Por Simón Kemplerer. Juan Román Riquelme anunció su retiro del fútbol. Para quienes lo disfrutamos, a paso cansino, a pase preciso, valgan unas líneas para el irreverente de los ídolos y los poderosos.
Juan
Que el fútbol es un inmundo negocio es una triste, repetida y consabida verdad. Que dicho negocio convierta al deporte en un espectáculo, también. Pero que dicho espectáculo sea un verdadero desastre, no.
Hoy en día en la Argentina nos toca vivir y padecer un fútbol horrendo. Horrendo de principio a fin. Eso sí, tenemos que aceptar y estar orgullosos de que nos mantenemos a la vanguardia inaugurando una nueva forma, masiva y extendida, de vivir el fútbol: disfrutando los descensos. Ahora somos amantes de la mediocridad. Nos hemos visto inmiscuidos en una trama de igualación hacia abajo que se fue, tan abajo, que ahora el placer es la derrota. Ver perder a todos y que la muerte del fútbol sea democrática. Un juego jolibudiense apasionante.
El mundo del resultadismo produce un miedo generalizado. El miedo a perder paraliza a cualquier jugador. La parálisis producto del negro futuro que se avecina elimina la posibilidad de dar dos pases seguidos. Y entre los dirigentes, los periodistas y los hinchas no hacemos uno, no damos pie con bola. Simplemente alimentamos la angustia del jugador con una capacidad inusitada.
Nadie que no sea feliz en la cancha puede hacer disfrutar a aquel que mira el partido, decía el enorme Dante Panzeri, que se retuerce en su tumba. Y en eso estamos, revoloteando en el fango del negocio para pocos y el aburrimiento para muchos. No hay motivación, no hay gusto por jugar, no hay placer por placer. En definitiva, no hay juego.
El desastre es total y está en todas partes, salvo, en los pies del último 10.
Román
Román es Román porque sabe pisar la pelota. Si no la pisara no sería él, ni aunque fuera el mejor. Hay un efecto hipnotizante en sus pisaditas y en el baile que produce entre él y los demás. La armonía clásica de sus pies en movimiento, el desconcierto de los defensas buscando lo imposible, y la pelotita que se escurre sin parar bajo las piernas de las victimas, nos hacen formar parte de una danza desconocida.
Román es, hace años, la razón para despertarse los domingos. A partir del miércoles el diario se abre por la sección deportiva y se lee de reojo, como acto de rutina, si Román se entrena con el plantel o lo hace por separado. Y según el dato, se va perfilando el fin de semana. Si entrena con el plantel no se hacen planes, si entrena por separado, se puede pensar en comidas familiares, plazas, parques, cines, teatros o demás actividades sin importancia.
Román es la expresión absoluta del amor por el juego. Amor por un juego que nada tiene que ver con resultados. El placer de ver la misma jugada doscientas cincuenta veces y disfrutarla cada vez más. Si Gardel cada día canta mejor, el caño a Yepes es cada día más bonito.
No hay ni un gol de Riquelme que guste más que una de sus jugadas. El logro más enorme de Román, es hacer del juego un juego y del placer un placer. Eso pasa poco. Con el Diego pasaba, no hay duda. Con Zidane también. Solo Zinedine se movía de esa forma. Solo Zinedine era capaz de modificar el paso del tiempo y trastocar la lógica y cronológica sucesión de momentos ralentizando lo veloz. No es natural el poder de hacer parecer lento lo rápido, mediato lo inmediato. Es como si vivieran en cámara lenta. Como si fuera la repetición de la jugada. Román vive en la repetición y el tiempo está, descansando, a sus pies.
Pero Román, además de ser el placer, es la dignidad.
Riquelme
Así como a uno no se le ocurriría comparar a Maradona con Messi, uno es el más grande de todos los tiempos, y el otro no, tampoco se nos ocurriría comparar a Maradona con Román. Román no es Dios, Román es más que eso: es Riquelme y nada más. A los amantes del juego, a los habitantes del fantástico mundo de la República de la Boca, nos gusta Juan Román Riquelme.
El poder de Riquelme es terrenal. Será amado pero no endiosado. Por más amado que sea nunca será una deidad, y ese es su valor: ser mundano. Ser siempre una persona que quiere comer asado con los amigos. Román será un artista, el dibujante más grande, pero también es un laburante, y es ese carácter proletario el que lo dota de credibilidad.
Es problema, es creer que Román es un rebelde. Pero es así. La actitud de Román frente al poder es de insumisión. No es el representante del Gran Pueblo frente al Imperio. No. Es el trabajador que no se doblega ante su jefe. Sus actos son con minúscula, no con mayúscula. El Dios del Pueblo frente al Imperio es parte del Sistema, lo alimenta y es absorbido por él, cual esténcil del Che. Román, el laburante, parco e intransigente, es una grieta, un palo en el orto del empresario.
Juan Román es más del barrio que del Pueblo. Es sensato, no grandilocuente. Nunca va ser superado y sin embargo, nunca va a ser leyenda. No es un vendedor de sí mismo. No es un vendedor de nada. Es y será persona, no personaje. Demostró integridad cuando, después de meter un gol, se acercó solo al palco del Presidente Mauricio y le dijo, con las manos detrás de las orejas, “escuche señor quien manda aquí”. Sin parafernalia. No jugó nunca al superhéroe. No se puso la capa del revolucionario antiimperialista. No se tatuó al Che, ni se hizo amigo de Fidel, ni de Chávez, ni de Ahmadineyad (presidente de una de las democracias más dictatoriales del mundo), ni nada. Simplemente le respondió al jefe lo que pensaba cada vez que fue necesario. Conciso, medido y con sentido común, el sentido menos común de los sentidos, en un país de personajes demasiado cornisas, chantas, televisivos.
Eso sí, no jugó al superhéroe, pero fue superhéroe jugando, aquel día en Japón, cuando se encerró en la esquina de la cancha, escondiéndole la pelotita a todos los súbditos
merengues de la corona española. Ese, en mí humilde opinión, fue el gran momento. El pobre y solitario morocho, arrinconado, haciendo sufrir a una multitud de millonarios engominados de blanco. Ni dios ni rey ni patria.
Lamentablemente, vivimos en el país del culto a la persona. Repleto de enormes personalidades llenando espacios imposibles, suscitando amores irracionales, disimulando la ausencia de raíces con grandes gestos delebles. Aunque sin ser creyente, lo dejamos de amar cuando comenzó a tocar siempre la pelota para atrás. Nos comenzamos a dormir, y antes de entrar en el letargo, nos hicimos amigos del vértigo. Finalmente, cuando en España comenzó a despertarse triste y la mitad de los partidos no tocaba la pelota, nos separamos de él. Cierto grado de “pechofriísmo” lo alejaba del trabajo colectivo, fundamental para cualquier equipo. Preferimos el trabajo colectivo y la búsqueda de armonía, antes que el triunfo. Por más genios que existan, el todo será siempre más que la suma de las partes.
Sin embargo hoy, días después de aquel mensaje televisivo donde se declaraba vacío, pensamos cuanto necesitamos del placer. El placer lo es todo para los que no queremos los puntos. Daríamos la vida, o al menos los domingos de nuestra vida, por ver a Román pisar la pelota como solo él lo sabe hacer. Nos damos cuenta de lo que tenemos cuando lo perdemos y el vacío de Román es el vacío de todos. Si no la pisa Román no la pisa nadie.
*Nota ya publicada por Marcha el 31 de julio de 2012.