Por Colombia Informa. El ensañamiento de los paramilitares contra las mujeres de Colombia durante la última década fue parte de la maquinaria de terror que permitió el avance de una guerra organizada. Los crímenes y el estigma social como parte de esas atrocidades.
Beatriz* fue amenazada, violada y obligada a tener sexo con más de seis hombres durante la ocupación paramilitar en Ituango que, bajo las órdenes de Ramiro Vanoy Murillo, alias “Cuco Vanoy”, sometió a varias mujeres campesinas a forzosas obligaciones y humillaciones que destrozaron sus humanidades y adormecieron cualquier asomo de denuncia. Avergonzadas, éstas y miles de mujeres más guardaron silencio frente a los padecimientos que la guerra paramilitar impuso en sus realidades. Sin embargo, después de las continuas iniciativas de memoria y de reparación que se impulsaron en los últimos años en el país, las mismas que habían dejado de lado esta parte del conflicto para darle paso a circunstancias más urgentes como el desplazamiento, la desaparición y el asesinato, han prestado especial atención a los asuntos de violencia de género como un mecanismo terrorista que también hace parte de la guerra, al tiempo que sustentan otras prácticas criminales mucho más mencionadas como la fragmentación del tejido social y la revictimización.
Ante esto, las mujeres maltratadas, esclavizadas y abusadas por miembros de grupos paramilitares comenzaron a relatar sus tragedia, llenas de dolor, de crueldad, de sevicia; acciones militares que no sólo marcaron sus cuerpos y que terminaron por resquebrajar a las familias, las comunidades y la sociedad. En este sentido, el portal Verdad Abierta sostiene en una de sus investigaciones que: “de acuerdo con la Unidad de Justicia y Paz, en el 66 por ciento del territorio nacional, es decir, en 21 de los 32 departamentos, los integrantes de grupos paramilitares cometieron delitos sexuales. Hasta el momento por lo menos 624 casos han sido documentados con el fin de imputárselos a los responsables. Las prácticas que hasta ahora se vienen conociendo contemplan el abuso físico y mental, la esclavitud, la servidumbre, el sometimiento a relaciones afectivas indeseadas y el embarazo de menores de edad, entre otras crueldades. De los ataques no se libraron ni las integrantes de las estructuras paramilitares”.
Calvas por desobedientes
Prácticas humillantes como el escarnio, la mutilación y la marcación visible a través de cicatrices, letreros y cortes de pelo fueron las herramientas usadas para deslegitimar y discriminar a las mujeres en zonas de los llanos orientales, a tal punto de “rapar a las mujeres que llegaban tarde a sus casas, las que se metían en chismes, se comportaban como putas, eran rebeldes o no respetaban las leyes de la organización o simplemente no cumplían a cabalidad las órdenes impuestas por los mandos”, según palabras de “Guillermo Torres”, ex jefe paramilitar. El asunto toma más gravedad cuando los mismos habitantes y el cuerpo de policía de territorios como Puerto Gaitán, en Meta, aplaudían y afirmaban este tipo de castigos como una manera de mantener en regla a la población.
“Me daba pena volver al pueblo, me decían callejera, me discriminaban. Eso dañó mis estudios, mi reputación, quedé como algo de lo peor. Terminé mi relación con un muchacho, mis amigos se alejaron, pensaban que yo estaba castigada, nadie quería salir conmigo”, fueron las declaraciones de una de las víctimas de esta práctica que se transformó en estigma social y que, aún, cobra vigencia en la memoria de los habitantes.
Asimismo, otras investigaciones señalan que a causa de los múltiples abusos contra las mujeres muchos paramilitares y sus víctimas resultaron contagiados de VIH, entonces el trato fue mucho más denigrante, antes de someter a alguien a las disposiciones sexuales de algún o algunos miembros de las AUC, las mujeres fueron obligadas a practicarse exámenes de sangre y quienes salían positivas eran repudiadas y rapadas “muchas veces era preferible estar enferma de SIDA, pues así no tenías peligro de que te violaran o te obligaran a ser mujer de algún paraco. Pero muchas veces las que tenían SIDA eran obligadas a barrer las calles, a trabajar sin descanso y hasta las marcaban con letreros que decían: puta sidosa”, comenta una de las muchas mujeres desplazadas de Puerto Gaitán.
El miedo a decirlo todo
Varias investigaciones han dado como resultado que la acción paramilitar en el país, sobre todo en las zonas rurales, dejó una serie de asesinatos selectivos, retenciones ilegales, desapariciones, saqueos indiscriminados y desplazamientos masivos que, a su vez, estuvieron enmarcados en crímenes sexuales aberrantes en los que las víctimas fueron obligadas a guardar silencio o fueron silenciadas a través de torturas y homicidios. Tal es el caso de Cecilia*, quien fue asesinada en el año 2002 por paramilitares que abusaron sexualmente de ella delante de su familia.
Otra de las razones que secundan el silenciamiento frente a la guerra paramilitar contra las mujeres en Colombia es, sin duda, la no confrontación de muchas víctimas de violencia sexual por temor a destruir una vida que rehicieron, cuestión que dificulta la exposición de la verdad frente a amigos y familiares, frente a la comunidad en general y que, desafortunadamente, sigue imponiendo sobre las mujeres la única responsabilidad de las agresiones y la culpa de lo acontecido. Las cicatrices siguen creciendo a medida que el tema se expresa como una necesidad en los procesos de reparación y no repetición de las víctimas, en un conflicto más que armado. Los entes encargados de escarbar a fondo estos crímenes de género manifiestan que el subregistro de los casos es mucho más amplio que las denuncias que se han recibido en los últimos años y que estos deben ser valorados dentro de las condenas y las sentencias de ley como una forma de visibilizar este tipo de violencia como determinante a la hora de abordar la guerra.
*los nombres de las víctimas aquí mencionadas fueron cambiados.