Por Mariano Treacy y Francisco J. Cantamutto*
Del 10 al 13 de diciembre de este año, Argentina será sede de la 11° Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Aunque existen expectativas cruzadas respecto de los posibles acuerdos a alcanzar en ese marco, el gobierno busca colocarse en la vidriera internacional. Las organizaciones sociales se organizan para plantear objeciones de fondo, ya que su mera presencia expresa la agenda corporativa frente a la de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
¿Qué negocia la OMC?
La OMC se creó con el objetivo de negociar las reglas de la liberalización del comercio. Junto con el Banco Mundial y el FMI, dieron forma durante los ’90 a los procesos de reformas estructurales neoliberales, la aplicación de políticas de apertura comercial, desregulación de movimientos de capitales, privatización de empresas públicas y flexibilización laboral.
La apertura comercial estuvo centrada en la reducción de aranceles de productos industriales, que debido a la nueva organización de la producción y al incremento del comercio intraindustrial y de bienes intermedios, que permitieron la caída de los costos de transacción de los grandes conglomerados trasnacionales. La consolidación de las cadenas globales y regionales de valor hubiera sido casi imposible sin esta apertura. A cambio, los países centrales ofrecieron muy poco en materia de apertura a la producción primaria. Los debates en torno a la protección de la agricultura y la ganadería han sido hasta la fecha una traba difícil de superar ya que la soberanía alimentaria en los países centrales es una cuestión política.
Durante la Ronda de Doha, los países de la periferia intentaron incorporar en las negociaciones a las políticas de fomento al desarrollo, incluyendo cláusulas diferenciales para proteger y promover a los países menos aventajados. Los países centrales impulsaron la incorporación de “nuevos temas comerciales” en la agenda de negociaciones, ligados a servicios, inversiones, propiedad intelectual, comercio electrónico y compras públicas, lo que llevó a las negociaciones en la OMC a una parálisis, por falta de acuerdos concretos y de resultados.
A esta parálisis interna, se sumó la impugnación social. La reunión en Seattle en 1999 fue la expresión más evidente de esta resistencia, con una red de alcance global para resistir estas negociaciones. El punto más alto de la resistencia a la OMC coincidiría en 2005, en Mar del Plata, con el armado de la plataforma continental para resistir al ALCA en la Contra Cumbre de los pueblos.
Con la OMC paralizada, los países centrales reorientaron su estrategia hacia los tratados bilaterales y plurilaterales, de libre comercio y de inversión. La potencia más dinámica fue Estados Unidos, que firmó una gran cantidad de acuerdos bilaterales e impulsó acuerdos “megarregionales”. La Unión Europea al día de hoy negocia diversos acuerdos con América Latina, siendo el más importante el que trata de cerrar con el MERCOSUR. Este conjunto de tratados compone una compleja red institucional de alcance global, cuyo eje está en garantizar las prerrogativas del derecho corporativo, es decir, que las empresas trasnacionales no tengan límites a su accionar. Para ello, se amplían la definición de inversión extranjera y las esferas para ofrecerles trato nacional (como la compra pública), se reducen las herramientas para exigirles requisitos de desempeño y se imponen cláusulas de estabilización, protección y seguridad plenas y una prórroga de jurisdicción para resolver las controversias en tribunales internacionales. Los tribunales internacionales suelen fallar a favor de las empresas. Mientras tanto, los pueblos, y los propios Estados, quedan desprotegidos para poder contener el accionar predatorio de las transnacionales. En este sentido, el denodado esfuerzo por captar inversiones extranjeras no parece estar en línea con los objetivos del desarrollo y la soberanía.
Como mencionamos, la estrategia de los Estados Unidos para sortear la parálisis de las negociaciones multilaterales en la OMC y contener geopolíticamente el ascenso de China ha sido negociar acuerdos megarregionales, mediante el TPP, la TTIP y el TISA. La llegada de Trump al gobierno frenó los primeros dos, pero no parece tener grandes objeciones con los contenidos del tercero, cuya agenda parece trasladarse, al menos parcialmente, a la agenda de discusiones de la OMC. Precisamente uno de los temas centrales de la reunión de diciembre en Buenos Aires será la reglamentación del comercio de servicios. Entre otros temas que van a querer introducirse en la agenda también se encuentra el comercio electrónico, la protección de derechos de propiedad intelectual, las compras públicas, la facilitación de inversiones y la coherencia regulatoria.
Es en este marco que la OMC reaparece en escena. Tiene al menos dos grandes tareas de difícil resolución por delante. Por un lado, tratar de reordenar el balance de poder entre las potencias, donde los juegos de equilibrio parecen desplazarse de manera cotidiana. Allí pesa no solo la realidad compleja de la Unión Europea, jaqueada por el Brexit y el ascenso de fuerzas nacionalistas, sino también el peso de China, y en menor escala, Rusia e India. A diferencia del pasado, no está claro que EEUU tenga capacidad de imponer sus alternativas sin consensos, y no tiene en la OMC poder de veto. Por otro lado, la OMC busca abrir una nueva frontera de negocios como salida -siempre precaria y pasajera- a la crisis global. Los temas privilegiados por los países centrales tienen eje en la apertura de nuevos negocios -o la extensión en el tiempo de viejos negocios- en la periferia, como forma de lograr valorizar su capital.
Como se aprecia, si bien los formatos de negociación cambian, desplazando prioridades y socios, hay puntos en común que trazan un horizonte común. Los negocios de las empresas transnacionales, en especial, las que tienen origen en países centrales y la protección de sus derechos a escala internacional, parecen ser el panorama más amplio. Nada aparece aquí ligado a los derechos de los pueblos, el acceso a bienes comunes, o la protección de la soberanía.
La OMC en Buenos Aires
Cambiemos ha puesto en marcha un programa de ajuste y reformas estructurales, y aunque sostiene debates internos en torno a la velocidad de aplicación de este programa, el rumbo es claro. Cambiemos ha querido liderar el cambio post-progresista, aprovechando la crisis interna de Brasil. En esta apuesta ha construido un discurso basado en instalar la idea de que la Argentina ha estado aislada del mundo, de las corrientes de inversiones y de los socios occidentales estratégicos y ahora busca posicionarse como líder regional y faro del libre comercio.
En este rumbo de apertura, el gobierno nacional ha buscado acuerdos en particular con las potencias globales occidentales, adecuándose a la agenda por ellas promovida. En tal sentido, se ha esforzado por participar de los diversos foros de negocios internacionales, y además se ha propuesto como sede alterna del Foro Económico Mundial (Abril/2017), de la Conferencia Ministerial de la OMC (Diciembre/2017) y presidirá la Cumbre del G-20 (2018). La imagen proyectada en el exterior es la de un gobierno que busca que Argentina retorne a la “normalidad”, pero esto no es más que una imagen distorsionada por propaganda oficial. La normalidad fomentada es apenas una celebración del rol subordinado y dependiente de la Argentina en la economía mundial.
El gobierno argentino oficia como demostración política en la región de que un proyecto socialmente regresivo puede ganar elecciones mediante el voto, y por ello ha sido muy bien tratado por el poder político y mediático internacional. Pero al interior del país, sus políticas han enfrentado no poca resistencia social. La oposición a la OMC se inscribe también en este registro: la batalla contra el regreso de las reformas neoliberales en Argentina.
* Integrantes de la Sociedad de Economía Crítica (SEC) y de la Confluencia #FueraOMC