En días en que el derecho a la educación se defiende frente a proyectos que buscan arrebatarlo, una reflexión sobre cómo garantizar este derecho más allá de la política educativa y en contextos de precarización de las condiciones de la vida.
Por Pablo Nolasco Flores
“De los pobres sabemos todo: en qué no trabajan, qué no
comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no
piensan, qué no votan, qué no creen… solo nos falta saber por qué
los pobres son pobres… ¿Será porque su desnudez nos viste y su
hambre nos da de comer?”
Eduardo Galeano, Los hijos de los días.
Es una realidad aceptada dentro del campo educativo que la escuela ha transitado una serie
de transformaciones producto de las grandes desigualdades socioeconómicas a partir de las
transformaciones del capitalismo. De hecho, es en ese marco en el cual se masifica la escuela,
ejemplo de ello es la instalación de la obligatoriedad del nivel secundario en el 2006. Esto
implica que el sistema educativo estatal realice numerosos esfuerzos para garantizar ese
derecho a millones de niños y adolescentes sin tener en cuenta a la clase social a la que
pertenecen. Y está bien que así sea, por eso lo defendemos. Pero, ¿qué sucede cuando, por un
lado el Estado destina dinero e impulsa reformas para garantizar ese derecho, a la vez que las
familias de los estudiantes caen con mayor violencia en los umbrales de la pobreza?
¿Cuándo somos conscientes de que tenemos un derecho?
Para ser consciente de que tenemos un derecho hay que atravesar la experiencia de poseerlo.
Es decir, nuestra existencia de vida tiene que sentir en su cotidianeidad que goza de algo que
le permite vivir mejor. Y luego, ser consciente de que ese derecho fue posible por una serie
de acciones direccionadas para lograr esto: ahí aparece la política. No obstante, cuando lo que
se observa es que más de un tercio de la sociedad transita una experiencia de vida
pauperizada y precarizada y un sector de la política le pide que no voten contra sus derechos,
se está cometiendo un error en el análisis de la situación, hasta incluso puede ser peligroso.
¿Hace cuantos años que nuestros estudiantes y sus familias viven mal?
Hace unas semanas se presentaron estadísticas que nos dan escalofríos: más de la mitad de
las infancias son pobres. Detrás de esos números lo que se encuentra es el fracaso del
capitalismo argentino y las variantes políticas que lo gestionaron: salarios cada vez más
bajos, una inflación incontrolable y la profundización del empleo informal. Esto significa que
hay millones de niños y niñas que habitan la escuela y que no pueden satisfacer de buena
manera sus necesidades básicas: alimento, vestimenta, vivienda, acceso a otros tipos de
bienes culturales y sociales.
¿Qué pasa con la pobreza en las escuelas?
En este marco, no dudamos de la enorme red de contención social que el Estado construyó
durante estos años para paliar los efectos de la pobreza. De hecho, la consideramos necesaria.
Sin embargo, tenemos que tratar de ir un poco más allá de la intervención estatal en la
carencia y poder pensar en cómo construyen su subjetividad quienes, viviendo en condiciones
de pobreza, asisten a la escuela. ¿Cómo construimos nuestros proyectos de vida las personas?
¿Cómo nos posicionamos frente a la vida y elegimos querer ser? Para poder decidir qué
querer ser hay un elemento muy importante, pero no el único, y esa es la existencia material
de vida, es decir, tener las necesidades materiales y simbólicas cubiertas.
Dentro del campo de las pedagogías progresistas (e inclusive de izquierda) hay un amplio
acuerdo en el rechazo a la idea de la ineducabilidad de los sectores de la población que más
sufren la pobreza, es decir, todos los niños y adolescentes tienen el derecho de acceder a la
educación. Sin embargo, pareciera que durante muchos años se dejó de discutir el problema
de que miles de familias vivan en esas condiciones. Nos habita una sensación de que se
naturalizó la pobreza, que se impuso como norma y por lo tanto, la escuela tiene que
enfrentar el desafío de educar a los pobres.
¿Siempre fue así?
En los años 70’, previo a la última dictadura militar, el salario real de los trabajadores estaba
en su nivel más alto y, además, el conjunto de la clase obrera obtenía cerca de la mitad del
producto bruto interno, es decir, la mitad del valor de todos los bienes y servicios producidos
en la economía nacional se iba a los hogares de familias trabajadoras en forma de salario.
Entonces, no es casualidad que ese mejoramiento en la vida material de los trabajadores
traería consecuencias positivas en el acceso y distribución de los bienes culturales, sociales y
educativos: mejor acceso a la escuela pública y mayores niveles de ingreso a niveles
superiores y universitarios. Es a partir de esta situación concreta que se construye el
imaginario de la movilidad social ascendente por medio de la escuela pública.
Debemos retomar esa historia y ese imaginario social para poner sobre la mesa la discusión
del por qué nuestros estudiantes y sus familias son cada vez más pobres. Pensar un proyecto
educativo sin ubicarlo en el marco de un proyecto político de país que incorpore reformas
estructurales en materia económica que le cambie la vida a las personas es en vano.
Ni la escuela ni la educación van a resolver las causas estructurales que generan pobreza y
exclusión social. No ignoramos que también existe mala praxis intencional, con las reformas
permanentes que las vacían de contenidos. Ni esto implica que no valoremos los avances que
el sistema ha realizado para que los estudiantes asistan a la escuela. Queremos que los
estudiantes vayan a la escuela, pero también queremos que dejen de vivir situaciones de
pauperización social como la que padecen. En todo caso, la escuela debe desnudar aquello
que está detrás de la situación precaria de millones de niños y niñas. Desnudar implica poner
sobre la mesa la pregunta que una vez se realizó don Eduardo Galeano: “¿Por qué los pobres
son pobres?”