Por Ana Paula Marangoni / Foto: Facundo Nívolo
Tras el femicidio de Araceli Fulles las tramas de poder que, en complicidad, cometen los femicidios o perpetúan la impunidad de la violencia machista, quedaron en masiva evidencia. Lejos estamos quienes nos queremos libres, llamadas a rebelarnos a todos los mandatos.
La noticia de una chica desaparecida, violada y asesinada forma parte de un horizonte de lo posible. El tradicional morbo mediático convive con la carátula de femicidio, de la que ya no podemos sustraernos. Cuesta discernir si los femicidios aumentan, o si ahora que sabemos su nombre nos resultan más brutales o pasan menos desapercibidos.
Sin embargo, la varita mediática de la atención te toca o no. A diario se reportan muchas mujeres desaparecidas. Pero el capricho mediático, sensibilidades o simpatías hacen que algunas de las que se nos van nos resulten más visibles que otras. Unos ojos hermosos y brillantes y la sonrisa de una fotografía harán que esa piba se nos vaya haciendo familiar con el transcurso de nuestros días. Los detalles de su vida cotidiana, sus hábitos o rutinas nos permiten hacer propio ese dolor; nos acercan la idea de que esa piba podría ser una conocida, una amiga, una hija, nosotras mismas.
Algo así, pero en diferido, pasó con Araceli. Ara era una piba desaparecida más, de las de barrio de conurbano, esas que Clarín sabe estigmatizar y que los conductores televisivos de turno (los Feinmann, los Etchecopar, los Gelblung) saben castigar con mayor o menor disimulo. Tuvo que ocurrir otro femicidio (paradoja fatal) para que la familia de Araceli pudiera hacerse notar: no hay femicidios de primera y otros de segunda, el #Niunamenos debe ser una consigna para todxs. El caso de Micaela, que tanto dolió porque era una de las pibas que se puso la camiseta de la consigna, le dio una chance a la familia de Araceli para que tuviera la atención que necesitaba. Así fue que hicimos oído de esa familia desesperada, y nos apropiamos también de su reclamo. Desde las redes sociales una vez más obligamos a los medios a hablar del tema. ¿Dónde está Araceli? Su cara se adueñó de nosotrxs, el pedido de aparición se hizo exigencia, y las cámaras empezaron a prestarle atención a la piba morocha de barrio, a esa que, como suele decir la policía cuando las familias acuden, seguramente se había ido de “gira”.
La aparición de cada cuerpo sin vida es un nuevo epicentro de dolor. Y en un ciclo de siniestras coincidencias, deja entrever un patrón de desprecio por la vida de la mujer. El caso de Araceli es una prueba ejemplar de la complicidad de la policía y de la fiscal (por lo menos). La casa donde se ocultaba el cuerpo fue dos veces allanada, como si se tratara de un grupito de aficionados. El principal sospechoso había declarado tres veces, pero solo a partir de la tercera declaración resultó sospechoso; y aun así, tuvo tiempo para darse a la fuga. La aparición sospechosa de pertenencias de la víctima en un lugar muy distante de la escena del crimen y un testigo falso desviaron la investigación. Una familia que se movió y descubrió más que la policía. Un cuerpo aleccionado con la mutilación. Una mujer de barrio cerrando el anillo de la (in)justicia, cazando al culpable y llamando a la policía para que haga su trabajo. Porque al presunto asesino de Araceli lo reconoció una mujer del Bajo Flores.
Los femicidios duelen porque ya no podemos ocultarlos, aunque lo intenten. El crecimiento de las movilizaciones de mujeres en el marco del surgimiento del #Niunamenos permitieron que décadas de lucha impulsadas por el movimiento feminista adquirieran un alcance y una vitalidad inusitadas. La contraparte dolorosa es que nos une el dolor de la apropiación extrema de nuestros cuerpos por la violencia machista, la que nos termina violando, torturando, matando, desapareciendo y mutilando.
Los cuerpos marcados por esta sociedad, cuerpos feminizados, alteridades cuyo lugar es el de la sumisión, estamos en un punto delicado. La sensibilización que logramos hace que seamos conscientes del peligro de muerte que pesa sobre nuestras vidas sólo por ser una otredad respecto de la hegemonía del macho. Y a la vez, en medio de ese conocimiento doloroso, debemos afrontar todavía a una sociedad y a un Estado que permanentemente buscan reapropiarse de nuestra consigna. Que buscan domesticar nuestro reclamo y transformarlo en otra cosa.
Mientras mutilan nuestros cuerpos, mutilan también todos los programas nacionales y provinciales que promueven la igualdad de género y protegen la integridad de la mujer. Desarman todos los programas que apuntan a defender y proteger a las víctimas de género, y que es peor, desarticulan la Educación Sexual Integral.
Mientras el morbo recorre las pantallas con las fotos de pibas que ya no están, con los comentarios indeseados de siempre, los machos mediáticos proponen más mano dura y buscan terminar con la violencia machista con la receta de su misma ley.
Las mujeres organizadas estamos lejos de estos discursos. Sabemos, saben nuestros cuerpos, que dejarán de matarnos cuando dejen de pensarnos como posesión, cuando dejen de creer que un cuerpo libre y una sexualidad libre merecen ser castigadas, cuando desde la infancia deje de promoverse una educación tan desigual, cuando la policía tome las denuncias y busque a las víctimas, cuando los jueces dejen de perdonar a violadores, cuando los programas que deberían protegernos efectivamente funcionen.
Mientras en las calles, en los bares y en nuestras propias casas nos siguen matando, en los medios se disponen a la compleja elucidación del perfil del violador “monstruo”, con el fin de evadir la terrible verdad: la sociedad entera nos viola y mata. Buscan todas las estadísticas posibles menos las que brindan las investigadoras feministas: el femicida está en casa o en la de al lado, en nuestro trabajo, entre nuestros amigos. Es el producto más acabado de nuestra cultura machista.
La pregunta, en medio de todo esto, es cómo seguir. Nos duelen los cuerpos y cada pérdida revive en nuestras biografías un sinfín de abusos mayores y menores. La afrenta al cuerpo que se pretende débil, enuncia entre otras cosas, la necesidad de disciplinar por la fuerza lo que no se logra por otros medios. Sabemos que este ejercicio extremo de poder seguirá ocurriendo. Pero si la organización crece, cada vez será más absurdo, más repudiable, más difícil de legitimar. Si nuestros cuerpos se rebelan al mandato, también seremos cada vez menos débiles, menos dóciles, menos aprehensibles.
Leé las notas de Opinión en: http://www.marcha.org.ar/category/generos/opinion-generos/