Por Pablo Potenza
Borges, Torre Nilsson, Katchadjian: una serie que engorda.
Los viejos televisores obligaban a sostener la elección del espectador dada la oferta limitada de programas que entregaban (cuatro canales –con un quinto a medias visible–), además del dispositivo fijo que exigía acercarse al aparato para producir un cambio. El control remoto dio inicio a una transformación en el modo de mirar que no mucho tiempo después se multiplicó con la llegada de la televisión por cable y su lista extendida de canales. La mirada actual del televidente –fragmentaria, intolerante, acumulativa– ya forma parte del sentido común: ir y venir entre un extremo y otro de la grilla se convirtió en un hábito. En ese recorrido lineal, progresivo y circular, el espectador arrastra un impulso atávico: añora y desea encontrar ese lugar en el cual detenerse y respirar, llegar a esa telaraña que lo capture y troque su búsqueda en hallazgo concreto. Por supuesto, cuando ya se conoce bastante un trayecto, todo viajero va definiendo paradas preferidas, estaciones que ofrecen lo que se adecua al propio sabor, al particular estilo. En mi caso, esos mojones son el canal TCM, con sus clásicos –todavía subtitulados– de no más allá de los años setenta, la TV Pública y su extraordinario rincón “Filmoteca”, algún programa interesante en Encuentro, o bien, el cine argentino de INCAA TV. En todos los casos, y a contramano del acceso casi ilimitado que proporciona internet, allí sigue operando el estímulo por el descubrimiento –intriga y sorpresa por conocer lo que se exhibe ese día–, junto a la adrenalina producida ante la oportunidad de capturar un instante –esa idea ilusoria de que el hallazgo no se va a repetir y existe una real posibilidad de pérdida–. Es por esto que la mirada entonces puede detenerse una madrugada sobre el glorioso comienzo de The big knife, de Robert Aldrich, con un Jack Palance desesperado que refriega sus sienes con las manos, en un gesto tortuoso que ya informa el carácter trágico de la historia; o puede también emocionarse con el recio rostro marcado de Gregory Peck, en la primera aparición del Capitán Ahab atisbando el horizonte sobre la cubierta del Pequod –aparición demorada en la película y por eso aún más impactante–, en Moby Dick, de John Huston; o bien, sorprenderse con la existencia de Días de odio, de Leopoldo Torre Nilsson, y su trasposición del cuento “Emma Zunz”, de Borges.
Este asalto que nos produce lo inesperado pone a la percepción en un estado particular: al disminuir los condicionamientos previos que imponen los datos, las recomendaciones o las críticas sobre un objeto artístico, la mirada pone a funcionar su propia cultura y resalta aspectos de interés personal no delineados por el ojo experto.
Días de odio se filmó en 1953 y se estrenó el jueves 3 de junio de 1954. Adolfo Bioy Casares señala en la entrada de ese día de su acromegálico libro Borges, que ni él ni Borges asistieron al estreno. Recibe malas noticias de Beatriz Guido en la mañana siguiente: “un público indignado, risueño y aburrido”. En la semana posterior, el padre de Bioy ve el film y lo pondera. Las opiniones parecen ser incómodas, pero en general inclinadas hacia el elogio; ambos amigos lo habían visto previamente el 2 de octubre de 1953 en una función privada. Bioy describe su sensación, que va desde el rechazo inicial hasta la aprobación posterior: “hacia el fin tuve la impresión de haber visto una historia patética, extraordinaria, misteriosa, y gobernada por un terrible destino”. Todos terminan emocionados.
¿Qué hay entre el público “indignado” y el espectador “emocionado”? ¿Qué es lo que miran de forma tan distinta hasta ponerlos en los extremos de lo “aburrido” y lo “extraordinario”? Imposible saberlo. Lo único cierto es que, transcurridos sesenta años, la mirada actual se detiene en pensamientos diferentes de aquellos.
En la película, Emma deambula por la ciudad porque debe hacer tiempo. Agobiada por la angustia se sienta en el banco de una plaza y cruza su mirada con un hombre joven sentado en otro banco próximo. Se entienden de inmediato aun sin diálogo. Más tarde, la espera la empuja a acercarse a una fiesta a la que previamente había descartado asistir. Y es allí que se produce el hallazgo del espectador actual: esos que se aprietan en un pequeño departamento son jóvenes, aunque no lo parezcan. Disfrutan de la ausencia de los padres de la casa, bailan el mambo, uno se asoma desde el baño y le pregunta a otro cómo hacer para forzar un vómito, una pareja es sorprendida en la oscuridad, se rompen algunos vasos, Emma se vuelve a encontrar con el joven de la plaza, se sientan a hablar en el piso de la cocina, son sorprendidos por la novia de él y reciben como reproche: “¿no tenían un lugar más limpio para conversar?”. Alguna vez lo dijo Charly García: “la vida antes de Los Beatles era en blanco y negro”. Y aquí está presente esa juventud que parecía saltar desde la adolescencia hacia la adultez sin escalas, expresada en los tonos blancos y negros de sus ropas, en los rigurosos trajes y sobretodos, en Cholo, que se jacta de seguir por todas partes a la orquesta de Francini-Pontier mientras se lo muestra como alguien ridículo. Sin embargo, el contraste con cierto descontrol, libertad y esa carga algo erótica de lo que se percibe como “sucio” es un destello de originalidad entre lo que el cine argentino de la época solía ocultar mientras imponía la imagen de una juventud pura, inocente y artificial.
Borges escribe un cuento sobre la verdad, categoría a la que considera ocasional e impuesta de forma arbitraria bajo determinadas condiciones, tal como afirma el narrador al finalizar el relato: “La historia […] sustancialmente era cierta […] solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Este problema de legitimidad se vuelca sobre la estructura y el estilo del cuento, porque allí no hay espacios intermedios ni adornos superfluos, todo es preciso, apretado y contundente; como si operara a la inversa de los procesos judiciales con su carga de procedimientos que arrastran pruebas, discusiones, jurisprudencia e interpretación, Borges se sirve de las formas del relato policial extremándolas: descarta toda discusión y comprime la historia al hecho en sí. En este cuento está la esencia de su estilo: síntesis, decisión, justeza y pulcritud.
Torre Nilsson, por su lado, parece correrse del problema de la verdad y centrarse en la cuestión de la espera y el tiempo. Más de medio siglo antes del proceso de “engorde” al que Pablo Katchadjian sometió a “El Aleph”, el director ya había elegido ese criterio para rediseñar la obra de Borges. Torre Nilsson estira el tiempo y rellena la acción con nuevos episodios que Emma protagoniza: el cruce con un posible amante en la plaza, que abre la línea de una historia de amor que finalmente no prospera; el acoso de los todavía “niños bien” que no dudan en perseguirla por las calles desiertas y oscuras; la caída frente a las vías del tren y el eco de un probable suicidio; el rescate de un malevo estereotipado; la llegada al antro nocturno donde escucha cantar a la legendaria Lois Blue, como una Marlene Dietrich reencarnada en el Riachuelo; el fingido desmayo en un tranvía; la fiesta de los jóvenes. Esta serie no solo le aporta nuevas dimensiones al personaje, sino que en el traspaso de la acción desde un 1922 original al 1953 contemporáneo da cuenta de la época presente que la contiene. En el deambular por la ciudad Emma habla consigo misma y la Buenos Aires a tono con el primer peronismo se hace visible: ella es una obrera que busca trabajo en una fábrica y lo encuentra fácilmente;su padre ya no tiene como nombre un exótico Emanuel sino que, oportunamente, pasa a llamarse Juan; el conflicto tiene su origen en la posible movilidad social y el anhelo por llegar a la “casita con jardín”; se exhibe el funcionamiento de la fábrica con las mujeres trabajadoras explotadas por el burgués ambicioso (un detalle de su personalidad es el maltrato hacia su gato, en contraposición a un hombre visto en la plaza que busca gatos para alimentarlos mientras los elogia).
Entre los cambios y los agregados el cuento original ve enriquecida su trama con perfiles que dan cuenta de ciertas condiciones sociales de la época: el lugar de la mujer, las posibilidades del trabajo, las rebeldías de los jóvenes, los efectos concretos de una política.Son interpretaciones que podemos hacer con sorpresa desde el presente, porque ignorábamos que ese pasado las contenía.Es por eso, además, y dado que la literatura traspasa los tiempos y mantiene su vigencia, que un artista como Pablo Katchadjian –como antes Leopoldo Torre Nilsson– puede tomar también un cuento de Borges y ampliarlo, extenderlo, “engordarlo”, para hacerlo decir todavía más de lo que decía hasta ahora: tal vez dentro de algunos años una nueva lectura encontrará allí expresado algo de esta época presente que por ahora no vemos.