Por Simón Klemperer. Por tercer Mundial consecutivo, Chile se enfrentó a Brasil en octavos de final. Una maldición que da para pensar. El legado de Marcelo Bielsa adquiere cada día más fuerza y el fútbol, incluso en la derrota, es cada día más lindo.
Es pura crueldad que cada vez que Chile pasa a octavos juegue con Brasil. Es una crueldad infinita que nos grita risueña y sarcástica: “señores, ustedes nunca van a pasar a cuartos porque por más bien que hagan las cosas les vamos a poner en frente a un dinosaurio y van a tener que correr hasta deshidratarse y usar la imaginación hasta el delirio para dejarlo en el camino”. Todos los santos entongados para evitar el triunfo de una idea futbolística que solo produce fútbol. Tres octavos de final consecutivos en los que se impone esa muralla verdeamarela que gana al fútbol por decreto. Brasil gana al fútbol, Chile juega a la pelota. Todas las constelaciones entramadas para evitar que gane ese pequeño grupo de pequeños chilenos. Entramado que se teje allá arriba en lo alto para derrotar a un equipo, sin saber que ese equipo nunca pierde. La derrota de Chile contra Brasil demuestra a leguas que la derrota nunca es con el contrario sino con uno mismo.
El sábado perdió Brasil. Este equipo chileno es incapaz de perder, incluso en la derrota. La entereza de Jara cuando perdió el penal lo dice todo. Se dio la vuelta como diciendo, “que le vamos a hacer, jugamos contra Brasil, de igual a igual, los hicimos sufrir un rato, dejamos al estadio entero en absoluto silencio, y perdimos”. Perder haciendo lo que se tenía que hacer. Y es verdad que el título de esta nota miente. El dolor es infinito, pero también es verdad que si se pierde haciendo lo que se tenía que hacer, se puede perder mil veces que no pasa nada.
Chile fuera del Mundial no puede reprocharse nada. Chile fuera del Mundial sólo tiene la ansiedad de que llegue la Copa América para volver a jugar. A este equipo dan ganas de verlo porque ellos tienen ganas de jugar, y esas ganas se trasmiten. Cuántos equipos conocemos actualmente que da miedo sentarse a ver jugar, previendo el embole que se avecina. Equipos sin alma que no provocan nada, y ganan. Equipos que, como el brasilero, preferirían no salir a jugar el siguiente partido. Pero no tienen opción. Tienen la tediosa obligación de salir campeones del mundo.
Este Chile no puede perder ni en la derrota. Las lágrimas del arquero brasilero antes de los penales lo dicen todo. Ya no había fútbol ahí. Brillaba el fútbol por su ausencia. Se jugaba un enfrentamiento de ellos consigo mismos, y de ellos contra su país. Contra un país que más que acompañar, demanda. ¿Y el placer, el jogo bonito, la sonrisa, la gambeta?, en alguna parte, lejos de aquí. Ese estadio era una olla a presión, de una presión ajena al fútbol mismo, ajena al juego, ligada a un negocio, a un sponsor, a una mafia y a una obligación histórica de ganar por ser Brasil, de ganar por ser locales, y sobre todo, de ganar sin saber jugar, al menos colectivamente, que es de lo que se trata, aunque nos vendan, día a día, la desesperación por tener las figuritas más difíciles. En el álbum Chile no sobra ni una sola figurita, o están todas o ninguna. Son lindos lo ídolos, pero tampoco tanto.
Decía Nicanor Parra que Chile no es un país, es una geografía. Esta selección chilena tampoco es un país, es una idea. No representa una bandera, sino una forma de jugar. La mejor defensa es un buen ataque, se juega por abajo y todos dependen de todos. Al contrario no se lo espera, se lo ataca, en la cancha no se especula, se propone. Todos queremos ganar, pero no da lo mismo cómo. No sirve tenerla más grande si no se sabe usar. No basta con un duende mágico o con publicidades patrióticas, melosas y pegajosas. No basta con vender la patria por la tele y sacarle lágrimas al pueblo, si el equipo no sabe divertirse. Con caras largas no hay patria que valga.
La entereza de los rostros chilenos era diametralmente opuesta a la tristeza brasilera, extenuados físicamente por la falta de motivación que produce su falta de fútbol. Esos jugadores brasileros no saben jugar en equipo y están solos en la cancha. Solos, todos y cada uno de ellos. Solos como un trabajador volviendo a casa en el colectivo repleto de otros trabajadores que vuelvan a sus casas en el colectivo repleto de otros trabajadores solos. En ese equipo, como en tantos otros, no existe la potencia que produce el conjunto. Cuando el todo es más que la suma de las partes, cada parte es mucho mayor de lo que sería de forma aislada. Chile no depende de Alexis. Puede ser el mejor, pero él no va a salvar a Chile. A Chile no lo salva nadie porque la salvación no es una opción. La única opción es jugar a la pelota. A Brasil lo salvó un palo cuando estaban desapareciendo. Por eso los llantos. Por eso los abrazos brasileros después del partido solo demostraban tristeza. El sábado Brasil no festejó. El sábado Brasil cayó por un abismo donde al final de la caída, milagrosamente, cuando ya todo estaba perdido, había pastito. Y así, el abrazo fue sólo para secar las lágrimas en la camiseta del compañero, para secar las lagrimas por esa victoria que no para de doler. Es el dolor de la propia incapacidad, la de saberse incapaz de disfrutar un juego. El sábado los brasileros rezaban arrodillados en el campo, haciendo cruces y mirando al cielo. Ni dios ni patria, solo fulbo. En el nombre de Alexis, de Medel y del espíritu de Bielsa, amen. En Chile, desde que llegó el loco y lo sustituyó Sampaoli, no hay dios que valga, solo ganas de jugar en equipo. Solo fulbo. Por eso Jara no reza, ni mira al cielo, ni se reprocha, ni se arrepiente, solo espera el próximo partido.