Marchar con nuestros hijos varones es también una práctica feminista. Una reflexión de los desafíos que se (nos) vienen.
Por Mariana Fernández Camacho /
“Me encanta tener una mamá demasiado feminista”. Exceso de feminismo que genera mucho gusto. Así vive mi hijo este camino violeta que empecé a recorrer precisamente hace una década, cuando él crecía en mi vientre. Deseado.
El deseo, sin embargo, no evitó malos tragos. Me incomodaron los cambios de ese cuerpo —mi cuerpo— que gestaba; no disfruté de dar de mamar —aunque con mi pezones pudiera alimentar a una sala entera de neo y por eso me latigaba la culpa—; y siempre sentí la necesidad de retomar pronto el ejercicio de mi vocación. El deseo de maternar no anuló otros deseos, y poder atravesar esos sentires contrahegemónicos sin hacerme cargo del mote de “mamá-mala” se lo debo a los feminismos.
No se nace feminista, se llega a serlo. Y mi llegada comenzó con la llegada de Martín. Por eso me parece justo vivir esta experiencia con él. Hacerlo parte. Compartirle algunas reflexiones, buscar juntxs alternativas a las pelis medio garrón o a los chiches que nos encajan en casilleros según nuestras genitalidades, liberarlo de todo “lo que hace falta” para ser un buen macho, y mostrarle antiprincesas astronautas, físicas y bomberas.
También lo llevo a nuestras marchas. Los 25 de noviembre y los 8 de marzo, por ejemplo. Este lunes, entonces, mi hijo y yo nos sumamos a la marea verde desde la Plaza hasta Congreso. Empuñamos los pañuelos, cantamos, y nos zarpamos de selfies. Ser parte de una movilización de mujeres cala hondo, se mete en la retina, se hace carne. Vale la pena.
“¿Qué son todos esos nombres, má?”. En un cartel gigante se leían los 68 femicidios de 2020. 68 mujeres asesinadas por ser mujeres, a tres meses de haber comenzado el año. El cartel dolía. Y es ese dolor el que toma forma y enseña a un nene en una marcha. Para Martín la violencia de género será ese cartel lleno de nombres que tanto le dolió leer antes de ayer.
Sin embargo, no se ven otros nenes en nuestras marchas. Marchamos con nuestras hijas. Disfrutamos de verlas llenas de purpurina, nos emocionan sus compromisos, las educamos para pasarles la posta. Empoderamos niñas para un mundo nuevo, pero dejamos a los varoncitos afuera de ese Edén feminista por el que tanto luchamos.
Nuestras consignas los incluyen, los cobijan, los hace más libres… pero tienen que conocerlas. Militemos para que haya más hijos tarareando nuestras canciones y menos las rimas misóginas y homofóbicas de la cancha. Dejemos que nos vean construir poder de manera colectiva, sorora, y no a los codazos. Que se diviertan con nuestros ritos, que nos reconozcan de fiesta, para que ningún Etchecopar del siglo 21 pueda hacerse eco tratándonos de insípidas y aburridas. Permitamos que se encuentren con otros nenes, y así las marchas serán un poco suyas. Criemos verdaderos aliados desde el vamos, en vez de futuros Raúles en eternos procesos de deconstrucción. Sumemos a nuestros hijos a nuestras marchas de colores, donde hay muchas (muchísimas) otras parecidas a mamá.
Marchemos también con nuestros hijos varones, porque (por suerte) de los feminismos no se vuelve.