Por Joaquín Chervero. La cultura popular paraguaya incluye entre sus historias el día de San Francisco Solano, que en la Compañía de Minas se celebra entre plumas y disfraces de quienes recrean a los guaycurúes, indios evangelizados por el santo.
En la administración del espacio, lo escondido no está ausente. Muchas veces espera con paciencia dejando presentir su aparición con un inminente peso. Ápe [acá] los chicos de catequesis cruzan guirnaldas con banderas paraguayas y papales frente a la capilla; upepé [allá] la banda ensaya escondida, sonando con bombos como latido de lejanía. Cuando el retumbo cesa hay un hiato de extrañeza que interrumpe la decoración. Hasta que una mano contra el parche de cuero vuelve a producir el túmb-túmb que resuena en todo el pueblo. Con esta música los guaycurúes siguen a la distancia la preparación de la fiesta de San Francisco Solano. Los vecinos de la compañía de Minas tienen que apresurarse, mañana es 24 de julio.
En uno de esos silencios una mujer cubierta con un pañuelo blanco sale de la capilla escondiendo un bulto. Baja por el camino principal hasta la ruta y al segundo, tercer toborochi [palo borracho] se mete terreno adentro por el espacio de dos alambrados que corren paralelos. Doña Ambrosia Tiffi descubre su cara al llegar a casa mientras su hija la ayuda con la carga. Me cuenta que ni los guaycurúes ni las malas gentes pueden saber que la imagen de San Francisco Solano va a pasar la víspera del 24 en su casa. “Hay que cuidarlo de ellos”.
En la comisaría de Emboscada, ciudad cabecera del pueblo de Minas, un oficial me habló de esta fiesta: “Voy a tener que ir; que va a haber mucho chupado guaicurú”’, dice con ese canto corrido paraguayo, ligando y acentuando palabras compuestas. “Los numeramos y registramos para que no haya maldades”. Empiezo a mentar estos guaycurúes, los devotos del santo, como figuras amenazantes. Los vecinos celan el ícono del acoso de sus tambores, y la policía debe cuidar su desmesura. La fiesta parece desarrollarse en un margen de lo que habitualmente entra en la abstemia moral cristiana.
A decir verdad, la elección misma del día es profana. Un 24 de julio de 1827 nació el hijo de Carlos Antonio López, primer presidente de Paraguay. El niño sería el caudillo del país durante la Guerra de la Triple Alianza, y durante su vida en todo el territorio se instalaría la costumbre de festejar su cumpleaños. El Mariscal Francisco Solano López no nació el día de su santo, sino que la historia paraguaya acompasó el día de San Francisco Solano (14 de julio) al natalicio de su héroe.
Hoy los devotos del santo acechan su imagen (o juegan a hacerlo) hasta que una familia elegida por el consejo de la parroquia le da asilo y lo embellece para su día. Este año fue doña Ambrosia, que después de dejar la imagen sobre la mesa con ayuda de su hija empieza a trenzar flores en su base.
Durante la madrugada del 24, los chicos de catequesis llegan a la casa de doña Ambrosia para desayunar frente al santo. Ella está feliz con las flores en la base: las mira a la distancia con satisfacción sin descuidar por los ángulos aquellos vasos que necesitan chocolatada con maicena, o los recién llegados que aún no han sido apropiadamente recibidos. La mañana pasa en una calma comunitaria mientras las gallinas y los perros limpian del suelo las galletas que caen.
Cuando las ollas comienzan a vaciarse los catequistas preparan a los chicos para la misa de las doce. El sonido de los bombos que por su homogénea constancia ya pasaba desapercibido empieza a crecer y otros instrumentos menos profundos ganan nitidez. Se distinguen unos platillos, algunos bronces, un organillo y la melodía de una armónica: son los guaycurúes que vienen para llevar a su padrecito a la capilla.
UNA CULTURA GUARANÍ
“San Francisco vino y los amansó a los indios que había acá”, cuenta un devoto.
Doña Ambrosia me muestra cómo quedó la figura; no busca de ninguna forma mi consentimiento pero igual certifico su belleza. Sobre un pedestal de flores naranjas, amarillas y blancas está el santo con su túnica marrón y corte franciscano. Sus brazos están flexionados y los dedos tiesos. Tiene esa rigidez presente en el arte sacro colonial a pesar de tener menos de cincuenta años. Sobre su mano derecha cuelga un hilo de costura y en el extremo anuda un violín y su arco; y para complementarlo arrodillado a sus pies con la cabeza gacha un salvaje vestido con un taparrabos de guepardo busca su bendición.
El indio converso. La historia escindida parece estar siempre presente en la existencia paraguaya, como si se resistiesen a olvidar su apostasía. El habla castiza que se interrumpe con los sonidos guturales del guaraní; la fe cristiana sostenida desde el rito; la iglesia resignada a las prácticas nativas. Es el recuerdo constante de su blasfemia, su falta o diferencia. Como si nunca dejasen de ser guaraníes cristianizados.
Los guaycurúes llegan a la casa de doña Ambrosia para recordar su propiedad. Son los promeseros de San Francisco Solano, son los indios que él evangelizó y traen consigo la música que los amansó. Llegan vestidos de pluma, hablando con voces agudas, haciendo ruido y riendo. Vienen sin solemnidad monacal. Son mascaritas de un carnaval cristiano. El recuerdo de su promesa al santo no los compromete a la penitencia ni a la abstinencia, sino al comportamiento salvaje del indio que la historia cuenta.
Sus atuendos son lo más distintivo de la celebración y lo que hace que cada año un par de turistas se acerquen a este pueblo. Los preparan durante meses con plumas de gallina y son el orgullo de cada familia: cada casa tiene su guaycurú y un milagro que agradecer. En su mayoría San Francisco Solano continuando con abnegación la práctica médica que desarrolló en vida, cura enfermos. Los agradecidos utilizan esos trajes por un par de años (si está pegado con engrudo) o hasta dejarlos como herencia (si son cosidos); pero sin importar la técnica con que los confeccionaron el suelo señala el paso de los guaycurúes con un colchón de plumas perdidas.
Los viejos del pueblo dicen que antes era mejor. Ya no se ven tantas plumas de avestruz y gallo, y las de gallina son menos vistosas. Además los guaycurúes son cada vez menos. Antes, en ese antes que refieren los viejos, la compañía de Minas se preparaba durante todo el año por este evento. Criaban perros para conseguir buenos parches en sus bombos, recolectaban urucú para teñir de rojo la piel desnuda, y don Gati donaba un animal para la gran comilona del 24 de julio. Ninguna de las personas que me cuentan estos recuerdos habla español, y dispongo siempre de un sobrino o vecino que entre tereré y tereré traduce el guaraní.
Los guaycurúes llegan a la casa que cuidó la imagen para conducirla a la capilla. Por el breve momento que dure la procesión el santo les pertenece y la presencia de los guaycurúes, esos bombos que resuena desde hace semanas en todos los rincones de Minas, llegará a su cresta. Prenden morteros. Don Runcho supervisa la desmesura. Es el cacique de los guaycurúes, el promesero más antiguo de este año. Sostiene su armónica como una batuta, y mientras camina para atrás enfrentando la marcha sacude sus manos al ritmo de la polca que empieza a sonar. Él guía la procesión desandando el camino ayer recorrido por doña Ambrosia. Se mete por una cancha de fútbol y le da un par de vueltas: dilata su momento guardando la imagen un rato más para los guaycurúes. Hasta que no pueden justificar otro desvío y llevan el santo a la puerta de la capilla donde monseñor Claudio Giménez espera para dar una misa pública.
La separación entre los promeseros y la iglesia se refuerza cuando los guaycurúes callan sus bombos y el silencio indica el momento de la doctrina muda. Los verdaderos protagonistas son los guaycurúes. Monseñor Giménez parece notarlo mientras da su misa. Pide que haya una Biblia en cada casa (que es su forma de hacer escuela) y narra la parábola de la semilla. Convive contra su voluntad con los guaycurúes, pero el arraigo de la devoción es evidente. Mientras hablaba, una abuela agarró una pluma del suelo y la enredó entre los pelos de su nieta. ‘Che guaicurumi’ [mi guaycurucita].
Aunque cristianos y devotos de su padrecito San Francisco Solano, ningún guaycurú comulga. La misa es un intervalo molesto de su festejo. Cuando la eucaristía concluye, monseñor Giménez anuncia el baile de los promeseros y con los primeros compases se retira por el fondo sin realizar la bendición final. Se sabe invitado en la fiesta de los guaycurúes.