Por Marcos Matarazzi*. Escuchamos varias veces que “el trabajo dignifica”, pero ¿en qué condiciones? Detengámonos en la experiencia de quienes no sólo recuperaron sus puestos de trabajo, sino que los transformaron, transformándose.
“Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan”. (Nicolás Guillen).
La violencia del des y del empleo
Caminando por la calle San Juan, en la ciudad de Buenos Aires, se pueden leer en las paredes de la “Asamblea Plaza Dorrego” diversos murales y frases. Una de ellas avisa: “La desigualdad y la exclusión son y producen violencias”.
¿Qué sienten el hombre y la mujer que ofrecen sus manos, su cabeza y su tiempo a un mercado que sólo les ofrece negaciones o, en el mejor de los casos, migajas y miserias, trabajo precario o informal? ¿Y quién trabaja cantidades de horas diarias y su salario no le alcanza para cubrir sus necesidades? El mercado laboral te pregunta de dónde venís antes de ofrecerte trabajo y más vale que no contestes una dirección sin numeración, manzana tal de algún asentamiento o barriada popular, porque no importa tu experiencia en el rubro; esa dirección te deja fuera. Y ni hablar si contás con más de cuarenta años. El mercado te necesita flexible para que te adaptes a las condiciones de trabajo -justamente flexibilizadas gracias a años de neoliberalismo- y pareciera que la edad te torna incapaz de nuevos aprendizajes. El modo en que el mercado define tu capacidad, o no, de obtener un puesto es sumamente discriminatorio, y mal que les pese a sus defensores, no depende de ninguna mano invisible. Se funda en imaginarios y construcciones sociales, histórica y políticamente determinadas. La exclusión del mercado es sumamente violenta. ¿Y la inclusión?
“El trabajo dignifica” es una de esas frases que solemos decir al pasar, de esas inscriptas en una suerte de saberes tradicionales que vamos repitiendo sin ponernos a pensar qué dicen cuando dicen. Habría que preguntarle a uno de los jóvenes de Florencio Varela que, en una charla informal, nos contaba que había trabajado como bachero 12 horas diarias, distribuidas en dos turnos de 6 horas cada día por 90 pesos el turno. ¿Ese trabajo te vuelve más digno? Este joven estaba seguro que no.
Los que dignificaron al trabajo
Decir que el trabajo no siempre dignifica no es apología de la vagancia. Es reconocer que cuando no se compromete el cuerpo y la cabeza con el proceso creativo que implica el trabajo, sino que sólo se obedecen órdenes sin poder ver el producto social del trabajo individual y el salario no alcanza a cubrir las necesidades básicas mientras un tercero se enriquece a costa tuya, lo que tenemos enfrente es explotación.
Los avances técnicos y el desarrollo de las capacidades productivas en la historia del capitalismo constituyen la historia del despojo de los trabajadores y las trabajadoras de su participación en el proceso productivo. El fordismo y el taylorismo, que intensificaron la productividad en las fábricas a través de la “organización científica del trabajo”, para que “todo posible trabajo (sea) retirado del taller y centralizado en el departamento de planificación” (Taylor, 1945: 101), buscaron expropiar el saber del trabajador, reduciéndolo a un soldado de la producción (Raúl Zibechi,[1]). Los dueños de las fábricas buscaban realizar su sueño de tener trabajadores y trabajadoras amaestradas que se limitaran a responder órdenes sencillas como si fueran robots.
Sucede que aquellos obreros y obreras lograron reencauzar esa creatividad que intentaban extirparle para pensar los modos de organizarse frente al patrón, avanzando en la conquista de derechos laborales, favorecidos por el contexto de la fábrica que los aunaba a todos en un mismo espacio.
Pero el capital nunca se queda tranquilo y ante los avances de los de abajo siempre tiene su contraofensiva. El cambio de estrategia en el modo de acumulación, con la financierización y reprimarización de la economía (volcar el capital a la especulación financiera y la extracción de materias primas) llevó al cierre de fábricas e industrias. Algo que en nuestro país se fue intensificando desde el comienzo de la última dictadura cívico militar (1976-1983), pasando por el neoliberalismo feroz de la década del ’90 hasta llegar al estallido social del 2001.
Hubo centenares de trabajadores que en el cierre de las fábricas en las que se desempeñaban veían desmoronar sus vidas. Pero no quisieron conformarse y hoy constituyen el ejemplo de que vale la pena animarse a romper los moldes para probar otros modos. Ellos lograron devolverle al trabajo la capacidad creadora e innovadora, la capacidad de construir vínculos fraternos y horizontales, y la sensación de contribuir al crecimiento de una sociedad, en vez de estar colaborando con la acumulación de dinero. En el peor de los momentos, cuando las fábricas y empresas en las cuales trabajaban parecían dar pérdida y estaban destinadas a la quiebra (o ya las habían quebrado), decidieron no sólo defender su puesto de trabajo, sino reinventarlo.
Producir en comunidad
Era junio del 2002, todavía resonaban los ecos del estallido social del 2001, y la patronal acababa de anunciar el cierre de Grissinopoli cuando sus obreros y obreras, recuperando años de historia de luchas de aquí y del mundo, respondieron ante una empresa que había dejado de pagarles el sueldo hacía meses. Se instalaron en la fábrica y la tomaron.
Pocos días después, en cuanto la organización interna fue posible, fueron descubriendo las verdaderas dimensiones del conflicto que empezaban a enfrentar: no eran solamente salarios lo adeudado, sino que también se debían aportes jubilatorios.
“Los obreros y compañeros lucharemos por Grissinopoli hasta las últimas consecuencias”, desafiaba una sábana pintada con aerosol.
Esos meses de ocupación y resistencia no fueron para nada fáciles. Alejados de sus familiares, sin dinero, con hambre y frío, los trabajadores relatan que pudieron seguir adelante gracias al apoyo de los vecinos y organizaciones del barrio que inmediatamente se sumaron a poner el cuerpo, las ganas, algo para comer o lo que pudieran aportar.
Otro de los factores fundamentales para aguantar esa situación fue la articulación con trabajadores de otras fábricas y empresas recuperadas, el intercambiando experiencias y saberes, y acompañarse en cada conflicto. Estos lazos que fueron tejiendo con paciencia, y desde abajo dieron lugar a los dos frentes que nuclean a estas organizaciones hoy en día: el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas y Empresas Recuperadas.
Fueron estos lazos con vecinos y organizaciones los que les permitieron resistir y combatir la violencia de la (in)justicia que siempre juega para los dueños y las embestidas de la policía que defiende los patrimonios. Varias veces intentaron desalojar a los trabajadores y trabajadoras, y esto es algo que se repite en todos los casos. Pero en cada una de esas situaciones estuvieron resistiendo junto con la comunidad.
Es por eso que hoy estas fábricas y empresas no sólo se dedican a producir, sino que cuentan en sus instalaciones con centros de salud, bachilleratos populares o centros culturales como un modo de devolver al barrio el apoyo recibido.
Cada uno de estos procesos es diferente, tiene sus complejidades, potencialidades, obstáculos y nuevos desafíos que enfrentar cada día. Pero si hay algo en común en todas las experiencias es que trabajadores y trabajadoras decidieron adueñarse de lo que nunca les deberían haber sacado: su propio trabajo. Este no es un camino fácil de recorrer ya que implica nuevas responsabilidades y un sinfín de conflictos, porque ya no existe una voz más autorizada que las del resto; ahora las cosas se definen en asambleas (la rotación de las tareas, la distribución de los salarios, en qué invertir, etc.), todo se debate y hay que desaprender años de individualismo y mezquindad para aprender a hablar el idioma de lo colectivo.
Es por eso que estas fábricas y empresas ya no sólo producen alimentos o prendas textiles, no son solamente imprentas o frigoríficos; lo más interesante es que se dedican tiempo completo a producir alternativas.
*Integrante del colectivo Alegre Rebeldía.
Nota:
(1) Zibechi analiza este proceso en su libro “Política y Miseria”, más específicamente en el Capítulo 4, “El desborde Obrero de los 60: las lecciones de un castigo”.