Por Leonardo Rossi. Familias campesinas de diversos puntos de la provincia de Córdoba temen perder -o han sido expulsadas de- sus territorios ancestrales. El Estado presente avala la extinción del campesinado.
Mario lleva veinte años con un cuchillo que le pincha el cuello. Amanece cada día sin saber si será el último andar en el monte que emerge al pie de las salinas, en Ischilín. Miguel está menos curtido en el tema, pero igual de amargado. Desde hace cinco años lo quieren sacar de su tierra.
Por cómo avanza la causa donde quedó involucrado entiende que cualquier día de estos llegarán con la orden de desalojo. Humberto no sabía de causas ni jueces ni nada. Le acaban de reventar, con una hora de preaviso, la casa de adobe que su familia habitó durante 150 años.
Lo que aparentan ser casos aislados encuentran más de un punto en común. El avance voraz de los agronegocios, la falta de voluntad política en regular la tenencia de la tierra de las familias campesinas, y la acción (o la omisión) contra los poseedores ancestrales, desde el Poder Judicial. Las tres víctimas del modelo agropecuario convergen en el Movimiento Campesino de Córdoba, desde donde buscan darse fuerza para resistir.
Casos testigo
-Miguel Rojas (50) vive en Los Pozos, departamento Tulumba. Cría sus animales en unas 6.000 hectáreas, junto a otras familias campesinas. Allí vivió su padre, nació él y es el sitio donde espera morir. “Tengo posesión (ocupó por más de veinte años esas tierras, como exige el Código Civil), y me denunciaron por usurpador”, se indigna. El denunciante es Jesús Figueroa quien “apareció hace unos cuatro años”, y “tiene parientes en otros campos de la zona”. La causa avanza en contra de Miguel, pero advierte “no voy a firmar el desalojo”. Le querían dejar 200 hectáreas como para llegar a un acuerdo, pero eso “es muy poco” para sus 200 cabras, y las vacas, yeguarizos y chanchos que cría. “Necesito la tierra del campo abierto, las 6.000 hectáreas, para que pasten los animales”, explica.
-Mario Bárcena (51) vive en La Libertad, departamento Ischilín, al oeste de Quilino. Tiene más que claro desde dónde surgen sus males. “Nuestro problema empezó con el auge por la soja. Las vacas que estaban donde hay ahora soja las trajeron a estos lugares donde todavía queda monte”. Unas cincuenta familias de este campo comunero, de 12.500 hectáreas, quedaron atrapadas dentro de un juicio que lleva casi dos décadas y que les es ajeno. A partir de la quiebra de la empresa Feigin Hermanos, un grupo de acreedores buscan cobrar deudas con tierras, que han sido apropiadas por la extinta firma con las familias adentro. Ya han pasado cuatro jueces sin que se resuelva el conflicto. Las familias que habitan ancestralmente estos campos, pero que no tiene títulos sanos piden hace años “que el gobierno expropie estas tierras para las comunidades campesinas”. Del otro lado: silencio.
Mario ha relevado a las familias de la zona. Algunas “llevan 250 años” de habitar este campo. Cuenta que sus “abuelos y padres han vivido y muerto aquí”. Quiere seguir esa tradición: “Yo quiero morir en esta tierra”.
-Humberto González (27), vivía en el paraje Tres Esquinas, cercanías de Piquillín (departamento Río Primero). Vivía; ya no vive allí. No vive; no lo han dejado vivir. Esto ocurrió el 12 de abril. “Me levanté esa mañana, le di de comer a los animales, y al rato caen con una orden de desalojo. Me dan una hora para que sacara todo de la casa, porque la iban a voltear. Traté de sacar lo que más pude de la casa de adobe de mis abuelos de 150 años. Me la voltearon. Fue algo que jamás pensamos que iba a pasar”, narra con desesperación, ahogado, y la voz asfixiada, como si estuviese otra vez dentro de esa escena.
La familia González pagó un costo demasiado alto, para no haber sido parte del juicio en el que Sara Jabase reclama 180 hectáreas (que incluyen unas seis de las familias campesinas) a Henri Cattáneo, un sojero de la zona. Nunca supieron de este juicio. Nunca hasta que las topadoras llegaron a la puerta de su casa.
Humberto, su hermano y su tío criaban chanchos, tenían sembrado sorgo para los animales, y producían algunos pollos de charca. “Cosas para rebuscársela”, dice. Acto seguido, cuenta que “siempre” vivieron así, en ese lugar, pero “lamentablemente sin papeles”.
Embarrados en tribunales
Como describe Sabrina Villegas Guzmán en “Las luchas campesinas en Córdoba (2012)”, este tipo de situaciones ponen en juego “la centralidad indiscutida de la lucha por la tierra/territorio”. Este binomio -dice la magíster en antropología (Universidad Nacional de Córdoba)- se debe leer a partir de los sentidos “tierra-espacio de producción de la vida; tierra-identidad; tierra-naturaleza y tierra-trabajo”. Es por eso que para el campesinado vivir sin el territorio “no tenga razón de ser”.
En su tesis (2012), la investigadora miembro del colectivo académico “El llano en llamas” destaca que a pesar de la ley 9.150 que apuntó a sanear títulos, de 28.133 expedientes realizados (2004 a 2008) sólo se han resuelto el 2% de los mismos. Y del total de trámites, apenas 3.235 pertenecen al ámbito rural, según surge de un informe legislativo que recupera Villegas Guzmán.
Por denunciados o denunciantes, las familias campesinas terminan embarradas en farragosos procesos jurídicos sin resolver la cuestión de fondo: la tenencia de la tierra. “Las limitaciones de las distintas normas que se crean para hacer frente al problema derivan en que sea el Poder Judicial el encargado, una y otra vez, de la resolución de los conflictos”, concluye.
Ni un metro más
Ante la pregunta sobre el significado de la tierra, las respuestas son contundentes. Según Miguel, en la tierra pueden “criar animales, sembrar una cosita, de lo que vivimos. Por eso la tierra significa mucho para nosotros”. Para Humberto, por su parte, “la sentís mucho, es un medio de vida. Hoy en día no tenerla es algo que aún no creo”.
Según Mario, “la tierra es la vida porque aquí producimos, necesitamos monte para trabajar”. Y concluye: “Nos quieren cansar, pero la lucha va a continuar. Estamos organizados para el día que nos quieran sacar”.