Por Gonzalo Reartes @reartes_gonzalo
A poco de un nuevo aniversario del fallecimiento de este poeta francés, Marcha lo recuerda con algunas de sus historias de vida y su obra.
El niño poeta yace acurrucado en un rincón, desnudo, con la mano izquierda vendada aun, producto del balazo recibido por su amante, el hombre poeta, parisino distinguido, que abandonó a su mujer embarazada por seguir el vértigo de la búsqueda de su joven compañero. El niño de 18 años tiembla de frío; se encuentra refugiado en la granja de su madre, en Roche, un pueblo agrícola ubicado en la región de Vouziers, cerca de las fronteras de Francia con Suiza e Italia. Allí, padece en carne propia el proceso de desintoxicación de las drogas ingeridas poco tiempo atrás en grandísimas cantidades, mientras compone un libro cargado de una energía sin precedentes, vibrando ante cada verbo, procurando encontrar el lenguaje preciso que devele lo vivido, sin una letra, sin una coma de más.
Las primeras luces del alba lo encuentran agotado. “El Poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”. Concibe la razón de su vida en la creación de esa obra. Tiene que expresar en palabras su búsqueda vital, sus vagabundeos, el testimonio de su revolución poética. Sufre, grita, llora. Su madre siente los pasos de su hijo a lo lejos, encerrado, sus golpes contra la pared, aullidos que parecerían provenir de una criatura salvaje que se encuentra moribunda en las profundidades más oscuras de un bosque helado. Su salud mental está en jaque. No importa. Atrás quedaron las musas intocables, la frivolidad de los poetas parnasianos, aquel movimiento literario posromántico. Sin libertad sólo se pueden escribir cosas de salón. “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. – Y la encontré amarga. – Y la injurié”.
A sus 18 años, Jean Nicolas Arthur Rimbaud alcanza la cima de su vuelo poético. Su obra, revolucionaria, es tan breve como intensa y marcará un antes y un después en el mundo de las letras, aunque sólo logra reconocimiento pleno con el paso del tiempo y una vez que el niño poeta ya había transmutado en hombre maduro, traficante de marfil y explorador de terrenos desconocidos en África y el Medio Oriente. Una temporada en el infierno es el único libro publicado bajo su consentimiento en vida. En él, queda demostrado que la poesía es la herramienta de introspección más profunda de las que dispone el hombre. El testimonio de los sentidos, tal como la definió Octavio Paz: “un testimonio verídico: sus imágenes son palpables, visibles y audibles. Cierto, la poesía está hecha de palabras enlazadas que despiden reflejos, visos y cambiantes: ¿lo que nos enseña son realidades o espejismos? Rimbaud dijo: Et j’ai vu quelquefois ce que L’homme a cru voir. Fusión de ver y creer (…) La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio”.
Rebeldía. En Rimbaud todo es rebelión. Es el poeta de la rebeldía, como lo ha llamado Albert Camus. Se rebela contra Charleville, el pueblo en el que crece, contra sus habitantes y el tedio pueblerino. “Me aburro torrencialmente… Ni un libro, ni un cabaret a mi alcance, ni un incidente en la calle. ¡Qué horror este campo francés! Necesito lo nuevo. Todo este mundo prolijo y antiguo va a estallar en poco tiempo. ¡Están todos muertos! Y les parece normal… ¿Será contagioso?”. Se rebela contra su madre, esa mujer austera y católica, contra su padre, capitán de navío aventurero y amante del vino y la libertad que parte hacia la guerra de Crimea y abandona a su familia un día antes del nacimiento de Arthur. Se rebela contra el hombre medio, pero, también, contra él mismo. El fuego de la rebeldía lo impulsa a perseguir la libertad a partir de los vagabundeos siendo muy niño aun, es un fuego sagrado que lo acompañaría en toda su travesía por Europa y por los caminos del dolor, del autoconocimiento, de las tinieblas, de las luces, de las sombras. Indaga en los aspectos menos convencionales de la condición humana. Quiere descubrir la chispa del fuego que yace oculta en cada hombre, en cada mujer, en cada niño. “Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos”.
La palabra es el disparador para encontrar aquello que yace oculto. El niño prodigio de 16 años escribe su famoso poema El barco ebrio, con un lenguaje absolutamente novedoso. Rompe violentamente con las formas antiguas. El poeta debe verlo todo, sentirlo todo, experimentarlo todo. Lo envía al poeta parisino Paul Verlaine, quien le contesta con una invitación a París (“Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”). Se desencuentran en la estación. Rimbaud acude a su casa, la cual pertenece al suegro de Verlaine y donde convive con su mujer. La cena transcurre con tensión. El niño poeta come golosamente, con malos modos, lanzando miradas desconfiadas. Las mujeres intentan conversar, él responde con un silencio insolente. Sólo abre la boca para pedir más vino. En los días subsiguientes, arrastra a Verlaine a bares y cafés, donde se dedican a emborracharse. Luego de un par de semanas, abandona aquella casa y se lanza a vagabundear hambriento por las calles. “Sería gustoso el niño abandonado en el muelle que partió hacia la alta mar, el pajarillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo”.
Rimbaud no encaja con la estética de los poetas parisinos. Los considera fríos, artificiales, banales. Se embriaga y los acusa, los confronta, los escandaliza. Verlaine va a su encuentro. Se siente fascinado por su personalidad salvaje. Se vuelven amantes. Desde el consumo de hachís y absenta pretenden alcanzar una sensación de unidad del espíritu, la carne y los sentidos, pasando por las visiones que luego devienen en inspiración poética. Al tiempo, Rimbaud decide volver a Charleville y luego partir hacia Bélgica. Verlaine, confesamente enamorado de él, lo sigue en su locura, abandonando a su mujer, a quien maltrata física y verbalmente (producto de su abuso del alcohol), y a su hijo recién nacido. Ella no se resigna y va a su encuentro. Verlaine duda, parece decidir poner fin a su aventura, pero acaba apostando el todo por el todo y sigue al niño poeta en su búsqueda de delirio. “En efecto, con toda sinceridad de espíritu, me había comprometido a devolverlo a su estado primitivo de hijo del Sol,– y errábamos, alimentados del vino de las cavernas y la galleta del camino, urgido yo por encontrar el sitio y la fórmula”. De Bélgica parten hacia Londres. Verlaine sufre el exilio, extraña la frivolidad de los cafés parisinos, no logra adaptarse a los pubs y a la niebla. Rimbaud, en cambio profundiza su concepción de desarreglo de los sentidos para encontrar otros estados de conciencia agregándole al hachís y la absenta las cervezas ale y stout, así como el gin y el whisky. Está convencido de que la verdadera vida no late en los ambientes literarios sino en el hombre de la calle.
Luego, el infierno. ¿O el infierno siempre estuvo allí? Como fuere, el capítulo más oscuro de esta historia llega luego de constantes rupturas entre ambos. En la instancia final, luego de uno de sus reencuentros, en Bruselas, Rimbaud comunica a Verlaine su decisión de regresar a Charleville para dedicarse a escribir su obra. Verlaine no soporta el abandono que supone esta decisión. Si bien se da cuenta de que se destruyen mutuamente, no puede concebir vivir sin su presencia. Ambos están alcoholizados, vuelven al hotel. Verlaine toma su pistola y dispara hacia la posición de Rimbaud. El primer tiro da en su muñeca y el segundo va a parar al suelo. Van hacia el hospital. La lesión no es de gravedad. Parten juntos hacia la estación de Midi. Verlaine aun lleva la pistola en su bolsillo. Rimbaud, temeroso de un nuevo exabrupto, o quizás, deseoso de venganza, lo denuncia ante un policía que detiene al parisino, quien luego es condenado a dos años de prisión, donde se convertirá al cristianismo.