Por Jorge Falcone. En el mes de la juventud, a mi hermana (al margen de cualquier epopeya). Primera parte.
Sospecho que mis padres no esperaban un varón, porque al cabo de su Luna de Miel europea volvieron con una enorme muñeca de loza de las que caminan y dicen mamá… pero fui yo quien viajó con ellos en la panza de mi vieja.
Cavia -que era como se las arregló de entrada para pronunciar su nombre- tardó siete años más. El 16 de agosto de 1960 este país era una gran siesta, y en ella me aburría esperando un hermano varón. También la pifié. Y alguna vez hasta me resultó inevitable maldecir tal suerte, cuando sentí que mis padres desatendían mi falso crup por jugar con aquel bebé al que yo no encontraba ninguna gracia.
Pues la niña creció, y en los escasos momentos del día en que lograba liberarse de mí, se dedicaba a jugar a las señoritas con su prima Mónica Laxague, a montar espectáculos del Teatro “Fantasía” con nuestra vecinita de enfrente Silvina Novello, o a concebir en soledad personajes imaginarios como “Ueti Ueti, el pomponcito de lana amarillo”, la corista “Happyway” o el caballo “Paisano”. Pese a que sus diversiones me resultaban cursis, en eso de no contentarnos con lo real nos parecíamos bastante. Sólo que yo la convocaba a personificar al loco fugado Owen Chiquituni (del que -muy a mi pesar- heredo como apelativo la primera mitad de su apellido), cuyas incursiones solían atormentar a mi madre durante los vertiginosos e inolvidables almuerzos previos al colegio; al vendedor impenitente Pancraciut, que requería taparme con una almohada simulando refugiarme en el hogar para que, luego de golpear, ella pasara de ofrecerme productos absurdos a intrusar mi “vivienda” padeciendo recurrentes y violentos desalojos; y al inefable catcher Camilo Vergoña, que me enfrentaba al desafío de cagarla a palos sobre un colchón ejerciendo simultáneamente el engolado relato de aquellas contiendas, copiado del estilo con que por entonces nuestro conciudadano Rodolfo Di Sarli comentaba las alternativas de Titanes en el Ring.
Durante un prolongado período que acaso signó el fin de nuestra inocencia, mantuvimos el pacto no explicitado de creer en Zota, la amiga extraterrestre que me tocó en suerte encarnar -arrodillado, bajo un piloto materno y una máscara de La Mujer Maravilla-, irrumpiendo cíclicamente desde la penumbra para amenizar tardes de aburrimiento, siempre sosteniendo prolongados intercambios destinados a evacuar dudas sobre hábitos y costumbres en el planeta de cada una.
Culminando una escuela primaria de la que obtuvo la aquilatada amistad de su compañera Alejandra Rodríguez Pujol, detecté cierta evolución entre un humor algo cándido y otro bastante bizarro, a partir de cómo celebraba las desopilantes travesuras de “la peor del grado”, María Delia Ferreston (o Maide). Celebré el descubrimiento y le propuse ejercitar nuestra afición común por el dibujo diseñando a dos manos una serie de historietas: El desafío consistiría en que uno de los dos concibiera la introducción y el otro, sabiendo lo mínimo y desconociendo lo anterior, se hiciera cargo del desenlace. De tal empeño surgieron inefables creaciones conjuntas tales como “Milton El Uruguayo” (un emigrado económico de la vecina orilla del Plata -donde ya había una dictadura- rebotado en cada país de la región donde intentaba refugiarse), “Santa Rosetta del Culo” (basada en la leyenda escuchada a nuestros mayores de Santa María Goretti, una joven supuestamente abusada por bere beres del desierto que se resistió hasta la muerte a perder su virginidad), y -la más conocida por contar con un facsímil incluido en el libro “La Noche de los Lápices” de María Seoane y Héctor Ruíz Nuñez- “La Revolución Fallida de Dos Mulatos Mulé”, epopeya recurrentemente accidentada de dos negritos que habitaban una diminuta isla del Caribe junto al tirano Anastasio Garrastazú Rojas, de cuya opresión intentaban liberarse apelando a los métodos más delirantes. Gradualmente, nuestro fraterno blindaje se iba tornando poroso al tsunami histórico en gestación.