Por Emiliano Echevarría. Mala, la nueva película de Adrián Caetano, estrenada el pasado jueves, genera polémicas de todo tipo. Del manifiesto desprolijo a la prolijidad anti-manifiesto: el nuevo cine de un director que se cansó de mostrar a los pobres.
Israel Adrián Caetano (o I.A.C., como firma un tanto pretensiosamente la película en cuestión) dice, en la entrevista que le hicieron para el último número de “Haciendo Cine”, que se cansó de filmar a los pobres (parafraseamos, ahorrándonos los eufemismos, pero no demasiado). Eso, que se cansó. Que ahora lo hagan otros. Bueno, joya, puede uno pensar ante dicha sentencia más propia de un rockstar que de un director de cine, está bien que lo viejo de lugar a lo nuevo, que haya “recambio” como en los bares cuando salen unos y entran otros ¿Pero a qué precio, Adrián?
Mala, la nueva película, estrenada el pasado jueves, es una película que habla de ricos; habla de caballos de carrera, de gente platuda, de la “high”. En principio no tenemos ningún problema con eso; Svampa también miró para los dos lados: Desde abajo vs. Los que ganaron. Sin embargo, Mala es una película malograda, una película que se queda a mitad de camino. Y debo confesar que me cuesta horrores aceptar y admitir que el director de obras de semejante importancia estética y política como Pizza, birra, faso, Bolivia y Un oso rojo haya sido capaz de caer así de bajo.
Pero lo cierto es que lo fue. Mala intenta reírse de sí misma, busca la parodia, el grotesco. Mala no lo logra. El espectador no se la cree, no compra; todo parece puesto en su lugar como por acto de magia, por azar, aleatoriamente. Mala, que podría haber abordado la delicada cuestión de la violencia de género con mayor seriedad (no me refiero con esto a que deberíamos esperar una película que se “politice” y sea panfletaria y denuncista), carece de reflexión y se nota. Bancamos en el pope del “Nuevo Cine Argentino” la voluntad de transformación, de cambio, el deseo de no quedar encasillado siempre bajo el mismo rótulo. Sin duda que lo bancamos. Pero, Adrián, todo tiene un límite. “Es inaplaudible” decretó indignado un co-espectador nuestro al concluir la función del pasado jueves en el Hoyts del Abasto, cada vez más salado por cierto. Aprovechamos la anécdota para mencionar que fue por demás interesante observar la reacción del público ante la película porque nadie sabía si debía reírse o alarmarse, festejar o llorar. Por ese lado, creemos -punto para Caetano que no nos entrega un relato ya digerido- que así cuestiona, de alguna manera, el pacto implícito entre espectador y director o, mejor dicho, entre espectador y película.
Para los interesados en el resto de la filmografía de Caetano, un elemento sobre el que vale la pena reparar es la evolución de la prolijidad a través de sus películas. Pizza, birra, faso era, sin dudas, desprolija, de una desprolijidad buscada y con fundamento. Era una desprolijidad cruda, que nos sacaba de nuestra cómoda década del noventa y nos mostraba que había otro lado, donde no estaba todo bien, todo piola. Tenía algo del carácter de un manifiesto. Ahora bien, esa agresiva desprolijidad es algo que se fue perdiendo con el transcurso de los años, a tal punto que Mala echa mano a unos recursos técnicos más bien tirando a clásicos y comerciales particularmente en términos de iluminación y encuadre (dejando pasar algunas impurezas de la edición) y vendría a ser, desde ese punto, una especie de contra-manifiesto, de oposición a sí mismo y a todo lo que su figura desencadenó en la escena cinematográfica. Decimos por eso que es una película que no deja de ser enigmática y contradictoria, motivo por el cual recomendamos a los lectores que vayan a verla. Pero, les advertimos, vayan preparados.