espesura y las ramas nos raspan la cara, los brazos. El cielo se ha vuelto una infinita alfombra negra que chorrea agua y rayos. Una búsqueda inútil la nuestra, malparida de entrada. Pues, ¿y una vez que la sangre se interrumpa, qué? Encontramos el cadáver, resolvemos el crimen, o descubrimos el misterio, vemos la luz… ¿Y qué? ¿Después qué? ¿Por qué simplemente no nos damos media vuelta y ya? Es que no podemos. Decir “no” se ha vuelto la última trinchera de nuestra libertad, lo único que nos queda, nuestra carta final. Llegaremos, pues, hasta el Río, porque huérfano de héroes ha quedado el mundo, y descubriremos de quién es la sangre, que ha pasado, qué nos espera…

    Abrupta, la jungla desemboca en una playa, que está repleta de basura plástica. La arena en vez de conchillas tiene millones de pedazos de vidrio marrón. Unas pocas olas chocan contra la costa, mientras el Río y su chato horizonte son bombardeados una y otra vez por relámpagos violáceos. Entre la arena mostaza aún se distingue el goteo, que sigue recto hacia el Río turbio, como con ganas de embarcarse. Avanzamos, y llegaremos, a pesar de la tormenta, el viento y el cataclismo, que a cada paso se oscurece y agranda más…

    El agua del río nos toca los pies, avanza y se repliega, en una cadencia previsible e hipnótica. Y llega el momento: el goteo muere en un último borbotón rojo, un charco enorme, desmesurado, que flota en la arena porque esta no lo puede asimilar. Instintivamente, volvemos la vista hacia la ciudad, que vemos eleva vapores y nubes más negras que el cielo y la tormenta, y creemos ver en el Obelisco, refulgiendo como brazas, brutalmente tallados en los muros de marfil, los nombres de Pedro de Mendoza y Juan de Garay…

    Volvemos la vista hacia el Río de la Plata y a lo lejos, emergiendo del horizonte, el misterio se devela: vemos el mástil de negro roble, la vela blanca inflada hacia el oeste, imparable, y en ella engarzada, la sangrante cruz de los templarios.   

      

    (*) El autor nació el 11 de octubre de 1986 en Capital Federal. Estudió Ciencias Políticas en la UBA. Es escritor y periodista.

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