Por Francisco J. Cantamutto. El problema de la deuda externa acosa a la Argentina desde sus primeros pasos como Estado. Sin embargo, éste parece haberse intensificado a partir de la etapa abierta en los setenta, con repercusiones que llegan a nuestros días. La polémica se ha actualizado en los últimos meses a partir del embargo de la fragata Libertad y la sentencia del juez Griessa.
El actual gobierno ha tenido como horizonte, desde 2005 a esta parte, una supuesta política de desendeudamiento. La sola enunciación del objetivo no deja de ser un gran indicio favorable, desde el punto de vista que permite evaluar tanto el sentido en que se intenta avanzar como la distancia a la meta. Claramente, estamos a favor del objetivo; la duda nos remite al problema de la distancia y los caminos para recorrerla.
Cambios en la deuda
Una aclaración necesaria es que la deuda externa se distingue según su deudor: participan de ella tanto las empresas como el Estado. Ambos “actores” han modificado sus tenencias de deuda desde la salida de la Convertibilidad. Siguiendo los datos oficiales publicados por el Ministerio de Economía, el sector privado financiero redujo su deuda para Junio de 2012 a menos de un cuarto de su valor en Diciembre de 2001. El sector privado no financiero, en cambio, redujo su deuda en un 30% hasta 2006, y a partir de allí comenzó a tomar deuda nuevamente, hasta superar los niveles de 2001 en un 8%. El sector público, por su parte, muestra una reducción en 2005 gracias al canje, y a partir de allí ha tenido una tendencia creciente, aumentando casi un 10% respecto de 2001. Es decir, el Estado, tras la importante reestructuración, no ha tenido un comportamiento de “desendeudamiento”, sino más bien lo contrario. Esto pone en cuestión la idea de que se trate de un proceso sostenido, y no un cambio puntual.
Enfocándonos en la deuda pública, se ha argumentado que la mejora procede por dos caminos: debido a la caída de la relación deuda externa al PBI y por el cambio de composición de deuda externa a interna. Debemos anotar que el segundo cambio explica en parte al primero, ya que parte de la deuda pública deja de ser externa -pero no deja de ser deuda-. El crecimiento del PBI ayuda a explicar otra parte de la mejora de la relación, pues vimos que la deuda externa no baja, sino que crece menos que el PBI. Aunque esto no deja de ser auspicioso, implica una dinámica distinta: ¿Qué pasaría ante una desaceleración del crecimiento como la esperada para este año? Adicionalmente, la relación con el PBI no indica necesariamente una mejora en el abastecimiento de divisas necesario para el pago de la deuda externa.
En este sentido, el segundo cambio, de deuda externa a interna, resulta un avance. Así, tal como argumentan allegados al gobierno, esta tendencia produciría un alivio de la restricción externa, aplacando las necesidades de obtener divisas para los pagos. A pesar de este efecto positivo, existen dudas sobre otros elementos de este cambio de composición.
Primero; en gran medida, el cambio es resultado de la imposibilidad fáctica de obtener financiamiento externo, y no de una política deliberada: el Gobierno no logró resolver la reestructuración de la deuda a la fecha, resultándole imposible acceder al crédito disponible antes del estallido de la crisis.
Segundo; el cambio también se orienta por el pago de tasas de interés internas más elevadas: hasta que comienza la política de devaluación paulatina en 2009, los bonos de deuda en pesos pagaron tasas de interés elevadas en dólares, gracias al ajuste por CER y al bono atado al PBI.
Tercero; dada la elevada extranjerización de la estructura productiva, especialmente en el sector financiero, entre los compradores de deuda interna se encuentran las filiales de grandes trasnacionales, es decir, los mismos acreedores que supuestamente se evadieron. En cualquier caso, los capitalistas que reciben recursos a través de la posesión de títulos de deuda, tras los procesos de desregulación y apertura, suelen fugar los recursos que obtienen por distintas vías.
Es decir, que el aumento del peso relativo de la deuda interna no implica necesariamente ni un cambio en los acreedores ni un freno a la salida de recursos. Las recientes trabas a la salida de capitales son un avance en este sentido, aunque apuntan al efecto, en lugar de atender la causa del problema, que es el propio proceso de endeudamiento y la negativa sistemática a revisar los fundamentos legales del mismo.
Mirando más allá de la frontera nacional
Como vimos, los cambios apuntados distan de ser garantía y prueba de un proceso de desendeudamiento, aún cuando existan mejoras puntuales. Debemos anotar, además, que ambos cambios no son una anomalía argentina sino que forman una tendencia en toda América Latina. Es decir, aunque existe -y es importante- un factor de política nacional, no se puede negar la existencia de elementos comunes que exceden al ámbito local. Previo al estallido de la crisis, el aumento en la liquidez internacional favoreció negociaciones a tasas de interés más bajas, además de plazos más largos. Aunque Argentina pudo aprovechar sólo relativamente las menores tasas, sin dudas ayudó a la mejora en la maduración de su deuda, señalada como otro factor de “desendeudamiento”.
Por otra parte, América Latina vio modificar los flujos de entrada de capitales, dándose prioridad a la inversión extranjera directa por sobre la deuda. Argentina no escapa a esta regla, siguiendo la tendencia regional. La contraparte de esta inversión es la remisión de utilidades al exterior y el control de gran parte del aparato productivo: dos perversas circunstancias que se asemejan a las consecuencias deplorables del endeudamiento externo.
Por todo lo anterior, el valioso objetivo de desendeudamiento es aún una quimera. No sería vano que el Gobierno que cumpla con aquello que enuncia: repudiar la deuda ilegal sería un camino apropiado para ello.