Por Roma Vaquero Diaz
La artista rosarina Mabel Temporelli comparte su vida y su obra con Marcha. “”Durante la dictadura militar fui detenida. En el penal de Villa Devoto, junto a cientos de mujeres, conocí a una mapuche que encendió en mí el interés por el tejido en telar. Desde entonces comenzó mi vinculación con las expresiones textiles de las mujeres latinoamericanas, en las que me detuve varios años”, comenta.
Mabel Temporelli nació en la húmeda y potente ciudad de Rosario. El mundo de las mujeres, los rituales cotidianos y la dictadura militar estampan su obra artística. Temporelli, que creció en un hogar que le hizo entender que el arte podía ser un lugar de libertad y de placer, de transformación de materiales y de realidades, en 1967 comenzó a estudiar Bellas Artes en la Facultad de Humanidades y Artes. Esta vivencia fue sesgada por su detención en el Penal de Villa Devoto y por la desaparición de compañeros y compañeras. Por eso, esta experiencia de la oscuridad compartida con otras detenidas será una huella que persistirá en su obra.
De regreso a Rosario, se encontró con el mundo de Norberto Campos, uno de los referentes del arte escénico en la ciudad. Junto a él inició una búsqueda escénica, corporal y teatral que la llevó a recibirse de profesora de Expresión Corporal.
A finales de los 80, Temporelli dio inició a un trabajo de exploración textil que no se detiene. “Como una niña que jugó imitando a su madre –recuerda- confeccioné las prendas para intervenirlas más tarde con quemaduras, como exorcismo que intentara barrer el dolor de recuerdos dolorosos y de algún modo un duelo”.
Temporelli, como un ritual, tortura materiales para luego sanar. “El territorio del arte representa un trabajo en el que la experiencia individual y la memoria tienen un peso histórico de importancia; aunque prefiero expresar que el arte es una acción, un ritual de sanación”, resume la artista rosarina.
Géneros, tejidos y costuras son atravesados por el calor y el fuego como una acción artística que busca, a través de sus manos, construir el territorio de la memoria, las mujeres y la libertad. Así le relató a Marcha parte de su vida y de su obra.
Los primeros años
Pertenezco a una generación en la que todo lo que vestíamos en la infancia y adolescencia tenía que ver con la confección artesanal, generalmente casera. Crecí viendo cómo mi madre transformaba los cortes de tela en amorosos vestidos y abrigos para mí y mis hermanas. Ella tenía la capacidad de hacerlo porque fue una artista potencial sin llegar a saberlo. El taller de soldadura de mi padre también fue una influencia importante: tarde tras tarde, mientras le llevaba unos mates, lo veía transformar los hierros en rulos y arabescos que embellecían las rejas que le encargaban. Tuvieron que pasar muchos años hasta que entendí que mis padres con sus quehaceres transformadores de materiales me llevaron a sentir que en el arte encontraría un espacio de placer y libertad.
La memoria y las mujeres en su obra
Durante la dictadura militar fui detenida. En el penal de Villa Devoto, junto a cientos de mujeres, conocí a una mapuche que encendió en mí el interés por el tejido en telar. Desde entonces comenzó mi vinculación con las expresiones textiles de las mujeres latinoamericanas, en las que me detuve varios años. Después recorrí otros caminos que derivaron en propuestas referidas a la mujer contemporánea. Para hacerlo encontré, además del tejido, otros recursos para referirme a las historias de mujeres de mi familia: puntos de costura, bordado, zurcido. También usé la plancha y con ella quemé vestidos de novia, en una serie que llamé “Señoras calientes”. Esta serie fue un homenaje a las mujeres que se animaron a decir NO a un modelo de mujer impuesto, rebelándose al sometimiento familiar y social. Con esta serie de ropa blanca quemada recordé a las mujeres desaparecidas en el genocidio de los años 1970, y más especialmente a dos queridas amigas.
Las huellas del calor en los tejidos continuaron apareciendo en mis trabajos a modo de “impresiones directas” cuando uso objetos calentados al fuego para estampar en forma repetitiva sobre ropa de la casa, metaforizando el hastío de varias generaciones de mujeres. Las quemaduras de cigarrillos sobre vestidos y objetos que plasmé en “Sabor limón”, “El Oso” y “Chiquititos apropiados” simbolizan aquello que es imposible olvidar; lo que se lleva en la piel, la memoria.