Por Roma Vaquero Diaz
La artista argentina brindó una charla el miércoles pasado en el marco de las jornadas “A medio siglo del Di Tella”, organizadas por el Museo Nacional de Bellas Artes. Reflexiones sobre arte, mercado y mujeres.
Una enredadera bordada trepa por sus botas negras que se enfundan en un mameluco rojo. Marta Minujin se sienta en el escenario y su boca se abre detrás de las gafas plateadas. A su lado, Rodrigo Alonso -vestido a juego con la alfombra de la sala-, prepara su notebook para entrevistarla y contar la experiencia de la artista en el Instituto Di Tella.
El Auditorio Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes (AAMNBA) está lleno. Un poco para escuchar a Minujin, un poco para conocer acerca del Instituto y otro tanto para disfrutar de la vernissage final, en la que abunda el champagne y el vino.
Mientras sus anillos golpean rítmicamente el micrófono, Marta Minujin cuenta que el Instituto Di Tella, bajo la dirección de Jorge Romero Brest, era un microclima de espontaneidad, de imaginación y de locura. El lugar, que tuvo su esplendor desde 1965 hasta su clausura en 1970, reforzaba la identidad de los artistas. Estos estaban en contra de las galerías de arte y de los museos, pensaban que el arte era para ser regalado o destruido, y que lo único que les importaba en el arte era crear. Que allí los artistas se divertían en el buen sentido de la palabra: di-vertirse. Se derramaban en, se volcaban totalmente a algo.
El Di Tella contaba con salas de exposición, un auditorio y un centro de experimentación. Pero también con una biblioteca y un bar donde los artistas pasaban días y noches. El Instituto era un hogar donde encontrarse y crear, donde existía la sensación de que todo era posible. Podían no tener comida ni un centavo pero allí había un deseo infinito por hacer.
Minujin, con su cabello de pluma y su cabeza de pajarito, recuerda que cuando trabajaba, su pequeño hijo la acompañaba a todos lados y que en el Di Tella había muchas mujeres artistas. Deseosa de contar y de pensar más allá del tiempo ofrecido, sostiene que en el siglo XX el movimiento más importante dentro del arte fue el de las mujeres y que lo ganado debe hacerse más grande aún.
Alrededor de fotos proyectadas en una pantalla sobre el escenario, la entrevista se torna en un nombrar y fechar obras de Minujin. Se cuenta que en el año 1964, gana el premio Di Tella con dos obras: “Eróticos en technicolor”, formada por colchones multicolores que penden del techo mediante resortes, y “Revuélquese y viva”, una estructura habitable que permite el ingreso y uso de los espectadores. En ambas, la artista elige los colchones como forma blanda y viva, cargada de vivencia ya que en ese revoltijo de tela y espuma, las personas nacen, mueren, duermen, hacen el amor y acontecen el cincuenta por ciento de sus vidas.
En el transcurso del encuentro convocado por la AAMNBA hay una intención de crear la historia y la biografía de Minujin, dejando escapar, tal vez, lo más importante: el arte y sus haceres, desdibujando sus posibilidades, como si el arte estuviera en otra dimensión de iluminados alejados de lo social y lo político.
Escabullendo sus palabras por una rendija y tomando vuelo, Minujin afirma que en este momento lo que existe en el arte es el mercado. “No hay similitud con lo que existía en el Di Tella. Lo que queda del Instituto es a nivel de estudio, pero el arte se ha transformado en otra cosa: en galeristas que quieren vender, en coleccionistas que quieren comprar lo mejor y lo más barato, y en artistas que se matan en la competencia por tener un producto que signifique algo en este momento. Sumado al torbellino internet donde la copia se multiplica, las exposiciones han sido reemplazadas por las ferias de ansiedades y vanidades artísticas donde todo es venta y marketing. Hay muchos que trabajan con el arte pero hay pocos artistas”. Con las manos explicando en el espacio y sus palabras a la velocidad de la mente, Minujin manifiesta que espera estar viva para ver una revolución contra las ferias de arte.
Consultada por Marcha acerca de cuál es el espacio posible para un arte no comercial, Minujin responde que la salida son las becas, hacer arte por el arte y tratar de exhibirlo. “No admitir que pongan precio a tu obra y sostenerlo como una cuestión interna –sostiene-. Otra manera es vivir de algo distinto y enseñar es una de las alternativas. Pero no vivir pendiente de las ferias y el mercado. Eso es lo peor para un artista”. Hasta los cuarenta años, Minujin no vendió ni una sola obra y hasta ese momento vivía de becas.
Minujin, amiga y compañera de acción de los y las artistas más grandes del siglo pasado, que construyó su camino abriendo las puertas de la percepción, sigue pensando que las ideas pueden contagiarse, hacerse más grande y ocupar más espacios.
Al salir de la charla, quedan flotando ideas acerca de cuál es el territorio del arte, de quiénes ocupan ese espacio y para quién. Y si el arte es sólo aquel abalado por las instituciones y el mercado. Quizá, el espacio del arte sea otro al de las instituciones; tal vez el arte se encuentre en el borde, en el barrio, en la resistencia y en el deseo.