Por Verónica Ocvirk. Dijo alguna vez que “antes que hablarle de Dios a una persona que no tiene techo, es mejor conseguirle un techo”. En un nuevo aniversario de su asesinato, la villa 31 le organizó un homenaje en el que se insistió en la necesidad de una iglesia pobre para los pobres.
El sábado se cumplieron 39 años de la muerte de Carlos Mugica, y ese día se llevaron a cabo distintos actos para recordarlo, incluida una celebración en San Francisco Solano, la parroquia de Villa Luro en la que el más conocido de los curas tercermundistas argentinos fue asesinado después de dar misa.
Pero el homenaje central no podía tener otra sede que la villa 31 de Retiro, el lugar en el que Mugica desarrolló la mayor parte de su labor comunitaria y donde fundó la parroquia Cristo Obrero. Ahí descansa su cuerpo y ahí se realizó el domingo una misa, luego un locro popular, una entrega de premios a quienes trabajan por el barrio y hasta un festival de folklore donde entre otros artistas tocó Víctor Heredia.
Una veintena de sacerdotes y seminaristas encabezaron la celebración al aire libre, dispuestos en semicírculo sobre una tarima poblada de globos, flores e imágenes de ese cura rubio y de ojos azules que fue muerto el 11 de mayo de 1974, cuando tenía 43 años. “Me gustaría poner de relieve la fe sencilla, pero también profunda, que se palpita en los pasillos de nuestros barrios. Porque ese es el legado de Mugica: no queremos una fe ‘para adentro’, sino una fe que se vive y se comparte”, señaló en su homilía el padre Eduardo Drabble. La misa, no obstante, fue concelebrada por distintos curas entre los que también estuvo José María Di Paola, más conocido como el “Padre Pepe”.
No se trató de una misa común: fue una ceremonia descontracturada en la que no faltaron los aplausos, la música y hasta un sentido feliz cumpleaños para Pepe, quien justo cumplía 51 años. Marta Mugica regaló un póster con la imagen de su hermano. Y todos los presentes pudieron, durante la lectura de las intenciones, expresar a viva voz sus deseos y sus sueños. Varios perros circulaban entre el público y los pibes jugaban a tirarse por la barranca que bordea la autopista Illia, mientras los curas pedían por micrófono que por favor se alejaran del guardarail, “no sea cosa que la fiesta se convierta en una tragedia”.
Se lo quiere a Mugica en la villa, de eso no caben dudas. Cuando vivía fue tachado de “sacerdote subversivo” y hoy -por lo menos en esa parte de Retiro- casi todo lleva su nombre: las plazas, los merenderos, las calles, los centros comunitarios. Hay pintadas en su honor y estampitas suyas circulan por doquier, incluso stencils con su rostro adornan las paredes de algunas casas.
“Me viene a la mente una canción que dice que ‘El que vivió con nosotros y en nuestra mesa comió”, recordó Martín Carrozza, otro de los padres de la villa. “Y me parece que la gente valora esa cercanía. Mugica marcó una manera de estar, una lucha por los más pobres compartiendo la vida con ellos”.
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930, en el seno de una familia acomodada. A los 21 años Carlos dejó la carrera de Derecho para ingresar en el seminario, y hasta ahí todo suena bastante convencional: la suya podría ser la historia del “llamado vocacional” de cualquier cristiano. Pero no, no fue el caso de Mugica. Por su vida pasaron diferentes sucesos -lecturas, influencias, reflexiones- que operaron una profunda transformación.
“En esa época vivía el catolicismo individualista”, reconoció él mismo en una entrevista a la revista 7 días en 1972. “El cristianismo es esencialmente comunitario” advirtió en esa nota. “Para entenderlo basta con acercarse al pueblo. Estar en contacto directo con él. Cuando yo estaba en el seminario iba a un conventillo de la calle Catamarca. Allí viví algo muy especial, trascendente en mi evolución. El día que cayó Perón fui, como siempre, al conventillo, y encontré escrita en la puerta esta frase: ‘Sin Perón no hay patria ni Dios. Abajo los curas’. Mientras tanto, en Barrio Norte se habían lanzado a tocar todas las campanas y yo mismo estaba contento con la caída”. El cura continúa aclarando: “Eso revela la alienación en que vivía, propia de mi condición social, de la visión distorsionada de la realidad que tenía entonces, y también la Iglesia en la que militaba, aunque ya por esa época muchos sacerdotes vivían en contacto con su pueblo”.
Aunque nunca apoyó en forma directa la lucha armada, solía aclarar que en América Latina existía una violencia institucionalizada: la violencia del hambre. Jamás se cansó de insistir en la necesidad de radicalizar el compromiso y cambiar las cosas de raíz. Hablaba, ya en los ‘60, de la “patria grande”. Y hasta llegó a decir en el programa de Bernardo Neustadt que el socialismo “es el régimen que menos contraría la moral cristiana”.
Era cantado que alguien con esas ideas no podría vivir demasiado tranquilo en la Argentina de los ‘70. Mugica no fue la excepción. “Debido a su ‘opción por los pobres’ concretada en una activa militancia social y por su independencia política recibió críticas de todos los sectores; amenazas de muerte y diversos ataques e intentos de matarlo. El 11 de mayo de 1974 fue emboscado cuando se disponía a subir a su Renault 4 azul estacionado en la puerta de la iglesia de San Francisco Solano”, dice Wikipedia, que también explica en su artículo sobre el cura que existieron distintas hipótesis sobre su asesinato, aunque la opinión mayoritaria se inclinó por imputar el crimen a la Triple A.
¿Por qué recordar entonces a Mugica? Guillermo Torre, párroco de la Cristo Obrero, fue quien remarcó ayer el llamado del papa Francisco a construir una iglesia pobre para los pobres: “la memoria del padre Carlos nos tiene que transmitir esa mística de servir en un compromiso serio en los barrios”. Víctor Heredia, antes de cantar, se refirió a “una historia de militancia y de lucha que no se va a olvidar nunca”. Por eso recordar a Mugica tal vez tenga que ver con su entrega incansable, o con el hecho de que fuera un idealista, alguien que luchó hasta el final y que supo además tener la cualidad más linda de un revolucionario.