Por Ricardo Frascara.
El cronista no hace analogías forzadas: una cosa es el fútbol y otra cosa es la vida. Y otra cosa bien distinta es nuestra esperanza en un fútbol argentino que ya no es y la realidad de los cracks europeos jugando todos juntos a un juego que no disfrutan. Corta la bocha, o larga o imprecisa… Va nuestro análisis del primer partido de Argentina en el Mundial #Rusia2018
Un partido de fútbol es como la vida: una cadena de ansiedades y frustraciones, de alegrías y desencantos, festejos, tropiezos, satisfacciones, sinsabores. Nos iluminan los triunfos y no oscurecen los fracasos. Hay momentos de recibir abrazos felices, como Agüero con su golazo; hay otros de soledades, como Messi ante el penal o perdidos entre la multitud, como Caballero cuando el gol islandés. La gran diferencia es que en la vida sentimos el deber de seguir viviendo y, en cambio, en el fútbol nos alivia la posibilidad de seguir jugando.
No hay drama. Podemos sentarnos en la mesa del café y tachar nombres, recuperar otros, usar calificativos impronunciables salpicados por escasos halagos. Los argentinos estamos entrenados para chocar con la realidad. Y en el Spartak de Moscú sucedió algo así. Sonó el silbato inicial y tras dos minutos marcados por reloj en los que tuvimos la pelota sin ir para ningún lado, se reavivaron mis dudas. Al fin y al cabo, estábamos viendo lo que vimos a lo largo de todo el proceso de clasificación: un grupo de grandes jugadores internacionales que no comulgan entre sí. El color de las casacas es sólo una costumbre, pero es notorio que no se sienten contentos, no salen a la cancha sonrientes y esperanzados. La Selección Argentina sufre el fútbol, no lo disfruta, y la obligación de alcanzar la victoria ensombrece sus rostros, aprieta sus agallas.
Entonces, como justificaba mi suegro al regresar de la cancha cabizbajo, “y, son once contra once”, así hay que tomarlo. Riámonos de nuestra esperanza previa, sintamos la alegría que, aunque nos duró lo que un relámpago, sirvió para entonar nuestros espíritus. Dejémoslo en paz a Jorge Sampaoli, olvidemos la presencia imposible de explicar de Lucas Biglia, soslayemos las torpezas de una defensa que nunca tuvo coherencia, no nos rompamos la cabeza por entender cómo el divino Messi puede errar un penal y tres o cuatro tiros libre en un partido que no era en los papeles un peligro latente.
¡Argentinos, compatriotas, cofrades… esto es la realidad! La vemos cada semana en nuestro fútbol local. El descenso de calidad del que fue un juego esplendoroso es notorio. No tenemos organización, padecemos diariamente la desunión, somos capaces de chocar cientos de veces con la misma piedra. Para los jugadores argentinos que están triunfando en Europa, donde son campeones de Italia, de España, de Inglaterra, de Francia, el seleccionado es como una jaula de la que están esperando escapar. Y eso, aunque ellos no lo expresen, en gran parte lo producimos nosotros, los medios de prensa agobiantes y los espectadores idólatras.
Entonces lo primero que noté al terminar el partido, fue que la selección de Islandia no fue una sorpresa. Fue un equipo bien armado, con una defensa veloz y que supo agruparse, con grandes reflejos de sus jugadores y repentización eficaz para pasar al ataque. Islandia funcionó como un bandoneón, ajustándose y estirándose sin perder el ritmo. En la previa era el partenaire de Argentina y un par de horas después, terminó discutiendo el libreto de la obra. Messi, Agüero, Di María, Mezza, luego Higüain, Banega, Pavón por donde se movieran chocaban con tres defensores que los cercaban cortando el contacto entre ellos. Es claro que es muy difícil rendir así… pero eso hace años que lo sabemos. En esa hora y media de juego el tema es tener la lucidez y la capacidad para crear los momentos y definir con acierto. Por eso el triunfo es de los mejores.