Por Esteban Rodríguez Alzueta
La semana pasada se presentó en Buenos Aires Cabecita negra, última publicación del escritor Mariano Pacheco, quien presenta una serie de ensayos sobre literatura y peronismo.
El peronismo es una tarea pendiente, un rompecabezas que no encaja, por eso todo el tiempo lo estamos intentando otra vez. Una re-escritura interminable. Siempre le están faltando o sobrando piezas. Alguna vez dije que el peronismo era como el tren fantasma, que llevaba a la mujer maravilla pero también a Drácula, el hombre lobo, al cuco. Una anomalía, nos recuerda Mariano Pacheco, es decir, un cuerpo hecho con restos de otros cuerpos. El peronismo es un movimiento, y como todos los movimientos, suele ser muy generoso. Todos tienen el derecho a llamarse peronistas, a pasar por el peronismo, aunque sólo sea en algún momento de su vida; todos tienen el derecho a saber en carne propia qué es aquello tan íntimo e indescifrable que llamamos “peronismo”; o mejor dicho, todos tenemos el derecho de estar para saber qué se siente ser peronista.
El peronismo es un punto de vista afectivo de la Argentina, una manera de sentir al otro, de ponerse en el lugar del otro, de dejarse afectar por los otros y, por añadidura, de pensarlos también. Se sabe, en el peronismo, el viejo axioma cartesiano se reescribe de la siguiente manera: siento luego existo. Si no lo siento no lo puedo pensar. Para pensar hay que sentir. Por eso se sigue cantando que el peronismo es un sentimiento. Ya lo dijo Evita, en una frase que constituye uno de los grandes chistes que supo enfurecer a la gorilada: La razón de mi vida es el sentimiento que el pueblo tiene por Perón.
Perón llamaba a todo esto “la comunidad organizada”, pero en realidad se trataba de un quilombo mayúsculo que no siempre se podía cerrar con una decisión oportuna. Quilombo!, otra palabra que formaba parte del vocabulario diario de Perón. Un quilombo con la capacidad de quilombificar al país. Los que han leído su correspondencia con Cooke saben de lo que estoy hablando y los que no lo hicieron todavía los invitamos con Pacheco a que lo hagan. Por eso el bricollage es un método para pensar ese pastiche que llamamos “peronismo”. El peronismo es una gran collage. Por eso me gusta la tapa del libro de Pacheco: un revoltijo, un revolver peronista y salvaje.
El peronismo no es un hecho literario, pero no hay duda que movió las aguas en el campo de la cultura. No voy a decir que fue un parteaguas, pero las revolvió. El peronismo es el revulsivo del mundo académico. A primera vista se lo presenta como su contrario. Sucede que el antiperonismo confunde la química peronista con el anti-intelectualismo. El peronismo es una forma de pensamiento salvaje. Ya lo dijo el viejo Levi-Strauss: “lo propio del pensamiento mítico es expresarse con ayuda de un repertorio cuya composición es heteróclita y que, aunque amplio, no obstante es limitado.” “Todos esos objetos heteróclitos que constituyen su tesoro, son interrogados por él para comprender lo que cada uno de ellos podría significar…” En ese sentido, Pacheco se presenta como un bricolluer, “capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas” con los elementos residuales preconstreñidos que colecciona y utiliza a piacere. Sigo citando a Levi-Strauss porque me parece que lo que hace Pacheco con el acervo peronista-antiperonista es lo que hacen los bricoleurs: Lo propio del pensamiento salvaje, dice, “consiste en elaborar conjuntos estructurados, no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos, (…) sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad.” Porque el peronismo, como los universos mitológicos, escribía también Franz Boas, “están destinados a ser desmantelados apenas formados, para que nuevos universos nazcan de sus fragmentos.”
León Rozitchner dijo que “de alguna u otra manera, todos somos peronistas”. Incluso Pacheco, que ahora dice ser un leninista deleziano. Porque a diferencia del leninismo, en el peronismo se puede leer a Lenin y a Deleuze sin tener que rendir cuentas a nadie. Mientras que en el leninismo no hay lugar para la disidencia, cualquiera que se corra de la línea correcta será considerado un sectario y expulsado o deberá fundar su propio grupo de estudio. Mientras que en el peronismo cada cual puede formar su propia agrupación en torno a una de las verdades peronistas o una interpretación de una de esas verdades. Porque en el peronismo nadie está en la verdad, siempre estamos en el error, es decir, las verdades son siempre a medias. Esta tampoco es una idea mía, se la escuche una vez a Horacio González cuando reclamaba una lectura piadosa de su sinuosa trayectoria peronista frente a nosotros, cuando éramos sus ayudantes, que no parábamos de formular preguntas teñidas de reproche. Una idea que la volví a leer en “Las transformaciones del justicialismo”, un libro del historiador Steven Levitsky, que me recomendó Jerónimo Pinedo. Levitsky señala que el movimiento peronista se caracteriza por su bajo nivel de rutinización formal, que flexibiliza las estructuras garantizando la autonomía de los distintos subgrupos para operar al margen de las burocracias eventuales. Por eso se podía seguir siendo peronista con Blanco o con Rucci, o a pesar de Lorenzo Miguel, o peor aún, con Isabelita, López Rega y el mismísimo Perón, con Luder o Saadi, con Menem, con Duhalde o Soria, con Scioli, De la Sota o Massa. Dice Levitsky: “Esta disociación entre la conducción y las organizaciones de base brinda al PJ una importante ventaja en la competencia electoral, ya que permite a la conducción perseguir estrategias electorales orientadas al exterior, dirigidas a los votantes independientes, mientras las organizaciones de base siguen trabajando hacia el interior y apuntan a captar los votos peronistas tradicionales. En otras palabras: mientras las organizaciones de base prestan atención al ámbito de identificación, los dirigentes del PJ poseen relativa libertad para salir en busca de votos en el ámbito de competencia”.
Sabemos de memoria que el peronismo es el lugar de la lealtad, pero sabemos también que es el lugar de la traición. No hay nada más peronista que la traición, y también la adulación de los obsecuentes. Porque en el peronismo se confunde la obediencia debida con la lealtad. Una lealtad que tiene la duración del mandato exitoso, porque como me dijo alguna vez Gonzalo Chaves: “en el peronismo, el que pierde, es un traidor”. Los traidores son los peronistas que no saben perder, que no quieren esperar. La lealtad está hecha de tiempo, necesita tiempo. Mientras que la política real está hecha de urgencia. La lealtad consiste en saber esperar, es decir, aprender a no desesperarse. La historia no empieza ni termina con uno. Pero las aspiraciones personales, que en el peronismo se confunde con la vocación de poder, necesitan de las continuas confabulaciones internas que serán –si lo sabremos!- más encarnizadas que las otras.
El peronismo sigue siendo el hecho maldito del país clasemediero que contribuyó a realizar con su prepotencia de trabajo. Porque…, ¿qué es la clase media sino otro de los inventos peronistas? La clase media es la expresión de la movilidad social, es decir, del salario mínimo vital y móvil, del consumo para todos. Un hijo descarriado que tarde o temprano renegará de su origen y estará dispuesto a practicar el parricidio. Porque ya sabemos que el consumismo no genera conciencia social sino más ganas de consumir. Del consumismo nunca se sale por izquierda. El consumismo de la clase media empuja el país a la derecha, y también al peronismo. He aquí uno de las contradicciones peronistas irresolubles, según parece: una serpiente que se muerde la cola. Por eso me gusta la corrección que hizo Martín Rodríguez a la frase de Cooke que cita Pacheco en varias oportunidades: la clase media es el hecho maldito del país peronista.
Pacheco escribe rápido y lee más rápido todavía. Piensa en voz alta. Luego busca otra caja de resonancia para convidar lo que escribe y lee. Pero también lo que conversa. Y luego sale a militar lo que publicó. A veces buscando aliados, otras veces ladrando solo. Porque Pacheco es un gran conversador también. Aprendió del peronismo: solo se puede hacer política con la comunidad de amigos. Encuentra en la amistad un punto de apoyo para pensar en voz alta. Hay una gimnasia en Pacheco que aprendió en su militancia previa. Pero aquello que lee y escribe, y luego milita y discute, está sobredeterminado por su peronismo intempestivo. Porque lo que Pacheco nos está diciendo es que el peronismo es mucho más grande que la masa del pueblo que lo integra y por supuesto, que los dirigentes que quieren representarlo. Está hecho también con novelas, cuentos y poesías; con programas de radios, películas y sketch de televisión. No todas fueron piezas celebratorias. Están las que se encargan de denigrarlo, denunciarlo, llevarlo hasta los estrados judiciales, expulsarlo o proscribirlo. Estos relatos son igualmente importantes, porque siguen siendo el insumo secreto del peronismo. Mientras siga habiendo antiperonismo hay peronismo para rato. El gorilismo de la derecha, pero también de la izquierda, no es su impugnación, sino la oportunidad para multiplicarlo. Me sucede muy a menudo, y a Pacheco también: Frente al gorilismo propalado por los medios empresariales o unos cuantos referentes militantes de izquierda (que tienen la virtud no declarada de coincidir con la derecha), nos sorprendemos defendiendo al peronismo otra vez, no nos queda otra que seguir siendo peronistas. Y que conste que no hablo de “peronismo coyuntural”, como dice mi amigo Daniel Badenes, sino de peronismo estructural. El peronismo coyuntural es una discusión que tendrá lugar en cada coyuntura electoral, mientras que el peronismo estructural o mágico, es un peronismo salvaje o silvestre, como le gusta decir a Pacheco, un peronismo que, como los yuyos, sigue creciendo desde abajo, en tierra árida, desconectado de los figurones eventuales.
Pero de la misma manera que el gorilismo es necesario para el peronismo, su fetichismo, la repetición vacía y calcada, es una de sus peores versiones para proyectarse. El tradicionalismo le alcanza para que nadie saque los pies del plato, pero a veces ni eso. Por eso Pacheco aconseja con Passolini: “no hay que abandonar la tradición a los tradicionalistas”, es decir, hay que defender al peronismo de los peronistas.
Pero quiero volver sobre una frase que subraye recién: “peronismo intempestivo”. Porque el peronismo estructural que practica Pacheco es una invariante histórica. El peronismo es el significante flotante de la política Argentina, la argamasa de la hechura argentina. El peronismo tiene la capacidad de juntar aquello que está disperso. No lo hace por su vocación pragmática sino porque habla el lenguaje de los afectos primordiales. Es amor y odio, pero también es piadoso y a veces demasiado piadoso. El peronismo irrumpe en la escena contemporánea y pone las cosas patas para arriba para volverlas a poner patas para abajo y a veces, para sentar en la mesa a su peor enemigo. El peronismo es el desquicio de la historia Argentina. Suele sacarnos de la historia para volver a ingresar a ella con otro ímpetu. Y cuando lo hace será una gran aspiradora con la capacidad de devorarse todo aquello que, por sí mismo, no tiene capacidad de articulación alguna. Porque eso es el peronismo, una manera de articular lo que no se sabe, no se quiere o no se puede articular.
Termino: el peronismo puede ponerse de moda pero nunca se dejará atrapar o estabilizar del todo. Al menos mientras siga habiendo antiperonismo. Ni siquiera los tradicionalistas han podido fijarlo de una vez y para siempre. Parafraseando a Cortázar diremos que el peronismo son otros 62 modelos para armar. Y Pacheco, en “Cabecita negra”, recordando su origen plebeyo, arma su propio rompe-cabezas.