Por Inés de Luca*
Crónica sobre lo que no escuchamos en el segundo regreso de Embajada Boliviana
La montaña sigue siendo montaña,
El camino es siempre el mismo,
lo que ha cambiado es mi corazón.
Haiku anónimo
Desde la previa soñamos con que fuera una noche cualquiera. Y veníamos bien: la amistad, el barrio, el lugar de siempre, el bondi hasta ese antro que seguimos frecuentando aunque el sonido sea una mierda. Esta vez lo angustiante no fue el sonido.
Un año atrás, un poco más o un poco menos tal vez, habíamos estado las dos juntas para escuchar, después de muchos años de afonía, a la banda que auspició nuestras primeras vacaciones juntas en el altiplano. Embajada Boliviana volvía a tocar en Capital y en La Plata en mayo de 2014, desdoblando el recital en una parte eléctrica y otra acústica, para que Julián Ibarrolaza pudiera, por fin, cantarnos.
Si las letras de la banda ya resultaban cursis para algún punky metalero, la primera versión desenchufada de Embajada fue muestra de la sensibilidad punk. Aquella vez sus amigos le dijeron que todo está bien: el público dejó de patear basura, y le bancaron los trapos a ese pobre corazón con tapones en los oídos. Nos abrazamos con Meli, y cantamos los temas. Hicimos pogo. A nadie le importa, pero hasta conseguí novio. Mucho amor. Pero esta no es la historia que voy a contar.
Ahora sí: el segundo regreso de Embajada en 2015, que fue muy distinto. Las dos chicas en los lugares de siempre, ya lo dije. Pero nuestros corazones habían cambiado. Las memorias de la guerra son intensas y desgarradoras, como los temas de la banda que queríamos escuchar y no nos dejaron.
Empezó Expulsados. Bailamos con los flequillos ramoneros. Hasta ahí todo bien.
Luego, el Origen de la tristeza: me crucé con el ahora ex novio ese que me había conseguido en la vuelta de Embajada el año anterior. Dolor. Nos dijimos dos oraciones y Meli me llevó a la barra. Gracias.
Embajada tardó, pero, lamentablemente, tuvo que empezar. El punk se fue de la escena y quedó solamente en nuestros interiores. Dos chicas tristes. A nuestro alrededor, muchos personajes que Forster llamaría planos: hombres-máquinas que no se dejan modificar por las circunstancias, con una sola característica o saliencia; una cresta, una remera rota o unos borcegos. Punks de enciclopedia, ni siquiera, de diccionario de bolsillo.
Punks de corazones pobres que comenzaron a chiflar e interrumpir el canto, la letra articulada de Julián. ¿Educar al público para que pueda bancarse los treinta minutos que duraba la parte acústica? No, ese no era el público de Embajada. Entonces, a dar las gracias e irse. Forros. Estábamos tristes, y nadie parecía notar nada. Nadie escuchaba. Julián, creemos, tampoco. Al cuarto tema estábamos desoladas. Meli me llevó a la barra. Otra vez, gracias.
Desde lejos escuchamos la versión eléctrica de Embajada Boliviana. Allí canta el joven hermano de Cabeza, bajista original de la banda, que está bastante bueno. Desde lejos, no teníamos nada que ver.
Cuando volvimos para escuchar a Dos Minutos ya estábamos enojadas. ¿Estaríamos indispuestas? No recuerdo. Dos personas que me preguntaron si había visto a mi ex -¡qué onda loco!-, discutimos con un gil que se me coló en la barra, la cerveza estaba caliente, y -no voy a dar más nombres- escuchamos que un integrante de Dosmi hizo chistecitos sobre el acústico de Embajada.
Nos fuimos, ya sin pasar por la barra. Silencio. Tristes ¿lo dije, no? Fracaso.
Todo el tiempo estoy buscando alguien como yo.
*Integrante del equipo de investigación del Seminario Las letras de Rock en Argentina. 2001 y después. Crónicas de la revolución perdida (UBA)