Por paülah nurit shabel
Sendak, Dónde viven los monstruos
Y ahora, ¡que comiencen los festejos!
Rubí empieza la primaria en unas semanas. Va a conocer el edificio el primer día de clases, no creo que haya estado nunca en un lugar tan grande. En su timidez, probablemente no quiera hablar demasiado y se guarde unas cuantas preguntas sobre las funciones de cada uno de los cuadernos que ya tiene en la mochila esperando el primer timbre que anunciará su propia llegada. No está asustada, no le molesta madrugar y es hábil para las letras. Es más bien su práctica permanente de la cautela lo que la hará andar de un modo peculiar en la escuela. Para una institución que tiene doscientos años ella es lo inesperado y no al revés.
Priscila va a hacer cuarto año por tercera vez, dice que es su último intento. Ya tiene el instagram de varixs compañerxs de curso y creo que están planificando una rateada masiva para el primer viernes de clases. También se compró sus carpetas y útiles con la plata que hizo en la changa que agarró durante el verano. Le fue bien vendiendo porque es conversadora y puede hacer diez cosas a la vez, siempre y cuando ninguna sea quedarse en silencio. La escuela, que ya la conoce, no sabe muy bien qué hacer con ella.
Y la cuestión no es la escuela, sino lxs estudiantes. Cada persona que entra al aula es una criatura única en su especie, siempre anómala, siempre insólita en un aspecto diferente a lxs demás, y esa es una de las muchas definiciones de monstruo, justo la que me gusta. Cualquiera que haya visto una buena cantidad de películas sobre el tema sabe que los buenos monstruos vienen de a uno, que no hay dos iguales y que a lxs humanxs les es difícil entrar en diálogo con ellos tanto como a los monstruos les cuesta entenderse entre sí. Y esta es exactamente su magia, la de monstruos y estudiantes: siempre son el desorden que trae la novedad, la posibilidad de fuga de lo existente que interrumpe la reproducción de la mismidad. Cuando entran al aula, ya nada será como lo planificamos.
Entonces, ¿cómo se hace una sola escuela para tanta variedad de criaturas? O al revés, ¿por qué la escuela es ese lugar fantástico donde es posible el encuentro con lo inédito de cada monstruosidad? Las prácticas de la pedagogía cuir tienen algunas cosas para decir al respecto, haciendo de la desviación una decisión contra la homogeneidad que daña y habilitando alianzas inesperadas en el espacio escolar, de esas que hacen la vida más amable para alumnxs y docentes.
NIÑX, OTRX, MONSTRUX
Para quienes trabajamos en las aulas con niñxs y adolescentes, su comparación con los monstruos no es especialmente novedosa. La literatura sobre el tema lxs ha puesto en el lugar de animales, demonios y salvajes tanto como se lo ha permitido el discurso civilizatorio de una educación para domar a las fieras (*Sarmiento intensifies*). En este relato desarrollista quienes resulten moldeables por la instrucción estarán listos para una vida correcta en la casa y el trabajo, y quienes se resistan demasiado deberán ser encerradxs en granjas o cárceles para menores, sino muertos por las fuerzas de seguridad (*Berni intensifies*). Quizás suena un poco a siglo XIX la clasificación, pero las cosas no han cambiado tanto desde entonces para el grupo poblacional más joven, que además ha sido la variable de ajuste económica de la crisis pandémica mundial: son lxs más empobrecidxs y lxs más pobres en todo el planeta. Lxs niñxs han resultado ser todo menos privilegiadxs.
Ya habían aparecido lxs pibxs zombie en la escena neoliberal del paco y la pauperización de la vida, frente a lo cual se practicó la reapropiación de la injuria desde una Pedagogía Mutante que hizo de la palabra zombie una la posibilidad de nombrar otros modos de existir que requieren de una profunda creatividad educativa para acompañar el crecer. Al final, lxs niñxs eran criaturas, pero somos lxs adultxs quienes damos miedo en nuestro intento por normalizar todo lo que tocamos y hacer encajar la multiplicidad en un par de casilleros. No educamos en la diversidad de una publicidad de Benetton, sino en el tacho de basura de un sistema global que sigue viendo en América Latina el subdesarrollo humano. Por suerte, no queremos ser más esa humanidad.
Si bien es cierto que las vidas cotidianas de las infancias no pueden cristalizarse en un par de imágenes –algunxs niñxs deben estar disfrutando de sus vacaciones en el cristalino mar del Caribe y otrxs trabajando en la cosecha bajo el abrumador rayo del sol- probablemente todxs quieran comprarse algo que no tengan y sí tengan muchas dudas sobre cosas como el sexo y la muerte. En Argentina, todxs irán a la escuela. Y eso es hermoso y difícil.
Las pretensiones universalizantes de la cultura occidental nos han costado varios geno/eco-cidios, pero ningunx docente va a renunciar a la idea de que en las aulas entramos todxs. La pregunta es, una y otra vez, cómo son esas aulas donde lo que crece es la monstruosidad que porta cada unx en su singularidad, mientras todxs mutamos como producto de las recíprocas afectaciones. Quizás, la propuesta cuir es por la radicalización de la extrañeza intergeneracional habilitando pedagogías de la calidez para quienes siempre serán lo distinto a nosotrxs.
En definitiva, cuando hablamos de las infancias lo hacemos desde el exilio, desde lo que no somos, pero con lo que establecemos una relación apasionada. Esa extranjeridad a la que nos obliga el paso del tiempo nos da, sin embargo, la posibilidad de gestar el entre desde donde pensarnos y narrarnos, en diferencia pero en comunidad. Derrida habla de la hospitalidad como una forma de bienvenir a lo desconocido en el hogar y ofrecerle una taza de té con galletitas para que se disponga a intercambiar historias de los dos mundos. Suelo pensar en eso cuando me toca el desayuno en la escuela, ese ritual maravilloso que sólo puede darse con alguien que no es igual a mí, sino con una otredad opaca, que siempre se me escapa. Es en esa ininteligibilidad que radica el interés de la charla, que tiene sentido mientras se sostenga lo imposible de una traducción exacta y no en un progresivo mimetismo, o peor, fagocitación de una parte por la otra. Para prestarnos atención mutua es importante que existan incongruencias en los modos de hacer y entender las cosas. O sea, que haya conflicto y desacuerdo.
Esto quiere decir que tomar el té con los monstruos conlleva sus riegos. Son impredecibles los efectos de nuestros relatos sobre cada una de esas criaturas, que a veces gritan, muerden, revolean útiles por los aires y nos miran con un desprecio que duele. Ningún acuerdo de convivencia puede prevenir el desorden inherente a la vida en comunidad –aunque un buen trato puede resultar una efectiva política de reducción de daños. Y si conversar ya tiene sus complejidades, imagínense tener que aprender algo nuevo, una tarea en general esforzada y frustrante, que da bronca un buen rato hasta que algo se acomoda (¿los esquemas?) y ¡ah! La profunda satisfacción de entender algo. Pero casi todo el tiempo es confusión, no vamos a engañar a ningún monstruo con eso.
Compartir el aula con la alteridad etaria significa tener mucho para contarles a lxs recién llegadxs al mundo acerca de cómo es que funciona todo esto que ya estaba cuando nacieron y, a la vez, entregarse a la certeza absoluta de que ese mismo mundo es un lugar diferente porque ellxs existen en él como una primicia. Niñxs y adultxs nos desconocemos cuando llegamos a la escuela, pero elaboramos estrategias de aproximación con el conocimiento en el centro del vínculo. Lxs estudiantes son el acontecimiento de la existencia encarnado en cada cuerpo frente al pizarrón. ¿Y el cuerpo docente?
MAESTRXS MONSTRUXS
Las pedagogías cuir también nos permiten pensarnos a lxs docentes como monstruos y, en nuestra mejor versión, somos la pesadilla de la educación neoliberal. Profanamos, conjuramos y despabilamos sublevaciones, somos buenxs conspiradorxs y sabemos hacer mucho enchastre. val flores juega con la figura del vampiro para urdir una pedagogía de la mezcla que desestabilice el binarismo de las ideas, mordiendo aquello que se considera absoluto y claro para contaminarlo con preguntas, hibridarlo con otros conceptos y forzar su mutación. En los afilados colmillos de esta maestra tortillera la educación es una traición a cualquier pureza, en tanto enseñarle algo a alguien es afectarlo e incitar lo sorprendente, tratar de provocar que pase algo diferente a lo que hubiera ocurrido sin ese aprendizaje. Así que educar es, necesariamente, torcer el desarrollo.
Un monstruo clásico del campo educativo es Frankenstein, pero no me interesa aquí volver sobre la propuesta de Meirieu, sino prestarle atención al sobrenombre que la propia Mery Shelley le dio a su criatura-creador: el moderno Prometeo. Este titán griego, que le robó el fuego a los dioses para ponerlo a disposición de la humanidad, tiene mucho de profe en la escuela. Creo que parte de la monstruosidad docente está en nuestro acto permanente de profanación, en sacar el conocimiento de los templos exclusivos de su producción y hacer de la información un bien plebeyo, embarrado, para todxs, pegado con figuritas del mundial sobre una planilla de notas viejas. Blasfemamos sobre las verdades absolutas en una irreverencia que no es solamente la de irrumpir en espacios sagrados (como el laboratorio o el poder judicial) y robar la data para exhibirla en el centro de la plaza pública, sino la de quedarse al lado de quienes van llegando para compartirles el sentido que supimos conseguirle a cada cosa.
La educación no es una revelación divina de saberes definitivos, es todo lo contrario a una práctica santa. Es más bien un hacer irregular del desbarajuste porque no enseñamos definiciones ni fechas, sino aquello que hemos hecho lxs humanxs con eso que existe, que es necesariamente confuso y perfectible, atravesado a su vez por la historia de todo lo que no es humano. Lxs docentes somos el Frankenstein de cada día y llevamos adelante una monstruosa ética de la profanación sin más finalidad que contagiar el placer por aprender y animar a cada estudiante a deformarse/nos/lo todo lo que exponemos, que es en la erosión de lo existente se van abriendo ventanas para salir juntxs en el recreo a tomar un poco de aire y sol.
Otras criaturas terribles que se nos parecen a lxs educadorxs son las brujas, porque practicamos la hechicería y evocamos lo que no existe. La puerta del aula es el umbral hacia la dimensión desconocida y la tiza la llevamos de amuleto de la suerte para extender nuestras capacidades físicas con la técnica de la escritura y multiplicarnos en discurso y marca gráfica sin demasiado esfuerzo. Con pócimas desplegadas en secuencias didácticas hacemos aparecer números imposibles –piensen en las cifras negativas- y le damos vida a objetos absurdos como el planeta júpiter o un átomo.
Mi magia favorita de bruja-profe es la del tiempo que trastocamos en, por lo menos, dos sentidos. Uno, porque hacemos del aula un espacio de encuentro entre generaciones donde las edades se miran a los ojos y el cuidado mutuo centellea las palabras que retumban en la cartulina mal pegada frente al pizarrón, burlando el adultocentrismo heredado. Conjuramos lo intergeneracional conectando de modos inesperados lo existente, haciendo arder en la puerta de la clase los libretos etarios predeterminados mientras un par de estudiantes tratan de hacer andar el proyector que acaba de comprar la cooperadora y otrx me disculpa el mate que volqué en su examen mientras lo corregía.
El segundo desvío temporal lo invocamos en nuestras aulas cuando logramos una fantasía de aprendizajes sin apuro, inventando una hora cátedra donde siempre hay un rato más para volver a explicar lo que haga falta. Hechizamos los minutos para que “sin correr” no sea una orden de quietud sino un llamamiento a la pausa como apuesta pedagógica. Nos inventamos los mil trucos para combatir la ansiedad de la respuesta correcta, la buena nota inmediata y la permanente evaluación de cada gesto. Y hasta convertimos el “no lo entiendo” en una cuestión temporal haciendo aparecer al final la palabra un “todavía” mientras obligamos al curso entero a repetir en voz alta el encanto de la educación pública: ¡abracadabra, todxs pueden aprender todo!
El último monstruo que quiero traer a esta genealogía cuir de la docencia es el de Medusa. Su historia resuena en nuestra condición de trabajadorxs de la educación. Como tales, nos han bastardeado, despreciado, ultrajado, denigrado. Nos castigan a diario por cumplir una función social creada por el falogocentrismo occidental, como fue castigada Medusa ante la violencia ejercida por otro sobre ella. Nos han dicho que debemos permanecer silenciosxs fuera de las aulas, obedientes a los directivos e intelectuales endiosados del poder de la verdad pedagógica. Medusas decapitadas como ejemplo perfecto de la neutralidad que deberíamos portar frente a todos los temas.
Pero de nuestro cuello lastimado brota la solidaridad de clase y la sororidad feminista y ahora estamos enojadas, llenas de ira por el maltrato de los sucesivos gobiernos que odian nuestro trabajo porque le temen al pensamiento crítico del que somos guardianas. Alimentadas del espíritu desobediente de Medusa, nos hicimos docentes incumpliendo el mito patriarcal de la maternalización de nuestra profesión e incomodando a los supuestos héroes con nuestros cuerpos –lesbianos, maricas, gordos, marrones, demasiado jóvenes y demasiado viejos- y con las palabras que usamos para nombrar el mundo. Rugimos contra las narrativas de la vocación y la miseria de nuestros sueldos. Contrabandeamos deseo en las aulas habilitando una disponibilidad física para la contingencia del encuentro con lo inesperado de cada una de las infancias, que nos interpelan en nuestras propias deformidades para forjar un mutuo entendimiento. Somos un sindicato de medusas y haremos piedra a quienes vulneran nuestros derechos.
LA PEDAGOGÍA CUIR NO EXISTE
Lo cierto es que nadie sabe muy bien qué son las pedagogías cuir y cualquier definición atentaría contra su propuesta, que procura atentar contra sí misma para no volverse receta ni verdad. Quizás, como dice Britzman, conviene pensarla como una serie de prácticas y estrategias del hacer para oponerse a la normalización de lo existente en cada caso y es en este sentido que la figura de monstruo puede sernos útil. Cada criatura áulica tiene sus mutaciones, algunas dan ventajas y otras complicaciones a la hora de cumplir con el currículum, pero todas producen dolor si esperamos que la escuela reproduzca las personas que ya somos o las haga mejores en la lógica de la acumulación de este sistema. O sea, más competitivas y productivas, con más diplomas y medallas apiladas, necesariamente más ansiosas y angustiadas, probablemente no más enriquecidas por ello (vieron que la meritocracia es la estafa piramidal definitiva del capitalismo).
Hace más de 200 años que la escuela existe como el espacio otro de la casa y la familia, y esto lo subrayan educadorxs de las más diversas tradiciones y tendencias. Ir a la primaria y a la secundaria es interrumpir la continuidad de lo conocido y exponerse a lo incierto, también para quienes somos docentes. No se me ocurre una mejor explicación de lo cuir que la radical otredad a la que nos empuja una tarde en un aula, si logramos suspender el pánico por lo distinto y la tendencia a su destrucción –que también enseña la escuela- y entregarnos a la fiesta de los monstruos que, con tanta belleza, convida Sendak en su libro.