Por Maru Correa. En la semana contra la violencia hacia las mujeres, el cuerpo de ellas es un frente de batalla. Al parir, la institución médica invade y obliga a adaptarse a su comodidad. Marcha comparte testimonios de quienes optaron por alternativas.
Parir: (del latín parere) expulsar en tiempo oportuno, la hembra de cualquier especie vivípara, el feto que tenía concebido en su vientre. Es la definición enciclopédica de un verbo que indica una acción natural por excelencia, la de hacer nacer, alumbrar, dar a luz. Pero también es un término investido por la sociedad capitalista de un sentido estrictamente calculable, empírico e incluso comercial. Es la mirada hegemónica sobre el nacimiento de los seres humanos.
Parece un concepto frío, alejado del sentir profundo que envuelve a cada mujer y a su pareja, si es que la tiene, en el embarazo, el trabajo de parto, el parto y el postparto. La medicina acredita la distancia entre el profesional y la paciente, el que sabe y la que no sabe, el que manda y la que obedece. En un momento de la vida tan cargado de emociones instintivas, esas emociones se anulan y la disparidad se potencia. La mujer-sujeto es invalidada y se convierte en parturienta-objeto.
Sin embargo, no se trata de subestimar a la medicina. Al contrario. Fue, es y seguirá siendo fundamental, pero muchas veces los profesionales que la ejercen vulneran los derechos de las personas a las que asisten. En este caso, el derecho de la mujer a experimentar un parto lo más pleno posible.
Se trata de buscar intimidad, que no es necesariamente soledad porque involucra a quien elija para compartir esas horas intensas de dolor y placer simultáneos: su pareja, una amiga, la madre, una partera, el o la obstetra, su doula. Y también es la posición que adopte su cuerpo, la necesidad de gritar y de hacer lo que salga de su alma sin que nadie la juzgue, la critique o la reprima. Sin violencia obstétrica.
Para proteger esta voluntad ancestral, la lucha feminista dio en 2004 uno de sus frutos: la Ley Nacional 25.929 de Parto y Nacimiento Humanizado, cuya autoridad de aplicación es el Ministerio de Salud de la Nación y debe ser ejercida en todos los centros de salud públicos y privados del país y por todas las obras sociales y prepagas.
Gisela, la “rebelde”
Gisela es profesora de lengua y literatura, tiene 33 años y el 8 de febrero de este año fue mamá de Maitena, su segunda hija, después de Oliverio. Soportó los típicos vaivenes del protocolo obstétrico pero también estudió las ventajas del parto natural, leyendo o participando en foros de Internet. Por eso, ella y Cristian, su marido, en todo momento buscaron el respeto frente a indicaciones inflexibles.
-¿Sentiste que tus derechos fueron vulnerados durante la atención que la clínica te brindó en el parto?
-Sí, no me dejaron elegir la posición en el expulsivo, me apuraron en ese momento dirigiendo el pujo cuando yo recién empezaba a identificar las ganas de pujar, me hicieron episiotomía no sólo sin mi autorización, sino que ni siquiera me avisaron, me separaron 15 o 20 minutos de mi marido al entrar a la sala de parto, a pesar de que pedía por él desesperada. El obstetra me trató de rebelde porque le decía que no a muchas cosas que me quisieron hacer, como colgarme las piernas, que por suerte logré que no lo hicieran. Y me dijo ‘vos tenés que hacer lo que nosotros te decimos, no lo que vos querés’.
Precisamente, el artículo 2 de la ley establece que toda mujer tiene derecho “a ser informada sobre las distintas intervenciones médicas que pudieran tener lugar durante esos procesos, de manera que pueda optar libremente cuando existieren diferentes alternativas”, y a que “se facilite su participación como protagonista de su propio parto”. También, “a estar acompañada por una persona de su confianza y elección durante el trabajo de parto, parto y postparto”.
Gracias al bagaje de información que Gisela tiene ahora, a diferencia de la experiencia de cesárea con Oliverio, asevera: “Con Maitena no iba a dejar que manejaran mi cuerpo a su antojo porque ya sabía de las intervenciones que hacen para apurar los tiempos del parto y cómo programan cesáreas hasta para que no les caiga un fin de semana o en su fecha de vacaciones”.
Claro que hay circunstancias donde la vida de la mamá o el bebé corre riesgo, y entonces la cesárea es el recurso. Pero la violencia institucional, y dentro de ella, la obstétrica, ocurre cuando la forma de parir es caprichosamente acorde a la comodidad del profesional antes que a la de las mujeres, que son las que tienen el cuerpo a full. Tantas intervenciones, como goteo, peridural, tacto continuo, posiciones incómodas, episiotomía, oxitocina, obstruyen el proceso y lleva a practicar cesáreas innecesarias. Es la llamada “cascada de intervenciones”.
“Hay mucho prejuicio, se cuestiona mucho a la mujer que sale del sistema, pero nadie se pregunta por qué el sistema es tan violento que hace que la mujer ya no pueda confiar en él”, opina Gisela.
Al calor del hogar
Eugenia, musicoterapeuta de 32 años, trajo al mundo a Itatí el 14 de octubre último, su segunda hija después de Salvador. Eligió su hogar para vivirlo, junto a una obstetra, una doula y Javier, su compañero. A cada contracción, una acción para aliviarla: música, masajes, ejercicios y todo lo que pudo brindarse, además de la lectura previa sobre el tema y de algunas participaciones en un taller de eutonía.
– ¿Qué diferencias experimentaste entre el parto de Salvador y el de Itatí?
-Por consejo de la eutonista, esperamos hasta último momento para salir a la clínica. Así que mi primer parto fue bueno, de alguna manera porque llegué para tener. Así y todo me ataron y parí acostada mientras escuchaba cómo el equipo médico hablaba de cualquier cosa. Aún con un parto ‘rápido’, recuerdo que una obstetra me dijo que el bebé no iba a salir porque gritara, cosa que habla de un gran desconocimiento. En cambio en el parto de Itatí estuvo mi compañero, nadie me apuraba, nadie me cortó ni obligó a ponerme de una determinada manera, ni me silenciaron. No hubo medicamentos porque no fue necesario y mi hija nació escuchando las voces de sus padres, la pudimos tener en brazos enseguida, lo que favoreció el amamantamiento y por ende poco sangrado en los días posteriores, entre otros beneficios. Una mujer nació diferente.
Eugenia sostiene que “en realidad una debería poder parir en una clínica u hospital o en la casa, sin pagar de más y que la respeten” y que “ésta debería ser una opción más que cubra la obra social y no algo de acceso ‘exclusivo’”.
Nuestro cuerpo, nuestro reloj
Por fuera de las diferencias entre ambas maneras de alumbrar, Gisela y Eugenia coincidieron en que sus propios cuerpos fueron los que les pedían cómo actuar, y que eso les daba seguridad. Gritar, gemir, caminar, ponerse en cuclillas, acostadas, agarradas de un mueble o en cuatro patas, tomar de las manos a sus parejas, pedirles la mirada, exigir silencio, bañarse, dormir, llorar, saber que era momento de empezar a hacer fuerza, o que aún faltaba. Ellas mismas le dieron cuerda al reloj.
Así, con todo el dolor del acto, las dos recuerdan la felicidad que las invadió al ver cómo las pequeñas se deslizaban entre sus piernas.
“Pura emoción, alivio, mi marido diciéndome que era muy valiente”, rememora Gisela. “Lloramos, la ponen en mi pecho, tan tibia, la beso tanto, no podía creer que lo había logrado. Fue muy fuerte, y a pesar de que no fue como lo soñé, sentí que era yo la que lo había hecho, que no me la arrancaron, que fue lo mejor que pude, que yendo por guardia podría haber terminado en otra cesárea, pero logré confiar en mi cuerpo y parir, renacer, transformada en una mujer muy poderosa”.
Eugenia también sintió esa soberanía. “Es fácil describirlo pero imposible transmitir la sensación de seguridad aún en el dolor. Javi seguía preparando el lugar de la casa que habíamos elegido para recibir a Itatí. Comí, tomé mate, canté y toqué mi piano. Estuvimos solos, escuchando música que habíamos seleccionado y haciendo ejercicios. Con dolor pero donde quería estar. Nadie me apuraba, nadie hablaba de cualquier cosa, nadie me medicaba. Todo era dolor y esperar a Itatí”, detalla Eugenia, y cuando esa espera llegaba a su fin, pidió silencio, hizo un nuevo pujo, otro más y la chiquita se liberó.