Hoy, en relatos feministas urgentes, la crónica de un “borocotazo” anunciado.
Por Mariana Fernández Camacho
Mi hijo bostero se hizo de River. Y el tema se cerraría ahí, sin hacer espamento… si viviéramos en otro país, bajo otros códigos culturales, si el fútbol no le diera letra a muchas de las nefastas reglas de la masculinidad.
Para Martín fue una decisión más, de varias que va tomando a medida que crece: prefiere el jogging al jean, espaguetis con salsa rosa en vez de mostacholes, el rap al rock, la play a la tablet, la imprenta a la cursiva, y las vacaciones en el mar antes que el río.
Decenas de argumentos explican esta particular elección: un progenitor de Boca que da muestras de vida una vez al mes y por transferencia bancaria; poco y nada interés por la pelota; familiares maternos y amigos gallinas empecinados en recuperar al “perdido” cual estrategas de GOT; incipiente rebeldía pre-teen en puerta; y ganas de subirse al exitismo del Muñeco para alardear en el cole, entre otros. Así las cosas, que Martín decidiera hacerse de River fue casi la crónica de un “borocotazo” anunciado. Algo que terminó de decantar, y se consagró con una foto vestido de pies a cabeza de rojo y blanco.
Lo que no llegué a imaginar fueron las consecuencias de este salto en la paleta de colores. El magma de significaciones sociales que se pone en jaque cuando alguien decide no hacerse cargo de la (real) pesada herencia: padre-hijo/apellido camiseta.
Queridísimos compañeros de trabajo con caras preocupadas porque “con eso no se jode, negra” y dicen entender si el no-papá me manda a matar (como si yo fuera la responsable de cuidar su linaje futbolero). Un abuelo que imagina (y creo que justifica también) una próxima merma de la cuota alimentaria. Un ex novio que recibe orgulloso el volantazo del nene como el mayor logro de nuestro antiguo vínculo. Y hasta amistades que lo toman como la señal esperada de nuevos aires nac&pop a partir de diciembre.
En el fondo la anécdota podría resultar graciosa, si no fuera porque la única verdad es la realidad. Y la realidad es que en la era de los feminismos y la deconstrucción del macho, el fútbol en Argentina sigue delimitando la subjetividad masculina y la vida cotidiana de los varones. Una carga tediosa para aquellos pibes a los que no les mueve la brújula correr detrás de la redonda o que no se sienten interpelados por los cánones sagrados: “se nace y se muere con la misma camiseta”, “podés cambiar de novia o de país, pero nunca de equipo de fútbol”.
La pasión por el fútbol no es innata y el amor por los colores no se hereda. Se heredan las orejas grandes, los ojos verdes, la anemia del Mediterráneo y la tendencia a desarrollar hemorroides. Pero el amor por los colores no es una unidad del cromosoma, hay que militarlo… ejerciendo la paternidad por ejemplo. Sino, a llorar a la Iglesia.
La remanida deconstrucción, además, debería “ir por todo”. No pueden existir temas sobre los que sí deconstruirse y otros con los que mejor no meterse. La cofradía masculina esquizofrénica que juzga con vehemencia al par que se borró de la crianza pero se solidariza con el mismo ausente cuando “le cambian” el cuadro ya recontra fue, muchachos.
Mi hijo bostero se hizo de River y yo, su mamá luchona, entiendo y abrazo esa decisión.
Machirulos del fútbol, los espero. Vengan de a uno.
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