En momentos de aislamiento, las multitudes son más que un recuerdo, son una necesidad. Aquí un repaso del último Clásico de Avellaneda, el mejor de la historia.
Por Agustín Bontempo / Foto Nacho Yuchark
Ser hincha de Racing es un privilegio cuando uno se sienta a escribir sobre multitudes. Y no hablo de la chicana irracional de más gente o “más aguante”, sino de una constatación empírica de un club que fue el primer campeón del mundo, pero también el de la sequía de 35 años sin títulos locales. Años en los que se forjó la cultura de la pasión por sobre la razón. “Esta campaña volveremos a estar contigo”. En las buenas, “y en las malas mucho más”. Canciones de cabecera para las y los hinchas sedientos de títulos pero llenos de amor inclaudicable.
Siempre recuerdo cuando la sucesión de delincuentes al frente del club lo quebraron y lo pusieron al borde de su desaparición. Recuerdo una canción de los rivales: “la hinchada de Racing no tiene carnet, tiene recibo de sueldo cuando llega fin de mes”. Cómo me enojaba. Y, posteriormente, la razón en alianza con la pasión nos devolvía el orgullo. Racing no quebró ni fue gerenciado por decisión de las y los hinchas. Pero, ¿saben qué sí fue una decisión de la hinchada? Ocupar la sede social para evitar el remate. Llenar la cancha cuando estaba prohibido jugar, porque “Racing dejó de existir”. Y pusimos en pie al club y en 2001, con Merlo, otra vez campeón.
Pero esto mejora. Balnquiceleste S.A, que dirigía el procesado De Tomasso y el macrista Fernando Marín, llevaron nuevamente a la quiebra al club. Eso no lo hizo el hincha. ¿Saben qué sí hizo? Movilizar a miles todas las semanas, impulsar medidas en la puerta de la AFA, tribunales y el Congreso.
¿Vieron cuando se canta “si la nuestra es un hinchada diferente”? La gente de Racing enfrentó los embates del menemismo liberal y el sistema de privatización macrista en sus expresiones futboleras. Y esa gente apasionada, nosotros y nosotras, vencimos todas esas peleas y hoy tenemos el club que ya saben: el que gana campeonatos, juega todas las copas y al que no le pesa la historia de los clásicos porque los gana hasta con 9.
El mejor clásico de todos los tiempos
Una mala pasada personal fue el privilegio que tuve para formar parte de un selecto grupo que vivió el clásico con un plus y, para explicar esto, debo remontarme al 12 de diciembre de 2019. Ahí empezó mi Clásico de Avellaneda.
Me sitúo en esa fecha porque aquel jueves de casi verano pero en una noche muy fresca, disputaba, junto a mi equipo de amigos, la semifinal de un torneo de fútbol amateur. Estaba muy entusiasmado con llegar a esa instancia y jugábamos contra el último campeón, con quienes perdimos en la fase regular pero en el que había jugado uno de mis mejores partidos (en un torneo donde jugué mal la mayoría de ellos).
Íbamos ganando y cómodamente. Yo, volviendo a mi rutina de jugar muy mal. Y de repente, podía reivindicarme: recibo la pelota, gambeteo al último hombre, llego mano a mano con el arquero y ni bien punteo la pelota, recibo un empujón del defensor que me seguía y choco fuerte con el guardameta. Lo bueno, la pelota ingresó al arco en un gol épicamente palermiano. Lo malo, fractura expuesta de tibia y peroné. Sí, me salió el hueso afuera de la piel y el tobillo y el pie pedían independencia del resto de la pierna.
Viernes 13 de diciembre me operaron y salió muy bien. Sábado 14 de diciembre, en la noche solitaria de la internación, vi a Racing Campeón de la Superfinal del “Trofeo de Campeones”.
Este tipo de golpes demanda de recuperaciones largas, pacientes, sinuosas. Y en eso aún estoy. Aunque desde ya, no me voy a detener en detalles.
Y en ese contexto llegó el 9 de febrero de 2020. Clásico de Avellaneda. En los días previos estuve interactuando mucho con mis amigos y amigas de cancha sobre qué hacer. Cuando el campeonato se había reanimado unas semanas antes, me puse esa fecha como objetivo. Pero, de verdad, estaba asustado. Asustado porque días antes había superado una inoportuna infección en la pierna lesionada y porque hacía una semana había dejado las muletas definitivamente.
Amanecí con muchas ganas de ir, pero con el mismo nivel de dudas. Y, no les miento, me decidí tres o cuatro horas antes del partido. Mi entorno afirmaba que si no iba, me arrepentiría, y que ellos y ellas me cuidarían. Que harían un círculo para que yo estuviera en el medio. Así que juntamos coraje y después de dos meses de reposo y en el último tiempo de salir solo para trabajar y alguna que otra reunión o actividad, volvía a las multitudes, a la mejor de ellas.
Y ahí, lo de siempre: previa en las inmediaciones de la cancha, charlas, entusiasmo. Entramos al cilindro. Fuimos a nuestro lugar habitual dentro de la popular. Amigos y amigas, mis escudos por las dudas. Miré hacia mi costado y un muchacho tenía una muleta. Ahí lamenté no haber traído las mías, también por las dudas.
Empezó el partido. Racing jugaba mejor, atacando, complicando. Crecía la confianza. Cualquier hincha lo entiende: empieza un clásico y estructuramos nuestra convicción sobre la base del contagio desde el césped. Y venía todo bien, pero pasaron cosas. Cosas que auguraban una noche para el olvido y que, sin embargo, estructuraron la jornada más épica y soñada.
Cerca del final del primer tiempo el buen arquero de Racing, Arias, fue expulsado por una mano afuera del área y se aplicó el último recurso. Tuvo que salir un jugador para que entrara, en su lugar, el ícono de la noche: Javier García y sus joggins. Todo continuó igual y el primer tiempo terminó con la convicción de que se podía ganar.
Arrancó el segundo tiempo. Iban 50 segundos nomás cuando fue expulsado Sigali, el mejor marcador central del fútbol argentino para este cronista. Racing se quedaba con 9, en un clásico, de local. Se venía negativa la cosa. Y el partido tomó otra dinámica, donde en la tribuna empezamos a jugar el rol clave, como hacíamos cuando teníamos que derrotar al neoliberalismo y las privatizadas que querían entrar a nuestro club. Cantamos, cantamos y cantamos. Adentro de la cancha, García y sus joggins tapaban más que cualquier arquero en cualquier momento de la historia de cualquier club. Atajaba todo. La defensa se ordenaba, el Chelo Díaz comía banana y ordenaba el medio. Licha aguantaba y, cuando salió, lo hizo Cvitanich.
Y nosotros y nosotras alentábamos más fuerte. Logramos que los jugadores de nuestros hermanos del rojo erren mucho: pases afuera de la cancha, tiros desviados. También hacíamos que los nuestros corrieran más y sean más precisos que los de ellos.
Y sobre el final llegó el momento esperado. Promediando el segundo tiempo, un amigo nos dijo al grupo: “tranqui che, vamos a tener una”. 41 minutos, y ya parecía no haber oportunidades. Y fue Cvitanich a pelearse con los centrales de Independiente. Perdió y la pelota le quedó a Montoya que le pegó al montón y, gracias a un rebote y una pequeña mano sin intención, sirvió de frente nuevamente a Cvita que dio un pase atrás a Lolo Miranda (un ex rojo que allá conoció el infierno y acá el cielo), quien abrió las piernas para que el balón llegara a los pies del Chelo Díaz que, con una claridad propia de su jerarquía, definió tranquilamente con un pase a la red. Gol.
La tribuna fue una locura. Mis amigos y amigas medio que se olvidaron de mí y mi pierna quebrada, pero me salvó la multitud. Un desconocido de cuerpo robusto me miró, me abrazó y me levantó, y así me tuvo unos 10 segundos. Sí, un montón. Lagrimeamos un poco. De felicidad, y yo también porque me acordé de mi viejo, que falleció en 2013. Y recordé, también, el día glorioso que viví con él en 2008 cuando superamos la promoción. Él no vivió el descenso del Rojo ni estos años de buenos tiempos. Aunque sí estuvo en el mejor Racing de todos los tiempos y se hizo presente en la última batalla de la tempestad académica, victoria que abrió las grandes alamedas de hoy. Cada vez que pasa algo así como los campeonatos, la eliminación en la pre-libertadores a Independiente, el 3 a 1 que no fue lateral o este, el más épico de todos. No puedo obviar su recuerdo ni extrañar sus abrazos. Y entonces el hombre me bajó y mis amistades se percataron, por lo que me sumé a ese abrazo colectivo.
Cantamos los minutos que quedaban mientras Independiente empezaba a recibir expulsiones producto de su propia locura. Y de este lado, desbordaba la alegría. Terminó el partido y seguimos cantando. Nos fuimos de la cancha y seguimos cantando. Llegamos a nuestras casas y seguimos cantando. Y todo el mundo me repetía: “menos mal que fuiste, porque te ibas a arrepentir”. Y sí, fui, y la alegría fue infinita. Y me sentí parte de esos cantos y esa hinchada que, una vez más, no se dio por vencida. Porque, en definitiva, si la luchamos en los 90 y los 2000, una quebradura no podía ser una limitación para ir a ganar el Clásico de todos los tiempos.