Por Ana Paula Marangoni
La cronista recibe la noticia de que Macri derogó el decreto que le restaba autoridad y decisión a las Fuerzas Armadas. La noticia le duele y vuelva su bronca de la manera que sabe, con los recursos que tiene: la escritura y la certeza de que “Nunca más” es sagrado.
El presente, para quienes intentan comprender e interpretar la realidad, siempre se manifiesta sesgadamente. La emoción nos gana. Pretendemos, mientras el corazón nos late con fuerza, categorizar aquello que estamos viviendo. A veces las corazonadas nos ganan. Sentimos que estamos presenciando algo importante. Cuando en diciembre de 2001 las multitudes salieron a las calles, y luego de una sangrienta represión renunció un presidente, sabíamos que estaba sucediendo algo trascendente.
Cuando Néstor Kirchner murió, en medio de un ya absurdo censo, y al día siguiente algunas personas empezaron a reunirse en la plaza de Mayo para despedir al ex presidente, sentimos que algo se movía, más allá del curso cotidiano de las cosas. Algo más pasaba.
La noticia del decreto 721 suscitó a quien escribe una sensación parecida. Pero, ¿cómo saber que lo que se está viviendo marca un cambio o un nuevo sentido? ¿Cómo identificar un acontecimiento como algo que dice un poco más, que para mal o para bien marcará nuestro rumbo?
Hablar de etapa será seguramente una arrogancia, especialmente cuando nos referimos a algo que pasó recientemente, y cuyas implicancias aún no terminamos de experimentar, y mucho menos de comprender. Hace una semana, Macri derogó un decreto. No cualquiera, sino uno de esos que marcaron el retorno de la democracia y que empezaron a dar forma al Nunca más histórico durante el primer período de la gestión de Alfonsín.
Específicamente, a través del decreto 721/2016 el presidente Mauricio Macri modificó el N° 436 del 31 de enero de 1984 que establecía una delegación de “facultades en el titular del Ministerio de Defensa” con respecto al manejo de las fuerzas.
En definitiva, la derogación del presidente devuelve facultades al ejército sin necesidad de control civil. Entre otras, las atribuciones que se le devuelven son: las decisiones sobre las conducciones de cada una de las Fuerzas Armadas, pases y destinos, y la contratación de personal docente.
Puede que a un lector inadvertido le parezca que tales facultades no tienen demasiada relevancia. Pero comprender la implicancia de estas libertades implica revisar nuestra historia reciente, y el triunfo que supuso que los asensos fueran supervisados por el Ministerio de Defensa, por el ejecutivo, o qe fueran revisados por organismos de DDHH como el Cels. Lo que, pos supuesto, nunca es absoluta garantía de nada, y el caso de Milani, electo como máxima autoridad del ejército con un historial y acusaciones abiertas sobre su participación en crímenes de lesa humanidad, es un ejemplo de ello.
Sin embargo, es posible diferenciar entre los límites de este control y su ausencia absoluta. La posibilidad de que el ejército reincorpore a militares retirados para cargos de formación docente, implica riesgos en la misma dirección. ¿Quién puede asegurar que no volverán con mayor fuerza y libertad aquellas ideas que fundamentaron el más lamentable genocidio del último siglo en el país, luego del exterminio indígena? El comportamiento corporativo de las fuerzas castrenses durante los juicios de lesa humanidad, la negativa a declarar y el silencio al que se limitaron desde los altos mandos hasta los más bajos, son apenas una demostración de que, aunque cambien los nombres y los mandos, la ideología represiva continúa vigente, y solo necesita de mayor poder.
Esto conduce a otro de los poderes otorgados, que es la posibilidad de efectuar traslados sin controles civiles. Este último punto es tal vez uno de los más complejos, ya que permite a las fuerzas desplegar operaciones y agrupar a miembros de sus fuerzas en diversas localidades. Lo que generó la génesis de los centros clandestinos de detención y de las “unidades especiales”.
Este nuevo decreto apareció en el Boletín Oficial unos días después de que el presidente acompañara un acto por el Día del Ejército, celebrado el lunes 30 de Mayo. En este evento, el mismo presidente señaló que “hemos comenzado una nueva etapa en la vida de nuestro país, la cual impulsa a dejar atrás enfrentamientos y divisiones”.
Estas palabras se colocan en las antípodas de aquellas pronunciadas un 24 de Marzo de 2004, cuando Néstor Kirchner, presidente de aquel entonces, en carácter de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas anunciaba “terminar con esa etapa lamentable” (refiriéndose al genocidio de Estado durante la última dictadura militar, y a sus implicancias simbólicas de continuidad expresadas en la legitimación cultural y en la impunidad de sus responsables) y aseguraba, con la reapertura de los juicios de lesa humanidad y el fundacional gesto de bajar los cuadros de Videla y Bignone del pasillo de directores del Colegio Militar, haber “consolidado el sistema de vida democrático y desterrado el terrorismo de Estado”.
Ambos discursos, tan opuestos como claros, marcan un inicio y un modelo de gobierno, en esta peculiar relación que en Argentina mantuvo cada gobernante con el ejército. En uno, y con una construcción potente de simbolismo, como lo ha hecho el kirchnerismo durante todos sus gobiernos, se pretendía dar fin a la etapa más oscura que vivió el país bajo los gobiernos autoritarios de las fuerzas armadas. En el pronunciado por Macri, para variar, sin mayor simbolismo que el pragmatismo y el uso de recursos carentes de consulta o debate como el veto o la derogación, se repiten las palabras ya conocidas que encubrieron la complicidad con los genocidas: las del indulto, la impunidad y el punto final. Impunidad que costó tanto quebrar, y que costó desaparecidos como Julio López.
Durante los gobiernos kirchneristas, los derechos humanos estuvieron en el centro del debate. Los avances así como los retrocesos, en un contexto en general favorable, generaron un imaginario de logros no negociables (aunque muchas veces se vulneraran solapadamente en su interior). Real o no, se construyó en muchos sectores la idea de que viniera quien viniese, había un piso de derechos obtenidos que nadie se atrevería a tocar.
Ciertamente, que los derechos humanos ocuparan un lugar central en la retórica discursiva no significa que siempre haya habido una coherencia en lo práctico. De hecho, una política que fue fuertemente efectiva en la reconstrucción de la Memoria como emblema nacional y en la ejecución de los juicios de lesa humanidad coexistió con la permanente vulneración de derechos y tierras por parte de gobernadores y empresarios terratenientes hacia pueblos originarios; con represiones en provincias cuyas resonancias nunca eran demasiado fuertes; y con fuerzas policiales que manteniendo una política genocida aggiornada, no solo no se han reformado en absoluto, sino que se mantuvo impune su modo sistémico de matar, utilizando a los pibes de barrios marginales o villas para delinquir y luego descartar, torturándolos, matándolos, y en muchos casos, desapareciéndolos.
Sin introducirnos en el debate acerca de las concesiones que debe dar un Estado para sopesar un equilibrio de poder (debate que el mismo kirchnerismo instaló, estableciendo cierta conformidad, e induciendo la aceptación del retroceso como la contraparte innegable del progreso, garantizado siempre por la entrega de medidas en esta última dirección), y las consecuencias negativas que tuvieron tales concesiones, el posicionamiento explícito de este gobierno en otro terreno coloca la discusión en otro lugar mucho más desolador, pero también más verdadero.
Los seis meses de gobierno del macrismo dieron por tierra con el optimista supuesto de muchos sectores de que había un piso imposible de remover. La derogación del decreto que le devuelve poder a las fuerzas armadas no es una medida más entre otras. Es la demostración de cuán lejos estaba nuestro imaginario de las facultades de poder de un gobierno neoliberal. Es la evidencia de que vienen por todo, y de que además pueden.
En un desolador panorama de arrasamiento de los derechos obtenidos en la escalonada y desigual trayectoria de gobiernos en democracia, caben otras preguntas: ¿cuánto podemos resistir?; ¿podemos resistir?
Estos interrogantes resuenan vanamente frente a la evidencia de que este gobierno ha sabido hacer todo lo que quiso sin más resistencia que muchas marchas desarticuladas, excepto dos: la del 24 de marzo (más simbólica que combativa, aunque masiva y sugerente) y el paro de las tres CGT del 29 de abril (el cual puso de relieve a la organización gremial como única herramienta que no ha sido desarticulada, mientras que su representatividad es tan dudosa como polémica).
Macri, el anti político, el que admitió públicamente tener 18 millones en cuentas Offshore, el que no sabe de discursos correctos ni de oratoria, sí logró en seis meses roer el hueso más profundo de nuestras victorias: gestó una alianza con el poder represivo más sádico de nuestra historia.
De tal decisión, solo lo peor puede esperarse. ¿Estamos en condiciones de imaginarlo?