Por Federico Otero. Gusanos de primera clase, gusanos de segunda. La gran urbe invadida por gusanos. Una buena forma de expresar la deshumanización según el periodista Will Farnaby, en la Isla de Huxley. Esto nos lleva a pensar en nuestra visión de la realidad y el deber existencial de resistir lo cotidiano. ¿Estamos preparados?
Cualquier día tomado al azar es prácticamente un calco del anterior. Ahora fue el turno del tren.
La monotonía. Hubiera sido más representativo de aquel momento subir la foto de esta nota en blanco y negro, pero la dejé así. Vale la pena mostrar que, aún con colores, la imagen es exactamente la misma de siempre.
Las personas son indistinguibles entre la multitud. No se conocen. Probablemente, muy probablemente, en esos veinte o veinticinco minutos de viaje se detesten. Se respiran en la nuca, se tocan, se aprietan y se empujan para descargar aunque sea un segundo la rabia de tener que soportar aquello que están -estamos- muy lejos de cambiar.
Es muy impresionante ver como el comportamiento es diametralmente opuesto cuando se está en una multitud de gente anónima a cuando se está en un círculo de gente conocida. El hecho de saber que estamos frente a una multitud absolutamente desconocida que puja por lo mismo que nosotros -en este caso, unos centímetros de espacio y aire- nos saca a flote el egoísmo y la más absoluta indiferencia emocional. Si podemos hacernos los boludos y seguir en la nuestra, mejor.
Cientos y cientos de almas buscando hasta el más recóndito hueco del interior de un vagón para evadirse. Los comportamientos individuales se vuelven absolutamente mecánicos, sufrimos una crisis de identidad. Nos proyectamos hacia el momento en el que nos liberamos de la opresión, del encierro. Y durante ese trayecto, renunciamos a ser.
Apurarse. Apurarse a llegar. Apurarse a llegar al destino. El destino de hoy no es el punto de partida de mañana. El destino de hoy es el mismo que el de ayer, y será igual al de mañana. Así nuestra existencia no se expande y vivimos inmersos en un ciclo. Las fuerzas invisibles de la sociedad sobre-valoran el progreso, sin embargo pocos privilegiados pueden progresar y romper lo inevitable, condenados así a la continuidad de lo actual.
Vivimos el mito de Sísifo: la rutina como condena de la existencia. En la Mitología Griega, uno de los relatos más difundidos era sobre un comerciante avaro y mentiroso, que al morir cayó nada menos que en el Inframundo -según el catolicismo, el Infierno-. Una vez allí, ideó una trampa para vengar a la muerte: convenció al dios Hades para que le permitiese volver a buscar a su esposa que lo había traicionado y traerla consigo de vuelta al reino de los muertos. Una vez de regreso en el mundo, su trampa no tardó en ser descubierta y Sísifo fue condenado a soportar un tremendo castigo por toda la eternidad: empujar una pesadísima roca cuesta arriba por una colina hasta la cima, para ver como al final del día la piedra caía nuevamente por el precipicio, teniendo que repetir el proceso infinitamente.
Infinitamente. Más allá de la épica de la mitología, pareciera que los griegos lograron modelar a través de un relato lo que sucedería más de cuatro mil años después: la repetición de la frustración.
La sociedad está en permanente estado de crisis y contradicción con sus múltiples sistemas de valores y prioridades, que emergen de los individuos. Para llegar al inevitable proceso de maduración somos empujados al vacío y puestos en el banquillo de los acusados por pertenecer -o no- a un determinado grupo. Sin embargo el tiempo juega un papel independiente de toda categoría que se nos ocurra y sólo se dedica a correr una y otra vez, repetidas veces. La pregunta es tan sencilla como esta: ¿Estamos preparados?