Es de noche. Martina hace un alto para descansar. Como el cielo está repleto de estrellas y no hace frío, decide dormir a la intemperie. Hoy no quiere encerrarse en una cueva. Su caballo se echa cerca. Y la soledad, como la noche, cae sobre Martina. Ya conoció el amor, junto a su hombre, en la vida y en las luchas por la liberación de las provincias. Ya se cansó, también, del amor urgente, de manos torpes y aliento a alcohol. Extraña a sus muertos, la Chapanay, y sigue creyendo aún en el amor a su tierra, en el valor de las provincias.
Martina nació cerca del 1800, en las Lagunas de Guanache, que hoy se han secado, o en el Valle de Zonda, de la provincia de San Juan. Su madre era una blanca de la capital de la provincia y su padre, uno de los últimos caciques huarpes. El mestizaje produjo que ninguna regla fuera tan rígida para Martina. Los sometimientos y despojos de tierra a los que fueron expuestos desde años atrás forjaron un espíritu guerrero.
Martina tuvo la libertad de ser criada en los oficios femeninos, pero también en los quehaceres masculinos de la tribu: era una experta jinete, montaba en pelo como ninguno, participaba de las cacerías, oficiaba de chasqui por su desarrollado sentido de la orientación…
Cuando un emisario de Facundo Quiroga llegó a la región para reclutar soldados para sus montoneras, Martina se enamoró del hombre que traía el mensaje, y de la causa. Hacia La Rioja partió con su reciente marido, para pelear junto al caudillo que iniciaba su lucha contra los unitarios que pretendían un país mirado desde Buenos Aires. En esas campañas, las mujeres cumplían el rol de “soldaderas”: se ocupaban de cocinar, realizaban las curaciones y cuidaban de los enfermos. Martina no iba a desdeñar sus habilidades en pos de las tareas de su género; nadie tenía su destreza en el manejo del cuchillo y la lanza huarpe.
Facundo Quiroga debió darle el permiso para pelear junto a su marido después de que le llegaran los cuentos sobre el arrojo de Martina en la batalla de El Tala. En esas luchas estuvo la pareja durante más de diez años. Allí confluían, en las montoneras, los indios, los mestizos, los gauchos, los pobres y olvidados que luchaban por un país que fuera igual para todos. Allí peleó al lado del Chacho Peñaloza. Ella era la protectora en esos combates cuerpo a cuerpo. Su hombre estaba a salvo si ella cuidaba su espalda. Así, de a poco, empezaron a correr las voces de algún pacto, posiblemente con el diablo, cada vez que Martina salía intacta de una contienda.
Pero en la batalla de Ciudadela, en Tucumán, no pudo estar. Y su marido cayó, tajeado por un sable, a la tierra árida. No sólo su cuerpo quedaba en esa tierra: con sus hermanos caídos en combate y sus padres muertos por la vejez y la enfermedad, la última certeza de hogar se le iba con ese hombre.
Pronto los combates terminarían, aunque Quiroga empezaba a reclutar a sus colorados para acompañar a Rosas en la Campaña del Desierto. Algo más se quebró en Martina: el Tigre, que había mandado llamar a los indios para que lo secundaran en su lucha por la igualdad y la liberación, iba ahora en busca de sus tierras y de sus vidas, siguiendo el mandato de los instalados en Buenos Aires. Ahí se terminó su lealtad, y Martina pegó la vuelta para su San Juan natal.
Pero, ¿adónde regresar? Lo que habían sido las ciudades huarpes junto a las lagunas no eran más que ruinas; el mismo gobierno que había necesitado de su fuerza, hoy miraba para otro lado a la hora de reivindicar los derechos de tantos combatientes; trabajar bajo las órdenes de un patrón se le hacía imposible: en las montoneras nadie la mandaba, en el frente de batalla cada quien era dueño de su vida. Ella había matado hombres, con sus manos, con sus armas, y esperaba, a esta altura, que tanta achurada no hubiera sido en vano. El camino iba amontonando a todos los huérfanos de batallas. Empezaba a ser el nuevo hogar para los que serían los asaltadores de caminos, los bandoleros que iban como nómades huidizos robando a los viajeros, emborrachándose en las pulperías, buscando pelea de vez en cuando para despuntar el vicio.
En esa vida fue que Martina conoció a Cuero, otro que había peleado en las huestes de Quiroga, con el que formaron una banda y con el que se terminó enredando en un amor rústico, de excesos y violencias. No sólo se había ganado un lugar entre los asaltantes, sino que era difícil de igualar: era buena baqueana y rastreadora, tenía gran olfato y mejor memoria; nada de la geografía le era indiferente. Sabía de los comportamientos de los animales y, cuentan, a través de su oído distinguía el número de caballos que se acercaban. Pero sus reglas eran claras: robar sólo a los ricachones, muerte si era en defensa propia, nada de excesos cuando estaban enceguecidos por el alcohol.
Fue de noche que la Chapanay abandonó a Cuero. El robo a unos viajeros provocó la juerga y la borrachera. Los tres asaltados fueron tomados como rehenes y Cuero los mató de a uno. Martina supo que era lo último que vería. Le perdonó la vida a Cuero, después de tumbarlo al suelo y apoyarle el cuchillo en la garganta. Se fue llevando detrás el estigma de esas muertes ajenas y a la policía que ya empezaba a perseguirla. Es esa noche para la Chapanay. Esa noche llena de estrellas que la invita a dormir a la intemperie. Es la soledad. Pero también es la certeza que nunca iba a dejarla ya: el amor por la libertad.
Empezó, entonces, a formar sus propias bandas con las reglas establecidas. Sus andanzas abarcaban hasta la Rioja. Su nombre empezó a propagarse por toda la provincia: “La cuadrilla de la Martina reparte lo que roba con los que tienen menos”. En cada pueblito hacía amigos, en cada rancho había un encubridor.
En 1845 Nazario Benavídez era el gobernador de San Juan. Acusado de una falsa traición, fue asesinado estando preso y con grilletes. Chacho Peñaloza decidió marchar sobre San Juan para vengarlo. Y Martina no dudó en pelear junto a él y a otros caudillos que pasaron a la historia, Felipe Varela entre ellos.
La insurrección se terminó algunos años después, con la ejecución del Chacho a manos de Pablo Irrazábal. Martina volvió entonces a la vida errante. Ya no eran prioridad sus asaltos. Empezó a ser la baqueana de la zona. Devolvía animales o tropas perdidas de los pequeños productores o campesinos del lugar a cambio de algún dinero. También arrebataba objetos o animales que habían sido robados a quienes no contaban con medios para reponerlos. Seguía con la costumbre que había adquirido en los caminos: los hombres para calmar los deseos de sexo, los encuentros fugaces, de pocos días.
Finalmente, le llegó el indulto, y un reconocimiento de su lucha con el grado de Sargento mayor. En esa fiesta, distinguió a Irrazábal, el asesino del Chacho. Se plantó delante del mayor, y lo batió a duelo. “Que sea el sable”, apuró el mayor. Ya los rivales frente a frente, Martina sacó su arma, pero a Irrazábal empezaron a castañearle los dientes. El temblor se extendió por todo el cuerpo y no paraba de sacudirse en movimientos espásticos. El médico suspendió el duelo por el ataque de nervios del que había sido preso el mayor; y Arredondo le quiso evitar la vergüenza trasladándolo a la guarnición de San Juan. Era tarde. La cobardía del mayor asesino de un caudillo querido por el pueblo se extendió sin pausa por toda la región.
Martina se extinguió ya vieja y dio paso a una Chapanay nueva, que pasaría de boca en boca y que volaría libre empujada por el cálido y bravo viento zonda.
*Nota publicada en revista Sudestada N° 112