Por Julia Chávez. Nuevamente el oficialismo impuso en la agenda un debate polémico. Esta vez fue el turno de los jóvenes. El gobierno nacional presentó un proyecto de ley que capacita a los adolescentes de entre 16 y 18 años a participar sin obligatoriedad de las elecciones nacionales. Las distintas voces a favor y en contra no se hicieron esperar.
En un reciente editorial del diario La Nación se afirma que la baja de la edad de votación “resulta inoportuna porque nuestra sociedad no ha podido todavía zanjar el debate sobre la conveniencia o no de bajar la edad de imputabilidad penal de los menores en momentos en que alarma la cifra de adolescentes y pre-adolescentes involucrados en delitos aberrantes” (La Nación, 31-8-12). Por su parte, el ministro de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Raúl Zaffaroni defendió el proyecto presentado por el oficialismo. Afirmó que dado que los mayores de 16 años son imputables en caso de cometer un delito, también deberían poder votar, y declaró que “no es concebible que alguien sea penalmente responsable desde los 16 años pero no tenga capacidad para casarse o para contratar”. Ambas posturas, aunque opuestas, apelan a la misma lógica que equipara la capacidad para elegir representantes con la posibilidad de tener que enfrentar un proceso penal idéntico al de los adultos en caso de cometer un delito.
Estos argumentos naturalizan el supuesto de que, alcanzada cierta madurez biológica, las personas deben asumir responsabilidades plenas, de cualquier orden. Sin embargo, las discusiones sobre la edad de votación y la edad de imputabilidad responden a fenómenos sociales distintos. Mientras que la primera refiere a la ampliación de la participación política -y en este sentido, cabe preguntarse si la inclusión de un grupo mayor de ciudadanos a las instancias electorales mejora la práctica democrática-, la segunda surge en medio de la búsqueda de respuestas al problema de la inseguridad poniendo en juego la orientación de las políticas referentes a la seguridad: si para disminuir los delitos se intensifica el castigo de una falta ya realizada, acorde al imaginario social de que cada vez son más los jóvenes que delinquen, o si, desde otra perspectiva, se busca garantizar los derechos de los jóvenes (salud, educación, acceso a una vivienda digna, etc.) y modificar las condiciones sociales en las que muchos viven, entendiendo que no son ellos los victimarios sino las víctimas de este sistema, que los excluye y posterga.
Resulta fundamental, en primer lugar, cuestionar esta asociación entre la baja de la edad de imputabilidad y los derechos políticos que se escucha en los argumentos de los distintos actores en el debate actual (en muchos casos, omitiendo el hecho de que los mayores de 16 años son efectivamente imputables según la ley vigente). No se trata de evaluar si hay una edad biológica en que las personas maduran y se vuelven aptas para asumir un sinfín de responsabilidades dispares, ni cuál es esa edad. Se trata de correr el eje hacia un debate que se centre en cuál es la realidad concreta de la totalidad de los jóvenes de entre 16 y 18 años, y en cómo priorizar la implementación de políticas que garanticen la satisfacción de las necesidades básicas de esta población.
Por otro lado, una segunda discusión refiere a la ampliación de derechos y la visión que se tiene sobre los jóvenes. El nuevo proyecto de ley ha incentivado un cambio en la mirada que la sociedad produce de los jóvenes: en estos días no aparecen esos estereotipos gestados en gran medida desde los medios de comunicación donde los jóvenes son vistos como consumidores o delincuentes. Se piensa en cambio a los jóvenes como ciudadanos, como sujetos políticos. En ese sentido, el proyecto va en consonancia con la Ley de Protección Integral de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes (ley nacional 26.061, sancionada en 2006), que plantea que los menores de 18 años son sujetos de derecho, y estimula su progresiva participación en los ámbitos de decisión institucionales y comunitarios.
Así pues, es preciso reconocer que esta ley abriría un camino de ampliación de la ciudadanía y de la participación política. Pero no por eso debemos ligar ingenuamente la ampliación del acceso a la práctica electoral con el fortalecimiento del ejercicio de la democracia. Una verdadera democratización está ligada a la generación de nuevos canales de participación, mientras se trabaja para garantizar los ya existentes. Los jóvenes deben ser progresivamente instados a tomar parte en las decisiones de todos los ámbitos por donde transitan diariamente, tales como sus colegios y sus barrios.
Sin embargo, hablar de democracia, ciudadanía y participación puede tornarse un debate meramente intelectual y abstraído de la realidad si no tenemos en cuenta las condiciones de vida concretas de los niños, niñas y adolescentes. Hoy en día, viven en Argentina 2.111.430 jóvenes de entre quince y diecisiete años, de los cuales 389.506 no asisten a la escuela, el 37% pertenece a hogares que sobreviven por debajo de la línea de pobreza y casi el 44% no posee cobertura social.
Muchas de las voces que han denunciado en este debate las condiciones de vida de los jóvenes lo han hecho desde miradas conservadoras y elitistas, impugnando el proyecto porque habilita a votar a quienes no estarían suficientemente educados. Evitar ese tipo de argumentos tampoco nos puede llevar a restringir la discusión a cuál es la edad más acertada para poner un sobre en una urna cada dos años. De nada vale continuar discusiones abstractas, donde el joven que aparece en el imaginario colectivo es aquel que come bien, vive bien, tiene la oportunidad de educarse y de debatir cuestiones políticas en sus ratos de ocio, si no discutimos cómo restituir a los jóvenes sus derechos más básicos, que hoy se encuentran vulnerados.
Quizás, sea el momento de que los impulsores de esta ley, en lugar de autoproclamarse defensores de los derechos de los jóvenes, reflexionen sobre la situación concreta que viven hoy día a día muchos adolescentes, para priorizar desde allí políticas integrales que restituyan los derechos más básicos, hoy vulnerados. Este debate requiere poner sobre la mesa aquellos puntos que escapan al proyecto en sí. Una discusión centrada sobre el lugar de los jóvenes en nuestra sociedad no solamente implica reflexionar sobre la ampliación de derechos, sino también analizar en qué situación se encuentran aquellos que sí fueron conquistados.