El derecho a la ciudad, como derecho social, transforma a nuestras ciudades en territorios en disputa, contra aquellos que nos intentan desterrar de una necesidad tan básica como la vivienda.
Por Sofía Spinelli / Foto de María Belén Amitrano
El COVID-19 constituye una venganza de la naturaleza por más de cuarenta años de grosero y abusivo maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal.
David Harvey
Históricamente, las epidemias cuestionaron los modos de vida y configuraron la forma de las ciudades. Hoy, el COVID-19 se traduce en urbes vacías a causa de las cuarentenas impuestas por los gobiernos, aislamiento para el cual es necesario no sólo una vivienda, sino la infraestructura básica que debe acompañarla.
Cuarentena en la calle y viviendas vacías
La cuarentena que vivimos requiere de condiciones de hábitat que no existen para toda la población. Esta realidad puede ser un puntapié para la reflexión sobre las muchas falencias que presentan las políticas públicas habitacionales. Se está atacando una de las fases del COVID-19, el contagio, que, de no controlarse, desbordaría todo el sistema de salud.
Si trasladamos esta idea al campo habitacional, nos encontramos con infinitos parches que no logran evitar el desborde. Según el informe realizado por la comisión de Ciencias Sociales de la Unidad Coronavirus COVID-19, la principal dificultad para el acatamiento de la medida de aislamiento es la falta de espacio en las viviendas y las condiciones de hacinamiento en villas de emergencia, hoteles y casas ocupadas.
Mario Testa, salubrista argentino contemporáneo, afirmó que nuestro país es un cementerio legislativo. Esta idea se refuerza cuando nos encontramos con que el derecho a la vivienda no solo es parte de la Constitución Nacional (artículo 14 bis), sino también del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (párrafo 1 del artículo 11), que tiene rango constitucional. Otros documentos internacionales a los que adhirió la Argentina, como La Nueva Agenda Urbana de Hábitat III-ONU, son simplemente una demostración de que la legalidad de un papel, o la lista de deseos que aparentan estos documentos, no dan cuenta del problema al momento de la proyección de políticas públicas.
La imagen de la Ciudad de Buenos Aires hoy es antagónica. Solo en ella hay 7.251 personas en situación de calle, unas 66 mil personas viven en piezas de hotel, pensiones, inquilinatos, conventillos o construcciones no destinadas a la vivienda, con malas condiciones edilicias y muchas de ellas en riesgo de desalojo por el Gobierno de la Ciudad, en un estado de incertidumbre que debería considerarse un problema político. Según la Encuesta Nacional de Hogares del 2018, existen 365.000 hogares con déficit habitacional -construcción incompleta-, con materiales precarios o con hacinamiento. En el otro extremo nos encontramos con 138.328 viviendas ociosas, es decir, vacías. Entre 2005 y 2018 se construyeron más de 195 mil viviendas, de las cuales más del 50% son suntuosas y lujosas. Estos indicadores demuestran las fuertes desigualdades sociales que atraviesan a nuestro país.
Para hacer frente a la pandemia primó la construcción de espacios destinados al uso médico, como unidades sanitarias móviles y hospitales modulares, para lo cual otros espacios como parques ecológicos, polideportivos, centros recreativos, clubes y complejos gremiales están siendo reconvertidos en centros que puedan dar soporte al sistema de salud. No negamos la necesidad de tener la infraestructura sanitaria para enfrentar el peor de los escenarios, pero ¿qué estamos atacando con las políticas públicas? Si la cuarentena es un pilar fundamental, también lo son las condiciones en las que vive la población.
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El desborde
La crisis sanitaria que enfrenta el país generó las condiciones de oportunidad para visibilizar problemas crónicos de nuestras ciudades, problemas que hace más de un siglo están pendientes de resolución. Desde el gobierno nacional se anunciaron medidas de congelamiento de alquileres y suspensión de desalojos por 180 días hasta el 30 de septiembre. Quién no pueda pagar no podrá ser expulsado del inmueble durante ese lapso, aunque acumulará una deuda que después le podrá ser exigida (Decreto 320). Las medidas de emergencia, más allá de ser necesarias, no resuelven la causa del problema.
Si la norma indica que debemos quedarnos en casa, ¿qué pasa con todas aquellas personas que se ven confinadas a espacios inadecuados?
En los últimos días vimos una explosión de información sobre aquellas personas que se consideraban “lo otro” dentro de la ciudad. Existen límites que configuran espacios ajenos para la propia ciudad, podríamos llamarlos espacios subalternos. Son esos sectores dentro de la misma ciudad que no se reconocen, que históricamente fueron parte de lo que había que erradicar. Las villas fueron noticia una vez que el virus había logrado traspasar aquel límite invisible – para algunos-.
El acceso a una vivienda adecuada es un problema que no está siendo atacado en ninguna de sus causas y desbordó cualquier tipo de sistema de contención. Los subsidios habitacionales, los programas de “Prevención del Frío” y los paradores son insuficientes. Los desalojos dejan familias enteras en la calle que pasan a ser usuarios de los programas recién nombrados. Son expuestos a una situación de vulnerabilidad sin una solución definitiva para su problemática habitacional. El parche que representan estas políticas públicas se retroalimenta con las mismas acciones del gobierno. En muchos casos, la cuarentena implica que cohabiten cinco personas en una única pieza o a estar encerrado con una persona violenta, a vivir sin agua ni cloacas o a vivir con la incertidumbre de un desalojo inminente. Y, en el peor de los casos, no poder realizarla por estar en situación de calle. ¿Qué pasa con todas estas personas en la cuarentena?
La Defensoría del Pueblo, en el transcurso del 2019, intervino en un total de 43 desalojos, 22 de los cuales ya se llevaron a cabo afectando a 131 grupos familiares. Durante los últimos 18 meses, en el barrio de la Boca se llevaron a cabo 117 desalojos, mientras que están en curso otros 132. Con relación a los paradores, Horacio Ávila, integrante de la Asociación Civil Proyecto 7, en una entrevista con La Izquierda Diario afirma que de las 7.251 personas en situación de calle, 871 son niños, niñas y adolescentes, y que del total, 4.300 están en situación de calle efectiva, es decir, sin acceso a ninguna política estatal. En los paradores, cumplir con los requisitos sanitarios es casi imposible: los baños son colectivos, los dormitorios y los comedores también. Evitar así el contacto o que haya una persona por metro cuadrado es irreal.
Convocar a voces del territorio que nos permitan tener una mirada real sobre lo que está ocurriendo fue una necesidad a la hora de analizar las problemáticas habitacionales en el contexto de la cuarentena.
La solución para los barrios populares es el aislamiento comunitario. Felipe Mesel, abogado especialista en temáticas urbanas, afirma que más allá de que “el Ministerio de Desarrollo Social concibe el aislamiento comunitario desde una lógica de evitar que la precariedad habitacional impacte negativamente en la salud de la población, las fuerzas de seguridad reversionaron ese aislamiento en un ‘no salgas de tu barrio’ y con un sesgo represivo. Ha habido denuncias en algunas villas, como el Playón de Chacarita, donde no los dejan salir, el aislamiento comunitario significa ‘anda a tu negocio de cercanía dentro de la villa’. La realidad es que no están todos los negocios dentro de la villa, hay que salir necesariamente para abastecerse”. La capacidad de acceso a los servicios necesarios para cumplir la cuarentena, ya sean alimentarios o bancarios, se encuentra directamente vinculada a la localización y el contexto habitacional. Los desafíos frente a la cuarentena no son siempre iguales: “hay un prejuicio de que los sectores populares que viven en villas no están bancarizados porque todo su circuito de economía sucede en la informalidad. Eso, en parte, es verdad, pero se toman de esa parte de la verdad para no encargarse de la otra parte que no tienen medios para llegar a los servicios bancarios.” continua Mesel.
“Las organizaciones estamos cumpliendo un rol de prevención de salud pero lo que más apremia es la comida. Las familias se acercan, las vecinas se ofrecen a cocinar porque saben que hay muchísima necesidad en el barrio, entonces rompen la cuarentena porque priorizan esa necesidad y, por otro lado, hay colas eternas en las escuelas para un bolsón de mercadería, o en los cajeros para cobrar el bono que les paga el gobierno o para venir a buscar un plato al comedor. El aislamiento también se rompe por eso”, afirman desde el FAR (Frente Arde Rojo) de la organización Marabunta.
Desde el Ministerio de Desarrollo Social se propuso “El Barrio Cuida al Barrio” que convocó a que las organizaciones sociales sean quienes otorguen los espacios para colaborar con el aislamiento preventivo. De esta forma, los centros comunitarios funcionarían como centros de aislamiento y centros de prevención que entreguen productos de limpieza y mercadería, y se los proveería de cierta infraestructura para alojar a la gente. Desde el FAR afirman que la realidad en el territorio es otra: “Para nosotras eso es un problema en varios sentidos. Nuestros centros comunitarios tienen una infraestructura más o menos similar o igual al resto del barrio, el servicio de agua no es bueno, no tenemos duchas ni la infraestructura básica que se necesita para estos casos. El Estado debería ser el responsable de garantizar espacios para la cuarentena. Nosotras podemos cumplir un rol de organización en el territorio, de organización de la demanda y de colaboración con los vecinos y, muchas veces, llegar a información que tenemos de las familias a las que el Estado no llega. Ese es nuestro rol, no cubrir los baches del Estado. Los espacios no están preparados para alojar personas en condiciones delicadas de salud, deberían abrir las escuelas o los polideportivos si quieren generar centros de aislamiento.” Por otro lado, afirman que “desde que empezó la cuarentena no nos dieron ni un centavo de más, no aumentaron la mercadería ni productos de limpieza. En algunos municipios hay comités de crisis que relevan todas las necesidades pero no nos dan recursos. Lo único que mantenemos en funcionamiento son los comedores, merenderos, la entrega de comidas. Se triplicó la demanda en los comedores pero no hubo aumento de mercadería por la situación de crisis”.
Los subsidios habitacionales hoy son sólo para gente en situación efectiva de calle, el riesgo de desalojo ya no es un factor de ingreso. Clara, del Ministerio Público de la Defensa, relata que “históricamente el subsidio se podía cobrar si estaban en calle o en riesgo de desalojo. Desde hace dos meses eso cambió”. Por otro lado, en relación a la documentación que tienen que presentar, la flexibilización es mínima: el caso de los informes que realizan las trabajadoras sociales es preocupante: “en un 99% de los casos, los informes sociales que presenta la gente son de los servicios de los hospitales o de los centros de salud. Hace unos años aceptaban informes de la parroquia, pero ahora principalmente tienen que ser de organismos del Estado y lo que la gente tiene más cerca son los centros de salud, no hay muchos más lugares donde haya trabajadoras sociales”. Exigirle a uno de los grupos más vulnerados socialmente que se acerque a un espacio sumamente riesgoso para la obtención de un informe social va en contra de las medidas generales de prevención contra la pandemia.
Hoy está más claro que nunca que el derecho a la vivienda y la salud son dos caras de la misma moneda. David Harvey afirma que el avance del COVID-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, género y raza, adoptando un abordaje interesante que visibiliza aquellas interseccionalidades que representan opresiones, violencias o privilegios que tenemos como sujetos dentro de un contexto social determinado. Más allá de la existencia de un discurso de “somos todos iguales frente al coronavirus” existen condiciones específicas, como son los casos relatados más arriba, que hacen que esta premisa sea no solo insuficiente, sino naif.
Vivimos en ciudades llenas de desigualdades, que han nacido a partir de la concentración geográfica y social del excedente de capital. “La urbanización ha sido siempre, por tanto, un fenómeno relacionado con la división de clases”, tal como afirma Harvey en Ciudades Rebeldes. La sociología, la geografía y el urbanismo logran explicar, a partir del extractivismo urbano, el sistema complejo en el que la consolidación de los centros urbanos como estructura fundamental dentro del capitalismo, ha transformado a nuestras ciudades en territorios puramente destinados a la producción mercantil. Las grandes infraestructuras de consumo como los grandes centros comerciales, los paseos de compra, las grandes obras de infraestructura en barrios de alto nivel adquisitivo, que tienen por objetivo la reproducción de este modo de vida capitalista, quedan hoy ante el aislamiento completamente obsoletas, demostrando su inutilidad en tiempos de emergencias y su falta de necesidad real a nivel social. El derecho a la ciudad, como derecho social, transforma a nuestras ciudades en territorios en disputa, contra aquellos que nos intentan desterrar de una necesidad tan básica como la vivienda.
Pero dentro de la ciudad “formal” existe un abanico de viviendas informales invisibilizadas, que son las casas tomadas, las pensiones, los hoteles, los inquilinatos, en condiciones de precariedad gravísimas y que no poseen una estructura de organización colectiva que brinde soporte. “Más allá del Decreto 320 siguen existiendo denuncias a la Defensoría del Pueblo por intentos de desalojo y la gran mayoría de las amenazas de desalojo son contra la población trans. Más allá de estar reflejados en el Decreto que sacó el Gobierno Nacional, el problema es el control en estas situaciones, muchos de ellos no tienen contrato escrito. Quienes no se ven afectados por la normativa son las viviendas tomadas, estos son casos más complejos de abordar”, relata el abogado Felipe Mesel. La población de esta ciudad paraestatal, que está en el límite entre lo informal y lo formal, queda por fuera de toda política.
Existe una idea hegemónica sobre la vivienda como un bien de mercado que ha logrado desterrar del imaginario colectivo el derecho social que en realidad representa. En este contexto, la importancia que tiene el aislamiento, su consecuencia en el hábitat y los desafíos para poder configurar políticas públicas para aquellas poblaciones en situaciones vulneradas, resaltan la idea de que sin vivienda adecuada no hay ciudad posible. Quedan por responder algunas preguntas: ¿existirá a partir del COVID-19 una nueva configuración urbana? ¿Conseguiremos a partir de esta epidemia construir ciudades más justas? Esperemos que este sea un punto de inflexión.