Por Leandro Albani. Un investigador bien rumbeado, pero poco querido, y unos parroquianos que saben más de la cuenta transitan este nuevo relato del autor. Una de las historias del bar del Máquina que vuelven a Marcha. A no perdérsela.
La única vez que vi a un detective fue en el bar del Máquina. Siempre imaginé que tendría un vestuario como Humphrey Bogart, o una camisa celeste desalineada con pantalones de vestir oscuros y un poco sucios. En este caso, el tipo era bastante común, pero el transcurso de las horas reveló que ese hombre, llegado desde el sur, oscilaba entre el ego supremo y el pesimismo más intolerable.
Creo que a la hora de escucharlo me aburrí, como me parece que sucedió con todos los que lo rodeaban. Por eso, mientras corrían los minutos, los parroquianos habituales se iban separando del círculo de atención para dedicarse al truco, al análisis del campeonato de fútbol o, lisa y llanamente, al entretenimiento permanente de tomar cerveza.
El detective se llamaba Milton Vázquez. Había nacido en Santos Lugares, estudiado la carrera de policía, aunque nunca la ejerció, y se trasladaba por el país descubriendo misterios terrenales, como infidelidades y estafas, o haciendo trabajos de inteligencia que podían revelar qué caballo tenía más posibilidades de ganar una cuadrera en algún campo de La Pampa.
Cuando nos fuimos del bar nos preguntamos cómo ese tipo todavía no se había suicidado. Su vida tenía el gris más oscuro jamás visto, pero al escuchar su relato alucinado, una persona desprevenida estaba expuesta a pensar que Vázquez era la salvación carnal para la humanidad.
El Máquina se quedó hasta que el cielo comenzó a clarear. Si había ginebra, el Máquina tenía la virtud de aguantar cualquier conversación por más insoportable que fuera.
Milton Vázquez nos contó los pasajes más luminosos de su historia, donde siempre aparecían mujeres frenéticas y apetitosas que caían vencidas ante su virilidad.
Antes de irnos del bar le preguntamos qué hacía en la ciudad. No parecía que los pobladores estuvieran paralizados por un asesinato pasional o por un escándalo en las altas esferas municipales. Vázquez nos dijo que hacía meses perseguía a un tal Arturo, un tipo “demente” que acosaba empresarios y saboteaba compañías. Era un caso difícil y confuso, sostuvo Vázquez con aires académicos.
Y como a nadie en el bar le había caído bien ese detective poco heroico y bastante jetón, de a poco nos fuimos en silencio, sabiendo muy bien quién era Arturo, al que admirábamos mucho más por considerarlo un justiciero sencillo y solitario.
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