Por Mariano Pacheco. Nuevo relato inédito enviado especialmente por el autor para Marcha.
En un bar de la avenida Corrientes, converso con Quique.
Mejor: en el bar La Paz, Quique me cuenta la historia de su segunda pesadilla.
Aquella mañana de junio, como todos los días, Quique llegó a su casa cuando estaba amaneciendo, subió el taxi a la vereda y entró a su casa. Se desabrochó los zapatos, se los quitó, dejó la campera de cuero sobre el perchero de madera, el pulóver sobre la silla y se acobijó, así con pantalón y todo, debajo de una pila de mantas y frazadas viejas. Se durmió, como todos los días, con los ruidos de la ciudad todavía en su cabeza.
Cuando despertó, como todos los días, ya no recordaba qué había soñado. Pero estaba seguro: algo había soñado. Y esta vez había sido una pesadilla, una de esas “pesadas”, que de tan oscuras “uno ni recuerda de qué se tratan, pero se despierta sudando, nervioso, sobresaltado…”, me cuenta en el bar La Paz, aquella tarde de primavera.
A diferencia de todos los días, esta vez, Quique agarró de la tabla de madera que oficiaba como mesita de luz el control de la televisión y la encendió, para ver la hora la encendió, ya que su reloj despertador se había quedado sin pilas la noche anterior y se había olvidado -según me contó más tarde- de comprar una nueva. Presintió que era más temprano que de costumbre, por eso la encendió. Maldito el momento en que la encendí, pensó.
Eran más de las doce y, todavía, no llegaba a ser la una del mediodía. Hacía rato que había comenzado la represión.
Más de una vez él había pasado por uno de esos cortes, donde las chicas y los muchachos se tapaban las caras y con unos palos que daban risa lo desafiaban. A él, que había entrenado años como boxeador, que durante tanto tiempo había sido un activo guardián de su cuerpo (porque entonces, su cuerpo –aclara- no le pertenecía a él entonces, sino a la revolución), que había asumido su puesto como combatiente revolucionario (acá y en el extranjero, insiste. Porque él, nacionalista, no había tenido ninguna duda a la hora de ir a pelear, codo a codo, fierro con fierro, dice, junto a sus hermanos de otros continentes que también peleaban por su liberación nacional y social). A él lo habían desafiado, esos cuerpitos jóvenes y hambrientos, con esos palos que daban risa, cuando él intentaba hacerles entender que era un laburante, que no era gorila y, es más, que alguna vez él también había sido un luchador, como ellos (como ellos, no, piensa, en realidad, porque estos pibes pelean por hambre y nosotros luchábamos por… ¿En qué me convertí?, piensa ahora. ¡En un viejo de mierda, en un veterano de guerras perdidas, en eso me convertí!, piensa ahora y pensó también en esos momentos en que se cruzó con esos muchachos y esas chicas que, con unos palos que daban risa, intentaban desafiarlo, a él, justo a él, que…).
Quique me cuenta, en el bar La Paz, que si bien no había logrado, ninguna de las veces, sortear la barricada de esos muchachos y esas chicas que cantaban una canción tan parecida a la que él y sus compañeros de militancia cantaban tres décadas atrás, si bien ninguna de las veces había logrado persuadirlos y seguir su rumbo, a pesar de eso –dice- nunca había estado de acuerdo con que la policía los reprimiera. Por supuesto, aclara. Y mucho menos a balazos de plomo, como ahora estaba intuyendo que estaban haciendo, cuando en la tele daban por hecho que los heridos superaban la docena y media y los muertos eran (al menos, decían), dos.
Medio dormido, mientras ponía la pava para unos mates, y dispuesto a quedarse despierto para escuchar por la radio las noticias de lo que sucedía, con la tele ya sin volumen, de repente ve la imagen del muchacho barbado, parecido al Che Guevara, desangrándose en el piso. Y luego un policía riendo y otro policía arrastrando al pibe por el pasillo de aquella roñosa estación de trenes del sur del conurbano. Como un perro, pensó, y no pudo evitar recordar el final de una de las pocas novelas que había leído en su vida, allá por el ´76. Lo recuerda, cuenta, porque hacía pocas semanas se había producido el golpe, y su entonces compañera, La Mendocina, que había llegado a Buenos Aires para estudiar Letras en la Universidad de La Plata, y que ante el asalto al poder por parte de los militares se había tenido que ir de aquella ciudad tan juvenil, tan estudiantil, tan militante, “La Mendo” -insiste Quique, mientras mira por la ventana del bar La Paz- lo había incitado a leer ese libro extraño, de ese autor tan extraño que transformaba a sus personajes en insectos, porque -decía La Mendocina, disuadiéndolo para que lo leyera- tenía un título que era más que sugestivo para los días que estaban viviendo o, más bien -agrega ahora Quique-, para los día en que tantos compañeros estaban dejando de vivir.
Cuando vio a ese muchacho, con una campera de cuero tan parecida a la de él, con una barba tan parecida a la de Guevara, con un coraje tan parecido al de sus compañeros de militancia, cuando lo vio ser arrastrado como un perro por los pisos de esa mugrienta estación de trenes del sur del conurbano, ahí, en ese momento, rompió la regla de oro y apagó la hornalla, y sacó un vaso del armario, y así, en ayunas como estaba, buscó una de esas cajas con recuerdos que guardaba y sacó de allí una botella. De whisky, sí, de esas que se bajaba como si fuera jugo de manzana, durante todos esos días, todas esas semanas, todos esos meses, todos esos años, en que no podía dejar de preguntarse por qué La Mendo estaba muerta, y él estaba vivo. Y por qué él era el único de la milicia que había tenido la ¿suerte? -se pregunta- de estar vivo.
Entonces, ese mediodía, que para él era en realidad la mañana, cuando preparaba el mate para desayunar y ya había encendido la radio -su compañera inseparable, su compañía permanente, en la casa o en el taxi-, cuando ya llevaba 471 días sin tomar -porque sí, cada día que pasaba él lo contaba como uno más en el calendario de sus batallas actuales, libradas más contra él mismo que contra sus históricos enemigos, entabladas más contra los fantasmas del pasado que contra los cuerpos del presente-, cuando ya llevaba 471 días sin tomar ni una gota de alcohol, entonces, fue cuando se dirigió al armario, buscó una de esas cajas con recuerdos que guardaba y sacó de allí una botella de whisky. Y se sirvió un vaso, y luego otro y otro más. Y cuando la botella ya estaba vacía, gritó “hijos de puta”, con rabia, con fuerza y con más fuerza estrelló el vaso contra la pared.
Rendido, como estaba, se acostó nuevamente en la cama, y antes de ponerse a mirar el techo vio cómo todos compañeros y sus compañeras de la milicia lo miraban desde ese portarretrato, que había sido trasladado de casa en casa, de provincia en provincia primero, y de país -y aun de continente- luego.
Fue entonces cuando no pudo soportar más. No sabe qué, y tampoco cuales fueron las asociaciones que hizo entonces. Porque entre nuestra generación, y la de ahora -dice Quique en el bar La Paz- no fueron pocos los pibes que mataron en protestas.
-Más de treinta. -digo, como mostrando que mi juventud no me deja sin herramientas para llevar adelante este oficio que intento desarrollar.
-Más de treinta, sí, Mateo, más de treinta deben ser. -agrega él. Y me cuenta que no sabe por qué, cuál fue el motivo, pero que en ese instante sintió la muerte de cerca, otra vez. Pensó que de haber estado activa su generación -esa generación de fracasados, de derrotados, cuando no de busca vidas que han abandonado ya todos sus sueños, y que han perdido todos los principios, dice-, de haber estado políticamente actuando, su generación hubiese tomado cartas en el asunto. Y sintió que esta vez ya no era con sus amigos, con sus hermanos como él sentía a sus compañeros de militancia que se estaban metiendo. No, esta vez -dijo, con la mirada perdida- sintió que le estaban matando un hijo. Él no tuvo hijos, me aclara, pero había criado a la hija de su mujer como si fuese suya. Porque el padre de la criatura había sido secuestrado cuando ella era muy chiquita, y gracias a su silencio, a ese silencio que debe haberle costado que lo despellejaran, gracias a ese silencio -dice- su compañera y su hija habían podido sobrevivir. Y él, que las conoció cuando ya había pasado un tiempo de aquel episodio, y la niña comenzaba a entender algo de todo lo que pasaba alrededor, aunque a veces no mucho porque todos en todos lados hablaban de manera distinta a como hablaba su madre, en el exilio -me cuenta ahora él, casi tres décadas más tarde, tomando un café, sentado en el bar La Paz- él había asumido que compartir la vida con su nueva pareja implicaba querer, también, a esa niña. Y criarla, como si fuese su hija de sangre. Y pensó en la niña, que ahora era joven, y se había quedado junto a su madre allí, en el país del exilio que ahora era su patria, pensó en que de haber estado aquí, tal vez, podría haber participado de aquella manifestación. Porque él sabía, aunque no estaba muy al tanto de todo ese mundo, él sabía que entre las protestas y las organizaciones de ese pobrerío urbano que tenía el tupé de mostrarse de tanto en tanto en la gran ciudad capital, o a sus puertas, como esa vez, no eran pocos los chicos y las chicas de la Universidad que estaban entre ellos. Y pensó: ese muchacho podría ser mi hija. Y gritó “hijos de puta”, y estrelló el vaso vacío contra la pared.
Entre ese instante y el siguiente que recuerda, dice, no sabe cuánto tiempo pasó. Tampoco recuerda demasiado qué pasó. Sí tiene una imagen borrosa: él va al armario, abre un doble cajón que tenía como en los viejos tiempos, y saca su pistola 45 (esa con la que había combatido más de una de las dictaduras latinoamericanas y vaya a saber en cuántos lugares más, en esos otros extraños países por los que había pasado durante el exilio). Toma en sus enormes manos la pistola 45, agarra las llaves del taxi, su campera de cuero (tan parecida a la de ese muchacho que habían asesinado, como a un perro, en esa mugrosa estación del conurbano), y sale.
El siguiente recuerdo que tiene es que unos policía lo apuntan, él con la pistola 45 entre las manos, su taxi estrellado contra un patrullero, y esos policías jovencitos, cagadísimos en las patas –remarca- ordenándole que se bajara del coche, mientras piden refuerzos a otros camaradas de armas de la zona.
-Esto es por el pibe ese que mataron hace un rato. -les dijo. Y lamentó, más que haber quedado detenido por un tiempo, haber perdido su pistola 45, con la que había librado tantas batallas.
Le cuento, mientras tomamos un café sentados en el bar La Paz, que todavía no sé bien en donde podré publicar su historia.
Justo cuando me estaba despidiendo veo que mira hacia todos lados y, luego de una breve pausa me dice:
-Hace veinticinco años que no entro a este bar. Está muy cambiado, pero sigue conservando algo que no puedo explicar. Acá tuve mi primera cita militante, y luego, muchas más. Ese mozo, el viejito, estaba entonces. Lamento que no estén también todos los que acudían a esas reuniones.
Sin decir palabra, saludando con mi libreta todavía en la mano, salí del bar. Encendí un cigarrillo y, un poco perturbado, enfilé para el bajo, sin saber bien a dónde ir.