La arquitectura financiera internacional cruje por todos lados. Desde todos los ángulos del espectro ideológico y político están reconociendo que la pandemia mostró las limitaciones que tiene el actual armado económico mundial para lidiar con la crisis. Apuntes para afrontar una deuda insostenible.
Por Francisco Cantamutto / Fotos: ANRed
Entre los tantos aspectos que se discuten hoy en día en torno a la economía a nivel global está el problema de las deudas que, según el Instituto Internacional de Finanzas, triplican el PBI mundial. En particular, según lo revisó el FMI en un informe reciente, la deuda de los Estados alcanzó al PBI mundial. Esto significa que hay una gigantesca maquinaria funcionando que redistribuye la producción del mundo en favor de los acreedores.
Esto ha generado la interpretación de que la salida de la crisis de la pandemia va a arrastrar durante muchos años el problema de los pagos de la deuda. Aunque no se vea una cesación de pagos generalizada, y en la medida en que los Estados tengan que estar pagando los intereses y servicios de la deuda, van a contar con menos recursos para poder lidiar con las necesidades de invertir en garantizar los derechos de la población.
A nivel internacional, a lo largo de la pandemia, el FMI puso alrededor del 12% de su capacidad prestable a disposición para 87 países. En total, les prestó aproximadamente el doble de lo que puso a disposición para la Argentina de Cambiemos en el 2018. Ciertamente, no parece una gran cifra. Al mismo tiempo, ofreció alivio de deudas, es decir, condonación de deuda a 29 países muy pobres y endeudados. A esos países se les perdonó deuda por poco más de 700 millones de dólares, una cifra que no tiene ningún peso en la economía global.
¿Qué más hizo el FMI en la pandemia? Recientemente creo un fondo para financiar vacunas y algunos otros gastos ligados a la cuestión sanitaria. ¿Cuánto puso a disposición para este fondo? 50 mil millones de dólares, que es un poco menos que lo que le habilitó a la Argentina de Cambiemos en 2018. Además de esto, en coordinación con el Banco Mundial y el G20, creó una iniciativa de suspensión de los servicios de la deuda durante unos meses para generar el espacio fiscal a los Estados. 73 países del mundo podían entrar a esta iniciativa que fue prorrogada en varias ocasiones y actualmente está vigente hasta finales de este año.
De los 73 países, solamente 46 aceptaron entrar a la iniciativa ante la urgencia de dejar de pagar parte de estos fondos. ¿Por qué no todos aceptaron esta alternativa? Básicamente, porque no contemplaba al conjunto de los acreedores oficiales. Por ejemplo, no estaba coordinada la acción con China, que es el principal Estado prestamista a nivel mundial, pero tampoco contemplaba al funcionamiento del mercado financiero internacional. En la medida en que un país declaraba tener problemas financieros para pagar la deuda, las agencias de riesgo le bajaban la calificación y esto hacía que le resultara más caro tomar crédito en el mercado internacional. Es decir, a cualquier país de ingresos medianos llegar a declarar que tenía problemas financieros para entrar en esta iniciativa le podía crear más problemas que soluciones, de manera tal que muchos no recurrieron a esta iniciativa a pesar de necesitar aprovecharla.
Desde diferentes foros multilaterales y organismos se han planteado estas mismas críticas: la falta de contemplación de países de ingresos medios; la falta de un horizonte en la suspensión de servicios de un plazo largo que no sea prorrateado cada pocos meses; la falta de alivios reales de deuda para países fuera de un núcleo reducido de países pobres, pequeños y muy endeudados; la falta de consideración a los sobrecargos que se le imputan a los países por pedir prestado por encima de su cuota, algo que afecta en particular a la Argentina. El informe 2020 de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), la agencia de la ONU destinada al análisis de los procesos de desarrollo, ya aclaraba estas mismas críticas, sugiriendo la creación de una agencia calificadora de riesgo a nivel internacional.
En este marco general, la iniciativa más fuerte del FMI para lidiar con la pandemia fue la aprobación, en agosto, de la emisión de los Derechos Especiales de Giro, que vendría a ser la moneda de reserva del FMI, solventada por las monedas fuertes que garantizan el sistema financiero internacional.
La emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG), equivalente a 650 mil millones de dólares, la más grande de la historia del Fondo, se repartió según la participación accionaria de los países que son parte del mismo. De esta manera, un grupo de 40 países desarrollados recibieron dos terceras partes de la emisión. Muchos de estos países ya habían hecho sus propias emisiones en dólares y en euros y no necesitaban de los derechos especiales de giro y así lo hicieron saber. Es decir, la mayor parte de este paquete fue a países que declaraban no necesitarlo. El restante tercio se repartió entre 150 países de ingresos medios, medios bajos y bajos, quienes sí estaban requiriendo gran parte de estos derechos. De manera que esta emisión para proveer liquidez no se destinó prioritariamente a aquellos países que más la necesitaban.
Entre esos países está la Argentina, que tiene el 0,67% del capital accionario del FMI y recibió una cuota de derechos especiales de giro equivalente a eso: cerca de 4.334 millones de dólares. Estos derechos que llegaron por una ventana en septiembre, y empezaron a irse por la otra ventana para pagarle al propio FMI. De hecho, en la misma semana en que Alberto Fernández hablaba de “deudicidio” ante la Asamblea General de Naciones Unidas, se le pagaba al FMI un primer vencimiento por unos 1.880 millones de dólares. Se prevén otros dos pagos más antes de fin de año, que consumirían prácticamente todo lo que resta de esos Derechos Especiales de Giro recibidos. A pesar de que el Fondo dice que los derechos especiales entregados pueden ser usados libremente, al mismo tiempo demanda cobrar, obligando a la Argentina a hacer un malabar contable para devolverle lo que recibió apenas días atrás.
En este marco de contradicciones, el presidente Alberto Fernández declaró en su discurso en la ONU la existencia de una suerte de “deudicidio”. A buena hora que se reconoce la situación que está atravesando no solo la Argentina, sino un conjunto de países de todo el mundo. En esa idea de “deudicidio” se contienen varias más, que forman parte una discusión más amplia y generalizada: la necesidad de una agencia calificadora multilateral, la necesidad de contemplar los problemas de países de ingresos medios, de ampliar en plazos y alcances las iniciativas de suspensión de los pagos y de alivio de la deuda.
Al mismo tiempo, Alberto Fernández pidió que se tuvieran en cuenta los principios rectores aprobados en la propia ONU sobre la reestructuración de deudas soberanas. Estos ponen sobre la mesa la necesidad de contemplar los derechos humanos en la reestructuración, que sea compatible con la realización de nuestras condiciones de vida. En ese sentido, lo que hay presente es un llamado a reconstruir la institucionalidad vigente, de acuerdo al tono del discurso.
La última de las propuestas que hizo el Presidente tuvo que ver con considerar un posible canje de deuda por Acción Climática, algo que viene impulsando en distintos foros de manera sistemática la Argentina. Sobre esta última idea aún faltan precisiones, no solo en el discurso, sino en el debate general. En principio, aprovechando el acuerdo sobre la crisis climática vigente, el gobierno argentino estaría proponiendo realizar alguna especie de canje de los títulos de deuda o las acreencias en general por inversiones en materia de mitigación o adaptación al cambio climático.
En ese caso, los acreedores deberían aceptar financiar en parte estas inversiones, para lo cual algún tipo de prerrogativa estarían exigiendo. Quizás el antecedente más cercano para pensar este paralelo, según nos propuso la investigadora y docente Karina Forcinito, es las negociaciones que tuvieron lugar en lo que terminó siendo el Plan Brady. En esa oportunidad se les reconoció a los bonistas a valor nominal una deuda que tenía bajo valor real en el mercado y la posibilidad de ser canjeada por capital accionario en las privatizaciones. De todas maneras, sobre este aspecto faltan precisiones para elaborar.
Lo que es llamativo, que se mencionó en la Asamblea General de la ONU, tiene que ver con que no fue la Argentina sola quien se pronunció en relación a estos problemas. Al menos España, Colombia, Bolivia, Sri Lanka, México y Togo, son algunas de los países que se pronunciaron en favor de alguno de los aspectos señalados en el mismo discurso de Alberto Fernández, explicitando que se trata de un problema general el de la deuda. En un sentido semejante se expresó Antonio Guterres, Secretario General de la UNCTAD, en la 15ª apertura de sesiones del organismo. Concretamente, enfatizó la necesidad de redistribuir los DEG emitidos, ampliar las iniciativas de suspensión de pagos, así como los alivios de deuda, e involucrar a los acreedores privados en la solución.
Una alternativa que no ha sido explorada hasta el momento, al menos no en la diplomacia explícita, ha sido justamente reunirse con aquellos países que son deudores en el mundo y que requieren de soluciones coordinadas. La sola posibilidad de confluencia de países deudores es una amenaza fuerte que a los acreedores en general no les resulta para nada gratificante. De hecho, en gran medida, este fue el resultado de las confluencias del consenso de Cartagena, del cual participó activamente Argentina durante la década de los 80. En aquel entonces, sin llegar a proponer un club de deudores, se propuso tener un marco común de negociación. Este solo hecho encendió todas las luces de alarma de los Estados y los acreedores privados, obligando o forzando a acelerar las tratativas antes que tener negociaciones coordinadas.
En aquel entonces, ese rol lo asumió el FMI bajo los preceptos de las ideas neoliberales, forzando a las reformas estructurales que conocimos. La idea de coordinar un club de países deudores, intercambiando información técnica, conocimientos, estrategias de negociación y, por qué no, la amenaza de cesación de pago coordinada, pondría a los acreedores realmente contra las cuerdas. Es una oportunidad única que la Argentina no está explorando.
La Argentina necesita enfatizar como estrategias de apalancamiento político tanto la cercanía con otros países deudores como la movilización social. Si la discusión queda reducida a un problema técnico, va a ser siempre bajo las reglas del Fondo y de los países acreedores. La movilización social podría ser una estrategia política de presión. Ese es un camino que debería, en lugar de denostarse, ponerse sobre la mesa de manera urgente, discutiendo la posibilidad de tener una quita con el Fondo, algo que no está prohibido en los estatutos y sobre lo cual no hay ningún privilegio real que pueda alegar el FMI.
No está de más insistir una vez más que la negociación de un nuevo acuerdo implica validar una operación ilegítima, cuestionada en su legalidad y en su carácter político. Por eso, desde la Autoconvocatoria con el Pago de la Deuda se insiste en que se detengan los pagos e investigue.