Por Laura Cabrera. Woody Allen estrenó su nuevo largometraje, “Magia a la luz de la luna”, una historia en donde la felicidad es el tema de la discordia. ¿Se puede ser feliz viviendo de ilusiones? Un mago, una médium y el dilema del “creer o no creer”.
Él, Stanley Crawford (representado por Colin Firth), ilusionista, autosuficiente rodeado de lo que llama inútiles. Un virtuoso en el arte de hacer creer que aquello que está viendo puede llegar a ser real. Es un tipo que no cree en nada, uno de esos que se rige bajo la premisa de que “Dios ha muerto”, incluso nombra a Nietzsche para explicar cómo funciona todo.
Ella, Sophie (interpretada por Emma Stone), una mujer proveniente de la clase trabajadora europea, cuya madre la acompaña de aquí para allá, en cada lugar en donde alguien necesite conectarse con personas del pasado. Es que la joven se adjudica el don de médium, actividad que llama la atención de Crawford, quien va directo a desenmascarar lo que para él es una gran mentira.
El espacio. Todo sucede en la Europa de 1928, cuando Crawford es alentado por su amigo y seguidor, Howard Burkan (Simon McBurney), quien impresionado por los poderes de Shopie, le propone al gran ilusionista entrar en su juego preferido: desenmascarar a médiums que intentan engañar a los pobres creyentes.
Y así se va desarrollando esta historia, entre un planteo prácticamente filosófico sobre cuál es el valor de la verdad si esta no es consecuente con la felicidad, no sólo del pueblo engañado, sino del propio Crawford, quien comienza a plantearse qué vale más en su vida: la real (que lleva con su prometida, la “pareja hecha en el cielo”, según Sophie) o el incipiente amor por Sophie, ese amor que intenta negar y en el que tía Vanessa (Eileen Atkin) cumplirá un rol importante.
Pero más allá de la historia de amor que comienza a tejerse entrada la película, a pesar de que el espectador intuye que va a suceder, el planteo de Woody pasa aquí por la lucha entre el mundo de lo racional y el mundo de lo espiritual. Expone lo mágico como lo posible a la vista (los trucos del ilusionista cuya actividad revelada es “hacer creer que”) y lo mágico como la omisión de la verdad que genera felicidad, como la respuesta a preguntas que nunca hizo una persona a otra que ya está muerta y cuyo única posibilidad de hacerlas se da a través de la médium que, al parecer, tiene un talento natural.
La historia tiene varios giros que van entre cuestiones de honor, el surgimiento de la duda, el convencimiento, el amor, la traición y el amor nuevamente; acompañados del constante jazz, que tuvo su explosión en los años ’20, justamente en Europa.
Curiosamente, el espectador que sigue a Woody no se encontrará con menos de lo que esperaba. Y esto es curioso, porque nunca se sabe qué podrá salir de una película suya, cada una cargada de mundos aparentemente imposibles, como en este, en donde el juego de la racionalidad y la espiritualidad llena de magia la mentira bajo la pregunta de si vale entonces una mentira si esta complace a la felicidad. Es así que Allen trata un tema pesimista como el de las desilusiones y el hecho de esconder la infelicidad, pero desde un costado positivo, entre chistes, sarcasmos y pasos de comedia.