Por Mariano Pacheco. Fragmento de Montoneros silvestres, libro de reciente aparición, enviado especialmente por su autor para Marcha.
Para el 24 de marzo de 1977 Graciela Vicki Daleo ya estaba participando en Columna Sur. Recuerda que ese primer aniversario del golpe salieron al atardecer y realizaron una «migueleteada» (arrojar clavos “miguelito”) y una volanteada sobre el Camino General Belgrano. Abocada a las tareas territoriales, encuadrada en un ámbito de la Secretaría Política, Vicki comenzó a compartir sus días junto a Marcela (Estela Oesterheld, una de las cuatro hijas del reconocido escritor, también militante montonero) y José Vega, su nuevo responsable, quien vivía junto a sus dos hijos y una pareja de militantes. «Era un tipo gordote, morochón, con pinta de boxeador retirado poco antes». Así aparece descrito José, en boca de Graciela, en las páginas de La Voluntad, la saga escrita por Eduardo Anguita y Martín Caparrós. El Gordo José era un militante de la zona, un tipo laburante al que la dictadura había ya golpeado fuertemente: seis meses antes de ese encuentro con Vicki, José había perdido a su mujer en un enfrentamiento con el Ejército, en el que también son asesinados una pareja de militantes montoneros y uno de sus hijos. Los hijos de José lograron sobrevivir, a pesar de que fueron heridos por las balas disparadas por las fuerzas represivas.
Durante esos primeros tiempos en Zona Sur, Graciela iba de acá para allá con su guía Filcar en las manos. Eran inseparables. Y si bien rápidamente consiguió trabajo en la zona, continuó viviendo en Capital y viajando todos los días, religiosamente, en esa suerte de peregrinación inversa a la que realizaban la mayoría de los trabajadores, que se desplazaban desde sus viviendas en el Sur hacia sus laburos en la ciudad de Buenos Aires. Así que cada día Graciela viajaba durante dos horas para entrar a las 8 a su trabajo en la Papelera del Plata. Me iba desde Villa del Parque. Tomaba el tren hasta Chacarita, ahí el subte, la combinación, y luego el 17 hasta Wilde. Todo un viaje, recuerda, 35 años después.
Las directivas partidarias indicaban que los militantes debían buscar trabajo y habitar en el mismo territorio en el que desempeñaban sus tareas políticas, pero a Vicki no la convencían para mudarse a Zona Sur. Es que el dinero del que disponía mensualmente no le alcanzaba para alquilar un departamento. Una y mil veces llegó hasta la puerta de un lugar que había visto, y una y mil veces se había marchado sin siquiera preguntar. Era una casa mitad de madera y mitad de chapa, con un cartelito que decía “se alquila habitación”. Para mí era más cómodo seguir viviendo con La Negra, aunque fuera lejos.
Haber pasado de la militancia en el aparato a la territorial tenía un no-sé-qué que a Graciela le agradaba, a pesar de que las condiciones de seguridad eran cada vez más precarias, debido a la caída permanente de militantes, las delaciones que se producían bajo torturas y las consecuentes citas «cantadas» con las que se podían topar cada día. También trasladarse era un riesgo, porque los militares establecían «pinzas» en las principales avenidas, paraban los colectivos, se subían a requisar a los pasajeros o los hacían bajar. O en las mismas barriadas del Conurbano los camiones caían, desplegaban a su personal uniformado y “rastrillaban” la zona, manzana por manzana, casa por casa, cuando no caían directamente a la vivienda de algún militante, con los Ford Falcon sin patente y cuatro o cinco militares o policías “de civil” por auto.
Así y todo, Graciela y sus compañeros de “ámbito” se negaban a abandonar el espacio social que había ligado a Montoneros con el pueblo ya desde sus primeros pasos como organización. No querían, no estaban dispuestos a dejar vacío cada lugar que se presentara como viable para realizar, al menos, algún tipo de actividad social en los barrios. Por eso Vicki, junto con El Conejo -un militante del que nunca llegó a conocer su nombre- empezó a recorrer la zona, y tomaron contacto con un club, situado en una de las partes más pobres del distrito de Avellaneda. Hablaron con el presidente, que les pareció un tipo muy “gamba”, y le plantearon que ellos querían hacer algo por el barrio, una guardería o cualquier cosa que se pudiera emprender en ese salón grande que tenía la institución. Queríamos poner en funcionamiento una guardería, ya que ahí nomás había un hospital, y pensamos que la gente que asistía al hospital o los mismos vecinos de la villa podían sumarse a la iniciativa. Pensamos en una guardería y también en una biblioteca. Yo empecé a llevar libros de mi infancia, de la colección Robin Hood, que logré rescatar de la casa de mis padres.
En el club, con los viejos, Graciela jugaba a las bochas o tomaba Gancia en el buffet. Con el correr de los días, Cacholo (Francisco Víctor Pana), otro militante que vivía en la villa y era ferroportuario, se había sumado a las actividades.
Para el Primero de Mayo, en un nuevo aniversario por el Día de los Trabajadores, Vicki y sus compañeros de militancia hicieron una especie de proclama en una hoja oficio. Yo hice el esténcil, y no recuerdo dónde El Gordo la imprimió. Y nos fuimos a la madrugada, como a las 5 de la mañana. Yo me fui a dormir a su casa, y de ahí salimos. Te confundías con la gente que iba a la fábrica… Llevamos estas hojas entre Sarandí y Villa Domínico, donde había una fábrica de no sé qué. No nos quedamos a repartir, sólo los dejamos.
Así, los montoneros que aún quedaban en el territorio buscaban combinar la poca actividad pública que se pudiera realizar (más social que política, y más barrial que montonera), con las acciones propias que desarrollaban y asumían como organización.
Para el 25 de mayo, organizamos en el club un locro gigantesco. Mucha gente de la villa se acercó, cocinó y participó de una importante jornada barrial. Los hombres habían resucitado el equipo de fútbol y todo. Pero por esa época sucede algo terrorífico…
Vicki cuenta que un día cae otro militante montonero -nunca supo su nombre, pero sí que le decían El Negro– y le dice:
-Escuchame, están todos locos.
Resulta que otro militante, a quien apodaban El Vasco, se había presentado en el club, con otros dos o tres, diciendo que pertenecían al Ejército Montonero. Hicieron una arenga en la cantina, acerca de la importancia de ejercer la lucha armada contra la dictadura, y después invitaron a los viejos a incorporarse al Ejército.
Me quería comer cruda El Negro, como si yo tuviera algo que ver. Nos queríamos morir -aclara Vicki-. Estábamos tratando de hacer un “entre” político, modesto, y cae este animal a reclutar viejitos jugadores de bochas para el Ejército Montonero.
En los momentos en que se quedaban solos en la cantina del club, sin los viejos, Graciela y Cacholo conversaban sobre otros temas. Creo que fue el 9 de julio que hubo un partido, y yo estaba con él en el boliche tomando uno de nuestros eternos Gancias. Recuerdo que hablamos acerca de la caída de alguien, no sé ahora bien de quién. Pero me acuerdo que empezamos a conversar entre nosotros y a preguntarnos sobre qué pasaba con la gente que caía. Y por qué cantaba.
A los pocos días, Cacholo fue secuestrado. Él no vuelve del puerto a su casa. En la villa se empezó a correr la bola de que se había ido con una mina. Entonces los compañeros trataron de averiguar. Él era casado, con hijos. El Negro pensaba que no podía ser. Y en una cita que tuvimos por el Parque Domínico, El Negro me cuenta que había logrado averiguar algo. Resulta que unos tipos se habían presentado en el trabajo de Cacholo para vaciar la taquilla que él tenía en el puerto. Y que otra persona contó que lo había visto en la parada del colectivo 102, en Constitución, y que cuando se acerca para hablarle, Cacholo no le da pelota. Y dijo -comenta Vicki, que le contó El Negro, que le había relatado esa persona- que le pareció que estaba enyesado. Meses más tarde, cuando Graciela se encuentre detenida-desaparecida en la ESMA, un compañero le contará la historia de un militante de Sur que había estado allí secuestrado y que estaba con «la pata enyesada». Era él, Cacholo, quien aún permanece desaparecido.
Cuando pasa eso con Cacholo, el “ámbito” donde participa Vicki entra en emergencia, y deciden “levantarse” del club. En el desbande lo pierdo a El Conejo. Me deja dicho en el teléfono que no quería vender más camisas o algo así. Y lo pierdo a El Negro también, que concurre a una cita y dice que no quiere seguir. A esa cita, me acuerdo, yo había ido con El Gordo José, que ante algunos cuestionamientos políticos que hace El Negro, lo putea y le dice que en realidad, en el fondo, lo que pasaba era que se había cagado. Ahí El Negro se abrió, y quedamos solos con José.