Por Leonardo Candiano. En el 160º aniversario de su nacimiento y en medio de un congreso internacional en su homenaje desarrollándose en estos momentos en La Habana, recordamos al poeta y líder independentista cubano José Martí.
Reciencito comenzaban los combates allá en Dos Ríos cuando una bala lo cruzó, lo volteó del caballo y lo hizo leyenda. Desde entonces, difícil es librar a José Julián Martí Pérez de ese halo solemne y mítico que lo recubre y lo glorifica como Héroe de la independencia, Mártir de la revolución, Apóstol de todos los cubanos.
Por esta y otras razones, pocos autores americanos han motivado la cantidad de ensayos críticos, homenajes o alusiones como los que suscitó este poeta, hijo de un sargento de la Corona española, que murió peleando contra España aquel 19 de mayo de 1895.
Es que Martí fue algo más que un intelectual y un combatiente. Revolución del ´59 mediante, se convirtió en uno de los pensadores más estudiados e influyentes que ha dado la región, y hoy es poco menos que un icono para quienes pretenden el desarrollo autónomo de nuestro continente y una integración real entre los pueblos que lo conforman.
Leyendo sus crónicas y artículos periodísticos, notamos que el pensamiento martiano no es otra cosa que el intento por construir un ideario y una cosmovisión americanista y antiimperialista que parta de las necesidades, la historia y la naturaleza del continente y no del trasplante directo de concepciones políticas, sociales y filosóficas de otras culturas a nuestro suelo, enfrentándose de esta manera a cualquier enfoque que no tenga como fundamento constitutivo la propia realidad americana.
En diferentes ensayos articula una denuncia sobre la política exterior de los Estados Unidos y declara los riesgos que esta implicaba, ya a finales del siglo XIX, para los países ubicados al sur del Río Bravo. “Nuestra América”, quizás sea el texto que mejor logra sintetizar estas posturas y establecer una distinción y una autonomía continental a nivel político, social y cultural, para, a partir de allí, teorizar sobre las maneras de superar las divisiones y peleas internas entre las naciones americanas, así como también la forma de enfrentar los proyectos de dominación de los países centrales.
Publicado en el diario El Liberal, de México, el 30 de enero de 1891, dicho ensayo se transformó en un verdadero manifiesto y, para muchos, en un programa político a seguir. En ese breve escrito, Martí alerta sobre el expansionismo yanqui en tiempos en los que Estados Unidos comenzaba una política más agresiva respecto de su “patio trasero”.
Allí resume una serie de ejes interrelacionados que propone como ineludibles para una emancipación continental. Por un lado, el estudio y el conocimiento de la realidad americana como única forma de guiar los intereses de un país de manera soberana y de aplicar soluciones viables para los problemas propios; por otra parte, la unidad entre los pueblos como necesidad histórica para una auténtica independencia regional. Por último, la obligación de hacer frente a los factores –y actores- externos e internos que obstaculicen lo anteriormente mencionado.
Para Martí, no hay mejor gobernante que: “el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y se ejerce (…) El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”.
A la par de la profundización del conocimiento sobre nuestras realidades sociales y culturales, destaca que sin la unión entre las naciones de América la libertad de las mismas respecto de los países hegemónicos resulta una utopía. Las independencias nacionales inconexas generan libertades incompletas. En este sentido, la demorada independencia de Cuba era, en el momento de la acción intelectual y militar de Martí, un imprescindible paso, pero un paso más a fin de cuentas, en el camino por desterrar los últimos resabios del colonialismo español y afianzar la unidad de las nuevas repúblicas para contener el impulso anexionista norteamericano.
Según Martí, sólo actuando como un bloque la región podrá estar en posición de igualdad con sus antiguos conquistadores y con el nuevo y gigantesco imperio que se estaba consolidando a fines del siglo XIX. Es por eso que declara que: “los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos (…) Es la hora del recuento y de la marcha unida”.
La retórica militar no es azarosa, él ha vivido más de una década en Nueva York, tiempo en que se ha dedicado a estudiar la historia y a analizar el presente de un país que crece desaforadamente “engullendo mundos”, y tiene la certeza de que la apariencia democrática de los Estados Unidos es la cara más cínica de un estado dispuesto a dominar a quien sea a sangre y fuego cuando lo necesite.
Si por un lado señala que se debe batallar contra los compatriotas que observan los acontecimientos “con antiparras yankees o francesas”, también: “otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. (…) El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América.”
Por eso, en su última carta antes de su muerte escribe: “estoy en peligro de dar mi vida por mi país; y mi deber, puesto que lo entiendo y tengo ánimo con qué realizarlo, es el de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extienda por las Antillas los Estados Unidos y caiga, con esa fuerza adicional, sobre nuestra tierra de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (…) Yo he vivido dentro del monstruo, y conozco sus entrañas.”
Al proyecto de dominación que pretende imponer Estados Unidos, entonces, Martí le antepone una sociedad heterogénea e igualitaria que dé cuenta de la diversidad cultural de la región. Su propuesta es: independencia de todos los países de América que en ese entonces aún estaban bajo dominio europeo; integración regional en términos políticos y económicos, autodeterminación de los pueblos, pluralismo cultural, inclusión de los sectores excluidos por el colonialismo y las independencias criollas (sobre todo indígenas, negros y campesinos) y creación de formas de gobierno que se adecuen a la historia y el presente del continente. Desde esta perspectiva es retomado por los revolucionarios cubanos casi 60 años después de su muerte, y por millones de americanos más hasta el día de hoy, momento en el que su ideario cobra particular vigencia debido al actual contexto regional.