Por Gustavo Ramos / Ilustración por Cabro
Jeroglíficos
de pisadas de barro.
Medialunas
del sudor de los vasos.
Colillas
de los cigarros danzando
entre la orina del baño.
Y el espejo te saluda
cada vez más borracho.
Nos prenden la luz
a las cuatro.
Ya no me venden.
Vuelvo sin nada en la mano
entre los rostros reacios
de los muchachos.
Afuera, un mundo de gente,
perfecto para el pillaje y el raje,
para encarar si sos langa,
si tenés labia,
sino sólo buscar algún bar
que todavía abra,
que te venda pa’ tomar
porque falta
para que los pajaritos canten y el alba
muestre su cara limpia, pálida.
Pero igual no dura mucho
el barsucho que encontramos,
alcanzó dos vasos más
y ya la luz y ya el enrejado.
Sólo queda salir a vagar
entre los tirados acariciando
un perro marca perro,
entre el diariero que saca las tapas
de culos y de muertos,
entre los pendejos borrachos
que te gritan algo riendo,
entre los trapitos que fuman caño,
entre el grupo de chicas sofisticadas
que pasa apresurado,
entre el reggaetón que corre en un auto
y aturde a su paso,
entre la cana que pasa despacio,
y el sol que se avecina
con sus mortales rayos.
Nosotros terminamos
bajoneando en los paraguayos.
Encontramos un documento tirado
de una pendeja de unos 20 años.
Pensamos, fantaseamos,
que al devolverlo nos dará un beso,
terminaremos casados,
y reímos mientras esperamos
con la mayonga cayendo del paty
al 324 que nos lleve al pago,
al rancho, a dormir la mona
otro domingo más
que pase sin enterarnos,
otra tarde más
con fiaca levantándonos
para comer algo
y tratar de sacar
alguna conclusión
de esa noche de bar
con los muchachos.
Noche de poco tomar,
noche de luces tempranas,
noche casi borracha.
Pero por lo menos,
mirando lo bueno,
domingo sin tanta
resaca.