Por Jorge Falcone. En el Mes de la Juventud, a mi hermana María Claudia (al margen de cualquier epopeya). Segunda y última parte.
En tránsito entre su escuela primaria y la secundaria abandonó definitivamente la niñez, comenzó a coquetear, y a obsesionarse por ende con cierta tendencia a la obesidad heredada del ADN materno, empeñándose en rebajar de peso hasta convertirse en la espigada joven de ojos glaucos que muestran sus últimas fotografías.
Alguna vez también soñó con armar una banda de rock integrada exclusivamente por mujeres, a la que amenazó con bautizar “Jamón Cocido”.
Cuando ingresó al bachillerato de Bellas Artes -del que yo egresara en 1972- nuestro país despertaba abruptamente de su larga siesta. Estimulados por el abierto intercambio de nuestros padres -que sin saberlo fueron convirtiéndose en metáfora de una salud y una educación gratuitas e igualitarias- acerca de la convulsionada realidad nacional, se nos fue tornando impostergable replicarlo en privado nutriéndonos de las riquísimas fuentes que la época comenzó a poner a nuestro alcance. Vacacionamos pues con la Antipsiquiatría de Laing y Cooper, con la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, y con Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. Coleccionamos los fascículos de Siglomundo editados por el mítico Centro Editor de América Latina, y nos leímos de un saque toda la colección de Cuadernos de Crisis, la emblemática revista creada por Federico Vogelius a través de cuyas páginas tomamos contacto con columnistas como Juan Gelman, Eduardo Galeano, o Haroldo Conti. Desde el viejo combinado hogareño Quilapayún nos enteró sobre el gobierno socialista de Salvador Allende, Daniel Viglietti sobre la gesta tupamara, y Paco Ibáñez sobre los poetas españoles exilados durante el franquismo. Y en vez de hacer la siesta preferimos debatir filmes del Grupo Cine Liberación como El camino hacia la muerte del Viejo Reales, de Gerardo Vallejo, que nos confirmó la sospecha de que la Patria no termina en la Avenida General Paz.
Entonces se volvió frecuente encontrármela en el comedor diario de nuestra casa natal de calle 8 N° 1334 con El Bache, Pomelo o Cristóbal, pintando afiches de cartulina con marcador indeleble que casi siempre convocaban a alguna marcha, o saberla en una chocolateada infantil organizada en el barrio más remoto junto a su inseparable compañera Fabiana Larrea. Todos ellos militantes de la numerosa UES [Unión de Estudiantes Secundarios] La Plata, correlato de la organización político-militar Montoneros en los colegios secundarios.
Antes de cumplir catorce años experimentó la desoladora sensación de intemperie que dejó tras de sí la desaparición física de un líder que por entonces había llegado a constituirse en único garante de la estabilidad y la paz de los argentinos. Nuestro compromiso, compartido hasta entonces, comenzó a divorciarse producto de la necesaria compartimentación informativa que a cada uno requería su respectivo ámbito de militancia.
La continuidad de la gobernación Calabró -aún tras el golpe militar de 1976- prorrogó la sensación de una cierta institucionalidad que no tardaría en sincerarse cuando “los moros de Franco irrumpieron en Madrid”. Prefiero creer que María Claudia tuvo tiempo de dimensionar la magnitud dramática de los días que sobrevendrían. Por entonces, ya ninguno de los dos frecuentaba la casa paterna, condicionando a nuestros mayores a recibir esporádicas y angustiantes “señales de vida” telefónicas desde lugares ignotos de la ciudad.
En alguna ocasión caminamos juntos vinculándonos desde un nuevo lugar: la militancia revolucionaria. Ya no me tocaba ser el hermanito mayor que orientaba y protegía a la nena de la casa. Claudia se mostraba plenamente dueña de sus decisiones y consustanciada con un compromiso político-militar creciente.
No obstante, su condición de miliciana de una organización armada convivía con la adolescente que asomaba al amor de su novio Roberto, una suerte de hippie ajeno al compromiso aquel que la época parecía reclamarnos. Ese tenso equilibrio interior viviría un riesgoso desbalance a favor de la más descontracturada juvenilia cuando –pese al asedio detectado del CNU [Concentración Nacional Universitaria]– organizó en nuestra casa natal su última fiesta de cumpleaños, celebrada en una suerte de loft del fondo construido por mi abuelo para que yo contara con un futuro estudio de cine, en consecuencia con lo que venía anunciando por entonces mi ya inocultable vocación.
No sé demasiado de su clandestinidad, a cargo de María Clara Ciocchini, su responsable política llegada a nuestra ciudad huyendo de una Bahía Blanca severamente militarizada. Ambas se refugiaron en el número 586 de la calle 56, edificio de departamentos en cuyo 8vo piso residía nuestra tía paterna Rosa Matera, pariente lejano del célebre cirujano del mismo apellido.
El resto es la parte más conocida de un relato instalado a partir del estreno del filme La Noche de los Lápices, cuya versión de una estudiantina inmaculada contrasta tanto con las vivencias compartidas junto a mi hermana que la mayoría de los sitios web de los servicios de inteligencia o familiares de los represores han convertido mi relato en pieza clave para la desmentida de una historia oficial que consideran narrada con bastante hipocresía. Modestamente, me limito a dar fe de que vengo testimoniando lo que me tocó en suerte vivir, en el marco de la lucha vigente por la justicia social, y ajeno a toda inocencia o afán de victimización, como entiendo corresponde a cuantos oportunamente resolvimos enfrentar con todas las herramientas a nuestro alcance a los genocidas responsables de la postración nacional.