Por Candela de la Vega*
La implementación del Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad en Manifestaciones Públicas conlleva a una serie de reflexiones sobre la postura del mismo Estado ante la protesta social como legítima forma de reclamo a derechos desatendidos y pisoteados.
El Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas, anunciado bajo resolución del Ministerio de Seguridad de la Nación, busca regular la protesta social a partir de una obligación de “informar” y esperar “autorización” antes de emprender el recorrido de un corte o piquete. En ese sentido, la Ministra de Seguridad explicó que, “no es que se van a prohibir todas las manifestaciones; no se van a prohibir las que estén programadas y se avisa cuál es el recorrido”.
Si el recorrido de una manifestación o el lugar de un corte, si la cantidad de manifestantes o el tiempo a realizarse es considerado “no apropiado” por parte de los funcionarios de gobierno y, tras 5 o 10 minutos de negociación con los involucrados, la situación se resuelve “positiva o negativamente”, se procederá a la “deposición, desalojo o disolución” de la movilización convocada. Y en caso de negarse, los manifestantes comenzarán a ser considerados por delitos cometidos en flagrancia, de acuerdo al Código Procesal Penal.
Sin entrar en el infinito debate sobre cuál de los derechos reconocidos constitucionalmente es más importante, en todas las disposiciones del Protocolo se revela un problema mucho más profundo y grave: la forma que tiene el Estado de entender y, por ende, de tratar, a la protesta social. Este Protocolo es una pieza más de un largo conjunto de medidas públicas que esconde una forma reduccionista y racista de entender la protesta.
Por un lado, se ha hablado de la “cultura del corte” como aquello que se busca atacar con este procedimiento estandarizado de actuación de las Fuerzas de Seguridad. Hablar de una “cultura” existente es creer que la gente protesta por la protesta misma, que a una manifestación la hacen porque les gusta o hay quienes prefieren cortar una calle antes de hacer cualquier otra cosa con su tiempo, con su vida, con su cuerpo. O incluso, las declaraciones de la Ministra sugieren que algún grupo de personas podría querer “prensa”, y un piquete, entonces, no sería otra cosa que una “performance” particular en un escenario “privilegiado” que es la vía pública. Esto revela una forma reduccionista, simplista y descomprometida de entender y atender a la protesta social.
Por otro lado, las reacciones a favor de este Protocolo no han hecho más que desnudar otra vez el racismo recalcitrante que atraviesa a nuestras sociedades. Desde ese lugar, se entiende que el piquete es cosa de “la negrada”, del “choriplanero”, del “vago”, del “grasa”. Sin entrar en el análisis sobre la composición de clase de algunas de las protestas más grandes y determinantes de los últimos años en el país (como lo fueron las manifestaciones en 2008 por la aprobación a las retenciones móviles a las exportaciones de soja; o las ocupaciones de la vía pública tras el “corralito” a los ahorros en dólares de 2001; o las marchas por la muerte del Fiscal Nisman en 2014), se asocia la protesta a la “barbaridad” y al carácter incivilizado de un proceder que desconoce las instituciones del orden vigente.
Pero la protesta social, además de consagrarse como un derecho, es una práctica política de denuncia y de visibilización de una situación de vulneración, negación o falta de acceso a otro derecho, tal como lo puede ser la alimentación, la salud, la educación, la tierra o la vivienda, la cultura o la identidad de género.
Años de investigación sobre conflictos, sujetos y organizaciones políticas que utilizan y elijen el corte o el piquete como forma de protesta demuestran que lo hacen como una vía de denuncia que tiene una situación prologada de demandas y necesidades desatendidas, olvidadas o desestimadas.
Son esos los verdaderos problemas de fondo que no podemos dejar de atender como sociedad, son esas demandas y necesidades sin solución las que un Estado que se dice promotor de la justicia y la paz social no puede negar o desestimar. Si eso sucediera, allí no caben más adjetivos que la incivilidad o la barbaridad de esa sociedad y de ese Estado que dejan sin amparo ni respuesta a sus integrantes más débiles. Más escandaloso parece, entonces, pensar que si no se llega a acordar una solución a esos verdaderos problemas de quienes protestan, en un lapso de 5 o 10 minutos, seguramente les valdrá como mínimo una imputación penal. Eso es una extorsión.
Si frente a un grupo social que sobre el escenario de la vía pública denuncia una situación de precariedad y riesgo, no tenemos más que un Estado que responde, antes que nada, con la fuerza y la amenaza, lejos de un modo dialoguista de sociedad, tenemos un modelo indolente, egoísta y fragmentador. En tales circunstancias, la ansiada paz social, o el mítico “orden público” se vuelven entelequias, eufemismos sin sentido.
Frente a ello no podemos sino preguntarnos otra vez qué significa la seguridad para esta sociedad: ¿seguridad para quién y para qué? Y otra vez no podemos sino denunciar que la seguridad viene hace varias décadas entendiéndose como sinónimo de policialización y militarización del Estado y de la sociedad entera. Aun cuando el cinismo parece no pesar sobre quienes no dejan de reconocer que la corrupción y el autoritarismo son dos notas propias de los cuerpos policiales de todas las jurisdicciones provinciales.
Desconocemos así que la única forma que tiene el Estado para responder a los problemas que genera la forma actual de organización social, política y económica es con represión y castigo. Para matar y violentar, alcanzan 5 o 10 minutos; para pensar y construir una sociedad con equidad y real libertad para todos y todas, necesitamos mucho más tiempo que eso.
*Integrante del Colectivo de Investigación “El llano en llamas”. Militante del Encuentro de Organizaciones- Córdoba.