Por Gonzalo Reartes
El tiempo. Pasado, presente, futuro. Análisis sobre la obra que se mete en memoria del narrador, del mismo Marcel Proust, a lo largo de siete tomos autobiográficos.
La lectura de los siete (sí, siete) volúmenes que componen la obra En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, de unas tres mil páginas, constituye poco menos que una acción heroica, únicamente comparable a la (re)lectura de los tres tomos marxistas d El Capital o al Ulises de James Joyce. Pero el lector no debe ahogarse en un vaso de agua. Si bien es cierto que el autor dedica en ocasiones treinta páginas a digresiones de índole tan poco (a simple vista) trascendentales como la posición y las vueltas que una persona da en la cama antes de dormirse; hay, en estos tomos, cuestiones de una profundidad interesante de abordar.
Suele asociarse a Proust con la metáfora de la magdalena. Pero esta metáfora conlleva a otras metáforas. El narrador remoja una magdalena en una taza de té. Esta sencilla acción provoca un involuntario recuerdo del pequeño pueblo (Combray) en el que, cuando niño, pasaba sus vacaciones. La memoria involuntaria es, sin dudas, uno de los grandes temas que se desarrolla en En busca del tiempo perdido. Después de mucho, el renovar una experiencia permite abolir por un instante la distancia que separa la primera experiencia de la segunda y enfrentar al yo pasado con el yo presente.
Ahora bien, en términos sociales, es sumamente rico desglosar la escritura proustiana. El autor denigra a los burgueses y critica a los aristócratas, se limita a observar a los humildes y es un acérrimo enemigo de los altos funcionarios conservadores. Proust abarca, con humor e ironía, escenarios tan disimiles como burdeles, salones burgueses y hogares sencillos. La historia de esta obra es la historia cíclica de personajes que reaparecen de un libro a otro, infundiendo la sensación del tiempo que pasa y transforma a los seres. Es la historia de cómo el narrador, a lo largo de los años, va descubriendo su vocación literaria, desde sus frustraciones iniciales hasta la conclusión de la novela, cuando advierte la necesidad de consagrarse a su arte. El narrador se vuelve escritor y el círculo se cierra al tiempo que narra esa historia; su historia.
Retomando el nombre de la novela, el concepto clave que atraviesa los siete tomos es el tiempo. “Mucho tiempo” y “Tiempo” son, respectivamente, la primera y última palabra de la obra. El tiempo está en el fondo del relato, enteramente. El “tiempo perdido” evoca, por una parte, el tiempo transcurrido, que ya no está, y que la memoria voluntaria no permite reconstruir en su realidad táctil. Por otra parte, el tiempo malgastado por la pereza y la falta de voluntad es disipado, para el narrador, en frivolidades mundanas e intrigas amorosas. En tanto, la expresión “El tiempo recuperado” tiene una dualidad interesante: se trata, por una parte, del pasado resucitado indirectamente por la memoria involuntaria y, por otra parte, de la recuperación del tiempo dilapidado gracias a su explotación mediante una forma artística: la literatura.
Nos detendremos unos breves instantes en el rol que el autor le da a la embriaguez. En la medida en que el objetivo no declarado de la obra es liberarse del tiempo para acceder a ideas y percepciones verdaderas, el narrador se entrega a múltiples experiencias: la embriaguez, el sueño, la memoria. Cada una de ellas proporciona un anticipo de la verdad. Si, según el narrador, la embriaguez hace realidad el idealismo subjetivo, ello se debe a que convierte la realidad en un mundo de apariencias. En realidad, la sensación de dominar el tiempo presente lo confina a sus propios límites; la exaltación producida por el alcohol sólo hace más opacos el pasado y el porvenir. La embriaguez no desentierra ninguna realidad perdida ni abre ninguna perspectiva.
Sin dudas la metáfora de la magdalena nos remite a los dos conceptos más complejos y lúcidos de la obra proustiana: la memoria voluntaria y la memoria involuntaria. Para resucitar el pasado hay que hacer intervenir esa facultad mental que es la memoria; memoria voluntaria, por definición, puesto que apela a la voluntad y a la inteligencia. Sin embargo, la memoria voluntaria no puede recrear el pasado como era, con sus perfumes y sus sabores. No porque sea inexacta, sino porque es incapaz de expresar una contigüidad entre lo que fue y lo que es. Es decir que en el transcurso temporal, la memoria voluntaria se convierte en un depósito tan lleno que se pierde todo sentido de la jerarquía de los recuerdos.
Por otra parte, los esfuerzos de la inteligencia no llegan a proporcionar información sobre el pasado. Por el contrario, la memoria involuntaria, regida por los sentidos, puede restituir una visión fugitiva que es a la vez inconsciente y arbitraria; interviene en contacto con el objeto que puede establecer una analogía con algún otro objeto significante del pasado. Así, la colisión de ambos instantes resucita el “yo” de otra época. Sea cual fuere el objeto evocador, tiene la propiedad de liberar una forma prisionera; una liberación que suscita un estado de intensa euforia. Pero, y aquí es donde tropieza la memoria involuntaria, si el “yo” liberado del pasado coexiste con el del presente, su esencia aparece cerca en una época que ya no es más la suya.
Los siete volúmenes de la obra en cuestión fueron escritos entre 1908 y 1922. A lo largo de todos esos años de escritura y reescritura, de constantes rechazos desde diversas imprentas, Proust fue conformando lo que podemos dominar una arquitectura circular respecto a los tomos como totalidad. Esto es, cada libro tiene una trama autónoma pero la novela está atravesada por un hilo conductor que la dota de sentido y lógica. Podemos afirmar que la genialidad de Proust está en su capacidad de colocar su pluma alrededor (y dentro) de los mecanismos psicológicos que actúan sobre las trivialidades cotidianas.
De esta manera, la literatura proustiana nos propone el interesante ejercicio de juzgarnos como seres hechos de tiempo, con las reminiscencias y los recuerdos correspondientes. Buscar el tiempo perdido no es un fin en sí mismo, sino un medio para acceder al conocimiento. Los elementos del pasado no tienen encanto en sí mismos, la nostalgia que se desprende de ellos es reaccionaria para el narrador, y la evocación que hace de sus recuerdos sólo tiene para él valor prospectivo. Una vez que el pasado ha sido rehabilitado por el lado de la creación artística, la búsqueda del tiempo perdido se transforma en un hallazgo, una novela fuera del tiempo, y en la cual el comienzo y el final se incluyen en un movimiento circular.
El idealismo del narrador hace de En busca del tiempo perdido un ascenso espiritual, y de sus fracasos y desilusiones, un progreso en el aprendizaje. El tiempo perdido no sólo no está perdido para todo el mundo, sino que se presenta como un paso obligado del proceso creativo. Buscar el tiempo perdido no es, sin embargo, el fin último de la obra sino un medio de llegar al descubrimiento de verdades para entender mejor el futuro. ¿De qué otra cosa se trata sino la literatura?