Por Joaquín Chervero. Segunda parte de la entrega sobre los festejos en Paraguay en el día de San Francisco Solano, que en la Compañía de Minas se celebra entre plumas y disfraces de quienes recrean a los guaycurúes, indios evangelizados por el santo.
Una historia Payaguá
—¿Qué son los guaycurúes?
—Son los promeseros de San Francisco.
—¿Por qué no comulgan?
—Porque son promeseros, son pecadores ¿verdad? Los guaicurúes fueron indios salvajes que se lo comieron a San Francisco.
La metáfora de la consagración es nula y pierde sentido el ritual cristiano. Los guaycurúes mataron a San Francisco, y hoy no toman la hostia porque comulgaron con su padrecito del modo más directo posible. Cuando los feligreses de Minas dejan el comité parroquial para recurrir a los milagros del Santo se invisten en la piel (o plumas) de algo diferente a ellos, que es el recipiente de la carne de San Francisco. Es por esto que el atuendo de los promeseros no deja de ser un disfraz. En cierta forma, al vestirse con esas ropas, dejan de ser ellos. Son guaycurú ñemondé [vestidos como guaycurúes]. Recuperan desde un lugar alegórico la imagen de los indios evangelizados por San Francisco; su herencia y tradición es disfrazarse de guaycurú pero de ninguna manera se consideran sus descendientes.
Guaycurú es un otro. Guaycurú era como los guaraníes llamaban a los payaguá y otros pueblos rivales que limitaban su territorio. Estos grupos habían resistido la colonización con la misma intensidad y violencia con que se habían relacionado con sus vecinos guaraníes. Me cuentan que fueron ellos (otros) quienes devoraron a San Francisco. Eran feroces. Atacaban los caminos que llevaban a Asunción; emboscaban carretas y barcazas aprovechando su superioridad en el terreno de la cuenca del río Paraguay. Salían de la nada escondidos en el paisaje; eran, a ojos de guaraníes y españoles, guaicurúes [salvajes/ piel-sarnosa].
Los promeseros de San Francisco Solano recuperan a los payaguá desde esa distancia. Están vestidos de guaycurú, un salvaje que aún no aceptó la salvación. El rechazo hacia el guaycurú real, a los payaguá, se refuerza con mitos que sólo buscan hundirlos más en la barbarie.
Pero hay algo fantástico en el recuerdo de la historia: Francisco Sánchez Solano Jiménez sí estuvo misionando por el territorio que luego sería el Virreinato del Río de la Plata durante catorce años. Sin embargo es un mito su fin a manos de discípulos antropófagos. En realidad murió en Lima en 1610, con tiempo suficiente para despedirse de sus seráficos hermanos franciscanos, tomar la extremaunción y agonizar postrado durante cinco años. Pero, como ya se sugirió, la consagración mítica del guaicurú [salvaje] se da en el otro fin, en haber devorado a su padrecito permitiéndole así ser un mártir.
Los promeseros, que hablan guaraní, llevan un nombre que saben desdeñoso. No es un recuerdo que enaltezca a los payaguá [guaicurúes]. En la historia y en la reconstrucción que la celebración intenta los payaguá son fieras amansadas por la música. Es un recuerdo mítico del pasado, donde la parte india es exorcizada. San Francisco Solano, con su violín, misionó evangelizando a los ingratos indios que le dieron muerte; hoy, demostrando su abnegación, sigue curando a los guaicurúes [salvajes]. Funciona bien la construcción de sentido: la población se permite juegos carnavalescos, la iglesia aprueba hasta un cierto punto la transgresión sobre la liturgia, y una confluencia guaranítica y española acuerda en el mutuo desprecio a la barbarie payaguá. Sin embargo las explicaciones de las prácticas humanas tienen una complejidad que impide un cierre consumado. Si se rasca un poco más, una nueva piel puede aparecer.
Un silencio negro
Este año el pueblo recuperó la imagen original de San Francisco Solano, la primera que participó de los festejos. Ésta fue la imagen que (quizás jugando con la homonimia del Mariscal Francisco Solano López) algunos vecinos de la compañía llevaron hasta Ajos pidiendo por el fin de la guerra de la Triple Alianza. El coincidente cese al fuego acordó repetir la celebración todos los años. Pero cuando la familia Manchuca (propietarios de aquella figura) se mudó a Emboscada en la década del 20 el pueblo debió encargar una nueva imagen. Los vecinos hicieron una colecta, y con el dinero reunido una comisión de señoras fue hasta Tobatí para comprar la figura. Al regresar había ocurrido un cambio: Arrodillado frente a San Francisco Solano ahora había un indio; ya nadie entendía por qué en la anterior solía haber un negro.
En la casa de los Manchuca, el sobrino nieto de quien llevó la imagen a Emboscada me invita a ver la preparación de este otro santo. ‘Lo tenía un ciego que no era mucho de la familia’, me dice. ‘[La imagen] se quiso hacer encontrar’. Su casa es una de las más importantes del pueblo. Queda a un lado del camino principal y tiene en su frente innecesarias rejas. Cuando la familia habla replica la barrera que la arquitectura opone entre su propiedad privada y la comunidad. Respiran orgullo por haber recuperado la distancia simbólica de un santo privado. En la habitación del ícono sólo son bienvenidos familiares. Me permiten ver a la distancia la preparación de un San Francisco idéntico al anterior pero (esta vez) con un discípulo negro que se inclina orando a sus pies.
Ésta zona periférica de la Capital, frontera de la civilización, fue poblada con la piel negra que solía utilizarse en la peligrosa avanzada. En el siglo XVIII liberaron a lo largo del territorio 800 esclavos negros para resistir la violencia prehispánica. Y ellos fueron los guaicuru ñemondé [vestidos como salvajes] que buscaban espantar el mal de su territorio: los asedios de los rebeldes payaguá sobre los nuevos asentamientos. A lo mejor intentaron asemejarse a ellos para no ser reconocidos como extraños; quizá en su culto ya estaba la tradición de disfrazarse, y la incapacidad urbana de notar diferencias dentro del otro los igualó a los payaguá; puede entenderse, de todas formas, por qué adorar una figura que calma la bravura de los pueblos salvajes con música. Pero prefiero renunciar a las explicaciones. Descarto también todas las ensayadas más arriba: sólo fueron ejemplos para confesar incapacidad. Posiblemente el festejo sea producto de relaciones, partes y formas que no aparecen en esta breve exploración.
La gente no quiere que le digan que la fiesta tiene su influencia afroamericana. ‘[La imagen vieja] es oscura porque se hizo en otro lugar’. Se resisten a oír esta piel, rechazan cualquier parte ajena (payaguá, afroamericano) a esta compleja unidad que construye para sí el pueblo paraguayo. Rehacen la historia y sacrifican al santo en manos de una etnia caricaturizada en el festejo. Sólo se permite la unión de guaraníes y cristianos contra la barbarie. Pero hay registros donde asoma el otro relato, donde se exhibe una raíz negra. En los guaycurúes que bailan, entre los rasgos descubiertos de plumas, asoman los labios y la tez de un pasado africano. En el público que atiende el festejo también abunda el sólido color canela del mulato. La ubicua presencia de los bombos podría haber sido otro indicio. Son huellas de África que resiste.
Los 800 esclavos tienen su linaje perdido entre mestizaje y sincretismo. Los vecinos de la compañía reniegan de ese pasado. Pero muchos pueblos cercanos que no olvidaron su casta ni su festejo vuelven a Minas todos los años para celebrar una tradición que, bajo muchas reescrituras, consideran propia. Disfrutan de las máscaras y de la batucada. Recuerdan a lo mejor aquella vieja imagen que hoy vuelven a tener, donde un negro ora ante el santo. Se suman en silencio al festejo general sabiendo que, si bien no de una forma tácita, su piel está representada.
En las fiestas son permitidos comportamientos contrarios a toda lógica. Puede ser por su fugacidad o su bullicio, pero da la oportunidad de exhibir aquellas partes que suelen mantenerse en la oscuridad. Cuando creemos dar cuenta de algo (que una comunidad guaraní es disciplinada en un festejo cristiano, por ejemplo) un frenesí carnavalesco devela inadvertidas facetas. Una parte subordinada es visible en su pequeñez, en su opresión. Una parte negada es otra cosa. Está escondida, silenciada, y sólo queda revelada en las formas desnudas de la existencia; y pocas desnudan tanto como aquel festejo en que un hombre se permite ser un guaicurú.
Opa, opa [listo, listo].