A los 94 años murió Giulio Andreotti, uno de los políticos más importantes de la historia italiana y europea. Se lleva a la tumba centenares de secretos, desde las relaciones entre el estado y la mafia, hasta el terrorismo de Estado.
Fue siete veces primer ministro, ocho veces ministro de defensa, cinco ministro de relaciones exteriores y dos de finanzas. Fue el titiritero de los 40 años de gobierno de la Democracia Cristiana italiana, uno de los hombres más influyentes del mundo, tejiendo relaciones desde el portaaviones natural que representaba la península en el medio de la Guerra Fría. Giulio Andreotti, declarado senador vitalicio en 1991, murió ayer a los 94 años, ejerciendo aún el poder que mantuvo entre sus manos durante la mayor parte de su vida.
Una historia con luces y sombras. Lúcido conductor de la franja más reaccionaria de la DC, supo tejer alianzas y confianzas tan estrechas como para transformarlo en el principal estratega de la política italiana, desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la primera mitad de los años ’90. Su carrera política coincide con la historia de la república italiana: estuvo en la primera constituyente, la de 1945, en el primer parlamento republicano de la historia del país, a partir de 1948, y desde ahí nunca más salió del recinto legislativo. Su nombre está asociado al ‘boom económico’, la reconstrucción posguerra, el crecimiento industrial, pero también al terrorismo de estado, los complot, la P2 y sobre todo, a la mafia.
“La historia juzgará su accionar”, declaró el presidente de la república Giorgio Napolitano -otro político que se pasea por los estamentos del poder estatal desde hace 60 años-, que con Andreotti siempre tuvo un distanciamiento ideológico y hasta algunos cruces.
Porque en 2013, estar ligado a la figura del viejo dueño de la política italiana no le gusta a nadie. Su figura huele a corrupción, tranzas con la criminalidad y la extrema derecha, a todas aquellas cosas que nadie quería hacer pero había que llevar adelante para sostener la gobernabilidad. Andreotti se lleva a la tumba más de un secreto. Porque si no fue responsable de algunos de los hechos más oscuros de la historia republicana de Italia y de Europa, como mínimo sabía quienes debían pagar por asesinatos y tragedias.
Era él el encargado de liberar al presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, secuestrado por las Brigadas Rojas en 1978 y asesinado en mayo de ese año. Moro representaba el ala ‘dialoguista’ del partido, enfrentada al de Andreotti, que veía con buenos ojos la llegada de exponentes del Partido Comunista Italiano a un gobierno de coalición con los democristianos. Andreotti alegó ‘motivos de Estado’ para negarse a negociar su liberación, uno de los casos más oscuros de la historia italiana. Como el de los banqueros Roberto Calvi y Michele Sindona, ligados a las cuentas secretas del Vaticano y al tan cuestionado Ior, ambos asesinados pocos días después de encontrarse con testaferros del mismo Andreotti. O la designación de los altos vértices de los servicios secretos italianos en su gobierno entre 1976 y 1979, todos miembros de la logia secreta Propaganda 2, cuyo jefe, Lucio Gelli, además de ser amigo del almirante Massera o Lopez Rega, trabajaba codo a codo con el difunto Andreotti.
También inauguró un nuevo sistema de impunidad judicial, que hasta lleva su nombre. En 2003 fue condenado luego de un largo juicio en su contra por ‘colaboración activa con Cosa Nostra’, la mafia siciliana. Los jueces sin embargo, probaron su participación en crímenes de mafia durante sus mandatos hasta la primavera de 1980, fecha antes de la cual todas las condenas caían en prescripción. Así, la justicia confirmó su accionar mafioso y se declaró incompetente para condenar al ex presidente porque el delito ya había prescrito, y todas las relaciones encaradas luego de esa fecha no llegaron a ser juzgadas por falta de pruebas.
Andreotti es la figurita principal en la historia de esa Italia hecha de cafés envenenados, sicarios desconocidos, juicios suspendidos, crímenes prescriptos, de los cuales nunca ha sido salpicado. Casi todos sus colegas cayeron. Uno a uno tuvieron que exiliarse o cumplir sentencias por corrupción, participación en organizaciones mafiosas o clandestinas, coimas y demás crímenes de ‘cuello blanco’. Pero Andreotti se mantuvo casi pulcro hasta el final.
Mientras su viejo colega, Bettino Craxi, presidente del Partido Socialista hasta 1992, debió exiliarse en Libia, donde murió sin pena ni gloria, tras ser desterrado en una histórica manifestación donde le cayó una lluvia de monedas en la cabeza, Andreotti falleció tras haber sido llamado a participar, como senador, de la elección del presidente de la república actual. Una última cita a la que no puedo participar a causa de la enfermedad que, anciano, terminó con su vida ayer al mediodía. “El poder carcome a quien no lo tiene”, contestó una vez a quien le preguntaba si no estaba cansado ya del rol protagónico que tenía en la política italiana.
Un peón infranqueable de la estrategia occidental durante todo el periodo de la guerra fría. Fue uno de los principales referentes de aquella filosofía de lealtad debida a los Estados Unidos, “por habernos liberado del fascismo”, que poco o nada recuerda de la guerra partisana llevada adelante por los sectores populares entre 1943 y 1945. Un maquiavélico defensor de los intereses vaticanos, desde su juventud en la Federación Universitaria Católica hasta el último de sus días. Andreotti se erigió al más grande diplomático italiano con la santa sede, lugar desde el cual otorgó innumerables concesiones al papado, obteniendo una confianza casi ciega que lo benefició electoral y políticamente.
Junto con la recién fallecida Margaret Tatcher, “el viejo zorro” de la política italiana ha sido sin duda uno de los personajes más importantes de la historia europea y mundial. Con un perfil más bajo, un carisma más volcado a las mesas chicas de los partidos y el empresariado que a las grandes manifestaciones de masas, Andreotti se apagó en el silencio romano de un país que se apresta a seguir un de las vías por él mismo inauguradas, la del gobierno ‘de unidad nacional’. En medio de tanta sospecha y resquemor sobre su figura, parece haber marcado para siempre la política de su país.