Mientras la ola neoliberal avanza en toda la región, un gobierno progresista en México genera expectativas y varios interrogantes. ¿Es posible un verdadero ciclo democratizador? ¿O el futuro está por fuera de las instituciones?
La historia reciente mexicana (término polémico pero que indica un vínculo de proximidad), tanto cronológica como vivencialmente, entre el pasado y el presente, puede ser considerada como la historia de la lucha por la democracia. Ya sea si ubicamos el punto de fuga en 1968, en 1988, en 1994 o bien en 2000-2006, las distintas aproximaciones posibles se mueven entre contextos y actores, demandas y formas organizativas diferentes. Pero en todos los casos es la democracia la que aparece en disputa.
A contrapelo de las ideas que sugieren que la democracia debe ser “des-adjetivada”, o que mientras más neutral de intereses específicos se mantenga es más plural y universal, las diversas experiencias de lucha que aquellos ejemplos nos recuerdan es que siempre hubo intereses puntuales por los cuales disputar y, desde esas plataformas, ponerle adjetivos y llenar de verbos específicos la posible trayectoria de las expresiones colectivas.
Así, el arco de tiempo de estas décadas recientes enmarca una serie de procesos disímiles y diversos en los que en ocasiones han confluido las izquierdas mexicanas actuales. Se han marcado también los ascensos, reflujos y ciclos completos de emergencia y desaparición de sus matrices ideológicas. En la mediana duración, los poco más de 50 años que nos separan del movimiento estudiantil de 1968, abrieron quizá la que fue la disputa más abarcativa y, al mismo tiempo, condicionada por su contexto histórico: desde la espontaneidad y júbilo juvenil, aquel movimiento no solamente fue capaz de exponer con brillantez las necesidades de un sector de la sociedad mexicana, sino que interpelaron a diversos grupos, organizaciones y clases sociales que en aquel ilusorio cuadro de desarrollo estabilizador y del milagro mexicano ya decadente, eran conscientes de la precariedad y del autoritarismo del partido de Estado y del presidencialismo priísta.
Ese puntapié de democratización popular, con jaloneos y contradicciones, es el que cobró después una expresión institucional en 1988, cuando diversas organizaciones partidistas y populares se sumaron a la candidatura presidencial de un grupo disidente del priísmo, pero cuya manifestación masiva no es compresible si, justamente, se desarraiga de la impronta de la lucha armada insurreccional y de aquellos partidos que de largo tiempo atrás habían tenido como horizonte ideológico al socialismo o al comunismo. Es decir, la democracia electoral no fue necesariamente parida por la burocracia; fue, antes bien, una crítica a cierta forma burocrática y reformista con la que las clases dirigentes habían subsumido las expresiones anteriores, tratando de despolitizar los discursos radicales de transformación que emanaron de aquellas.
Lo que sí puede sugerirse que sucedió a partir de aquellas elecciones que terminaron en fraude y marcaron el inicio de una democracia restringida, es que las fuerzas de izquierda institucionales cada vez participaron más de las prácticas y discursos impuestos por la ya tecnocracia dominante en el aparato estatal y menos de las todavía diversas expresiones movimientistas que surgían de los sectores subalternos.
Ahí radica una de las crisis más agudas y que hasta ahora marcan buena parte de las escisiones, posibilidades y límites para imaginar un nuevo ciclo democrático popular que, desde la diversidad realmente existente de los actores y proyectos, logre también disputar la hegemonía y dominio neoliberal todavía reinante en México.
Es por ello que aquel 1º de enero de 1994, cuando entre los poderosos seguía la celebración por un nuevo pacto (TLCAN) que acabaría por encumbrarlos en la modernidad, dejando al resto de la sociedad mexicana en la pobreza total, un grupo de indígenas del “estado suroriental de Chiapas”, armados la mayoría con fusiles en desuso, algunos tallados en madera, y cubiertos con pasamontañas negros y paliacates rojos, declararon la guerra al Estado. Su llamado cimbró al país entero y, aún más, retumbó en diversas latitudes porque indicaban, otra vez, la necia capacidad de los indios, de lxs desposeídxs y, en fin, de todxs lxs marginadxs de disputar y de imaginar otro mundo, otra sociedad; también otra forma productiva y asociativa.
En medio de la abrumadora imposición del discurso del fin de la historia y de la supuesta inevitabilidad del neoliberalismo, que también tuvo sus ecos en tierra mexicana, ellxs salieron de “la larga noche de los 500 años” para denunciar, a su modo y por sus motivos, el autoritarismo, la represión, la indiferencia y la explotación que otrxs, como lxs de 68, lxs de los setentas y lxs del 88, habían reclamado al gobierno federal. Su trayectoria, ahora ya de 25 años, no puede menos que resultar fundamental para dimensionar la importancia y, también, la carencia de democracia participativa, horizontal o popular. Lxs zapatistas, lo recordamos, intentaron transformar el mundo tomando el poder, invocando a la Constitución y convocando a una insurrección social que derrocara al gobierno federal; después, buscaron que el gobierno de la alternancia reconociera los derechos de los pueblos indígenas expresados en los Acuerdos de San Andrés, cuando realizaron la Marcha del Color de la Tierra. Ante las traiciones y desprecio del gobierno y de la clase política toda, pero también de las masacres y asesinatos selectivos que sufrieron, se volcaron a un ejercicio de autonomía que es la muestra fehaciente de que, como dicen, otro mundo es posible.
El debate que en los días más inmediatos resurge entre simpatizantes y militantes del EZLN y del partido gobernante MORENA, a propósito de la oposición frontal del EZ a los planes desarrollistas del gobierno actual, es sintomático de aquella crisis señalada entre dos formas, probablemente las dos más expresivas e importantes, en cómo las izquierdas nacionales se han posicionado frente al proyecto democratizador por construir. Más allá de la altisonancia que han alcanzado las diatribas de ambos bandos, lo cierto es que en el fondo hay muchas apuestas y posibilidades vitales que habría que repensar y debatir hasta sus últimas consecuencias, porque efectivamente estamos ante la apertura de un ciclo que, puesto en contraste con el giro regresivo y autoritario en América Latina, puede resultar también crítico para México.
No se puede minimizar, como parece hacerse en las arengas tuiteras o feisbukeras, las conquistas parciales de cada una de esas formas de organización política y de disputa por la democracia. Está claro que lxs zapatistas y las organizaciones adherentes a las experiencias autonómicas han orientado su práctica lejos de los clivajes institucionales, de la representación formal y de la participación electoral; en ese andar, han encontrado coherencia y, desde ahí, también han sido portadores y portadoras del anticapitalismo actual. En otro punto de la cartografía política, no solo están AMLO y Morena, sino millones de ciudadanos y ciudadanas que teniendo como único horizonte de experiencia la precariedad y la violencia durante las décadas anteriores, han optado por una alternativa que apunta en otra dirección. Es cierto que sus contradicciones son muchas y que la crítica debe ser la guía de un proyecto que aspira a ser hegemónico, pero en todo caso, eso bien podría ser una nueva clave para la búsqueda de articulación entre las y los subalternos, porque lo cierto es que lejos de haber alcanzado la unificación, en ninguno de los dos formatos organizativos, todavía seguimos en una “situación de alarma defensiva”.
*Sociólogo mexicano. Profesor en la FCPyS, UNAM.