Por Mariela Velárdez/ Foto por Juliana Calcagno
Cuando es la mujer golpeada la que tiene que probar ante el poder judicial las violencias que padeció se desata una cadena de vulneraciones que no debe ser naturalizada. Un relato y la inacción que se transforma en violencia institucional de parte del Juzgado de Paz de Hurlingham, en el conurbano oeste, a cargo Alejandro Daniel Cattáneo.
Ella estaba embarazada de seis meses. Ya era la segunda o la tercera vez que él la golpeaba. No se acuerda si esa vez fue por la comida, o porque la hija mayor no paraba de hablar o porque sentía “celos” vaya a saber de quién.
Ella lo había dejado hacía unos meses, antes de enterarse que estaba embarazada. Pero él volvía, siempre volvía, para intentar convencerla de que la idea de una familia juntos era posible y hermosa. Cuando ella se negaba, él se ponía “loco”, y empezaba la rabia, los insultos y las cosas a volar por toda la casa.
Un día el golpe tuvo un poco más de furia. Ella le estaba diciendo que se vaya, que estaba cansada, que no se sentía bien y que quería acostarse. Ya estaba de 38 semanas de embarazo cuando sintió el golpe en la nuca y no pudo con la fuerza. Terminó en el piso, tambaleando con la enorme panza. Rompió todas las cosas que tenía a su alcance. Se llevó todo lo que pudo.
En ese momento decidió denunciarlo. En la comisaría derivaron la denuncia al Juzgado de Paz de Hurlingham, a cargo del Juez Alejandro Daniel Cattáneo. Embarazada como estaba, con la panza enorme y la nena de dos años a cuestas, ella siguió con el trámite.
“Quiero evitar que me haga algo más grave cuando nazca el bebé”, me había dicho. Cuando inició el trámite para la restricción le pidieron testigos. La abogada que le tocó la dejó encargada de buscar testigos que puedan comprobar que ella fue agredida. Era la primera vez que escuchaba algo así. Llamamos al 144 para corroborar y se sorprendieron tanto como yo del pedido. No importa, el Juzgado pidió igual los testigos, “para que el juez tenga mas elementos a la hora de emitir la restricción”, dijeron.
Pasaron las semanas. La restricción aún no estaba lista. Ella tuvo a su bebé. Y el violento casi que no se movió de la habitación de ella. Al nacer, ella lo anotó con su apellido en el registro civil que funciona en el hospital Argerich, con la esperanza de que eso lo salve de alguna manera. Pero las empleadas del lugar no dudaron en iniciar un discurso de buenas costumbres: “vos no tenés derecho a ocultarle quién es el padre, él está acá y quiere tener derechos sobre su bebé, vos no tenés que privarle eso”, le dijeron entre otras cosas más. Ninguna preguntó el porqué de su decisión.
Cuando el violento robó la pulsera de la muñeca del recién nacido, se armó alboroto. Ella fue acusada de perder la identidad del pequeño, cuestionada. No tuvo opción. Tuvo que saltear la vergüenza, el pudor. No quedaba otra, él se había llevado la pulserita que identifica a los bebes recién nacidos con sus mamás. Intentó explicar que él se había llevado la pulserita, que él no debería estar en el hospital, “Yo pedí una restricción porque él me pegó”, tuvo que decir.
Mientras ella estaba en el hospital, él iba y venía de la casa que antes compartían. Se llevó todo lo que pudo; y lo que no, lo rompió. No pudo volver a su casa. De casa en casa anduvo con su hija y su bebé. El no paro de llamarla, no paro de buscarla, de humillarla, de insultarla.
Un día ella no llegó a la casa de la compañera donde estaba parando. La compañera empezó a preguntar, la voz fue pasando de un lado a otro. Se alzó y ya éramos muchas y muchos que la estábamos buscando. Porque ella no estuvo sola, no está sola.
Sabíamos que él la había estado buscando, y no la encontrábamos en ningún lado. El único lugar donde no podíamos buscarla era la casa de él pero no sabíamos dónde estaba. Sabíamos que el la tenía porque habíamos llamado a su celular, había atendido y nos había advertido “no jodan más”. Llamamos a la escuela de la nena mayor, para que nos den la dirección de él, pero era un domicilio viejo.
Y fue entonces que fuimos al Juzgado donde se tramitó la restricción…
Se me ocurrió que no me iban a pasar la dirección del tipo. “No me conocen”,- pensé-, “estoy llamando por teléfono, ni la cara me ven… no me la van a dar”. Entonces me presenté, di mi nombre, mi apellido. Conté que soy parte de una organización social de la cual participa una compañera que tramitó ahí la restricción. Me llamó la atención que se acordaran de ella, de su nombre y apellido.
Entonces les expliqué que ella estaba desaparecida, que pensábamos que estaba en la casa de él, que entendía que no me iban a dar la dirección para ir a buscarla pero que quería saber qué pasos seguir, si podríamos mandar a la policía a buscarla o algo por el estilo.
Quien me atendió me dijo que no podían hacer nada, que si ella estaba con él seguramente era porque quería, que esas cosas pasan. Y muchas barbaridades más. Insistí en que ellxs habían emitido la restricción, que ella estaba desaparecida desde hace un día, que está con dos menores, que tememos por su vida y la de sus hijos. “No podemos hacer nada si ella no se presenta”, me dijeron.
Y así el absurdo…
Llamamos al 144. Tuvimos que marcar un rato largo porque no atendían. Cuando lo hicieron nos guiaron en la forma de actuar. Fuimos a la comisaría más cercana y radicamos la denuncia por desaparición. En ese momento, el violento se comunicó porque seguíamos llamando al teléfono de ella, todo el tiempo, ni un minuto dejamos pasar entre llamada y mensaje. El comisario habló con él. No sabemos bien como fue ese momento, pero ella pudo salir. Bien. Ella y sus hijxs.
El violento no fue penado. El violento no es ni fue castigado y sigue violando la orden de restricción. Ni siquiera fue notificado de esa orden. No hay justicia que lo encarcele, que lo castigue por haberla golpeado, por haberla humillado, por haberla insultado, por haberla retenido sin su consentimiento a ella y a sus hijos, no hay justicia que lo castigue por haberle robado, por haber entrado a su casa y romperle todo. No hay justicia que lo penalice a él por todas estas situaciones.
Si hay una justicia que a ella no la busque, que no la encuentre, que no la proteja, que no le crea, que la descuida a ella y a sus hijxs; hay una Justicia que la deja en la calle, que no le da un techo (no un lugar para dormir, sino un hogar) donde él no pueda encontrarla ni herramientas para acceder a eso. Hay una justicia que que la deja sola, sin una salida para poder rearmar su vida, desarmada en pedazos.
Lo que nos preguntamos ahora es hasta dónde seguir. Cómo hacerlo. Porqué es ella la que tiene que moverse, allá, acá, buscando, llevando, informando. Es la mujer golpeada la que tiene que probar, avanzar o callar. Es ella la protagonista de su mal, en todo sentido.
Habrá que buscar otras salidas, otras formas de protegernos. Otras formas de organizarnos contra la violencia patriarcal que nos ataca en casa, en la calle, el hospital, en la justicia. Parece que habrá que construir, desde abajo, una alternativa que no nos hiera, no nos abandone y no nos vuelva a violentar.