Por Gabriel Casas
Ayer hubo un partido, que River ganó por 3 a 1 en la cancha de Boca. Hay un campeonato que queda expectante y que suma suspenso hasta el final. Pero también, hay un aniversario: se cumplieron dos años de aquel superclásico “picante”, donde hubo gas pimienta y acusaciones cruzadas de abandono. En estas líneas, un periodista y vecino habla de la “nueva vida” del Panadero.
Este domingo Boca y River jugaron en La Bombonera, pero ustedes, lectoras y lectores, de lo que menos van a leer en este artículo es de el fútbol que sucedió adentro de la cancha. Para eso, tiene todos los medios a su alcance, e imagino también que habrá visto el partido. La casualidad dio que justo en la misma fecha de este nuevo Superclásico, se cumplieran dos años de aquel inconcluso y tristemente famoso partido por la Copa Libertadores, cuando un hincha llamado Adrián Napolitano arrojó en el entretiempo, desde la tribuna baja, gas pimienta en la manga de protección de la salida de los vestuarios para amedrentar a los jugadores millonarios. Y se suspendió el partido. Y se habla de “abandono” desde ambas veredas.
El Panadero es vecino mío en Valentín Alsina. Vivo allí desde hace 12 años. Cuando sucedió el hecho, no tenía ni idea de quién se trataba. Ese día, que las cámaras lo habían identificado la noche anterior, me fui a la mañana a dar clases en Eter y cuando pasé por la panadería -propiedad de la familia- estaban todos los móviles y cámaras de televisión. Pensé que se trataba de un robo u otro caso de inseguridad.
Mi esposa me escribió por wassap: “El panadero es vecino nuestro”. Claro, como el carnicero, el almacenero, el verdulero y el kiosquero, pensé por obviedad ante la sorpresa de ese texto. Cuando le pregunté de qué se trataba ese mensaje, me dijo con ironía: “Pero, ¿vos no sos periodista deportivo? El Panadero es el que tiró el gas pimienta en La Bombonera”. Ahí me cayó la ficha.
¿Vieron que cuando pasa algo inesperado con un vecino enseguida es la comidilla del chusmerío del barrio? Bueno, ahí me enteré de quién era. Y que su familia, y él mismo, eran muy respetados en Alsina. Familia trabajadora, que progresó poniendo el lomo todos los días de su vida. Sabían que él era fanático de Boca, pero no que era un fundamentalista. Es muy loco y muy común desconocer que a un par de cuadras o en la casa de al lado podés tener al Doctor Jekill saludándote y en otro ambiente, la misma persona es Mister Hyde. ¿Cuántas veces vimos en la televisión a gente hablando de lo “es un vecino normal, muy amable”, del que era noticia por algo de cierta gravedad?
Cuando sucedió eso, el club lo expulsó como socio. La barra brava, obvio, se lo quería comer crudo porque si Boca daba vuelta la tortilla en esos 45 minutos que restaban, la facturación para lo que siguiera de la Libertadores (viajes, entradas, negocios paralelos en cada partido) era un manjar para caníbales. El Panadero tenía el apoyo del dirigente político y xeneize, Roberto Digón. Eso lo salvó de la vendetta mafiosa que suelen usar los barrabravas en estos casos. No era un barrabrava, pero tampoco un perejil de tribuna. Se lo vio, en su momento, hablando con orgullo, sobre lo enfermo que “es de Boca” (desde Japón para nuestra tevé) o hay fotos suyas en canchas del continente americano en el mismo campo de juego. Lugares no reservados, ni accesibles para cualquiera.
Mientras tanto, en esos días de furia mediática, desapareció del barrio y nadie sabía adónde estaba. Se tejían rumores de que estaba en tal u otro lado. Cambió su aspecto. Se cortó el pelo largo que le llegaba hasta los hombros. Incluso a un familiar que comparte su apellido, alguna vez le preguntaron en un negocio de electrodomésticos, cuando leyeron “Napolitano” en la tarjeta de crédito, “si era familiar del Panadero”. Lo negó. Como Judas a Cristo.
Yo creo, que más allá de su error o su locura momentánea, el Panadero hoy sufre su peor condena. No poder ir a la cancha nunca más a ver a disfrutar de su enfermedad y peor todavía, cuando se juega un Boca-River. Quizás vaya igual con otro carnet o con entradas de protocolo, porque en el fútbol argentino puede pasar cualquier cosa con los que protagonizaron hechos de violencia. Sin embargo, para el Panadero no es lo mismo. No puede ser él. Y en los hinchas caracterizados, como también en los jefes de las barras, sólo se sienten protagonistas del espectáculo deportivo desde su lugar de importancia.
El viernes pasado fui al lavadero a buscar ropa. Queda justo al lado de una de las panaderías de la familia de Napolitano. Y lo vi salir y subirse a su auto estacionado en el garaje del local. No me animé a hablarle, ni a decirle nada. Le tuve que preguntar a la chica del lavadero si se trataba de él. Me lo confirmó y, de paso, me contó “la anécdota” del día en que los medios les coparon la manzana. El Panadero parece otra persona. Es otra persona.