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Por Valeria Tentoni. Entrevista a Luis Sagasti. El autor de Bellas artes se refiere a su obra y a sus procesos de escritura desde Bahía Blanca.
Luis Sagasti es una de las voces más inquietantes de la literatura argentina contemporánea. Bellas artes, su último libro, fue recibido por la crítica con tanta efusividad como confusión: inclasificable, el propio autor admite «no sé qué es. No lo escribí pensando en meterlo en un estante de la biblioteca. Hay algo de ensayo, de poesía y de ficción. No sé por qué habría que ponerle una etiqueta. Es un relato, diría. No sé decir de qué se trata. Nunca supe responder esas cosas sobre mis libros. Lo que tengo para decir está en ellos».
Nació en Bahía Blanca en 1963, donde vive y trabaja como docente de historia y crítico de arte. A más de 700 kilómetros de Buenos Aires, explica: «Viajo seis o siete veces al año para allá. Se pueden hacer cosas desde el lugar de uno. Tenés que viajar, claro; si no, no circulás. Pero yo siempre me negué a eso de que si querés ser artista te tenés que ir a vivir a Buenos Aires».
Escribe en la última habitación antes del patio de la casa que comparte con su mujer y sus dos hijos adolescentes. Ella, dice, fue la que le enseñó a leer. Las paredes están cubiertas de libros o de obras de arte. Señala una, pequeña, en el living. Es de Magdalena Jitrik.
«Acá puedo escribir, en Buenos Aires no podría; sería un docente que va de un lugar a otro. Trabajo en las escuelas y siempre tengo un rato, a la mañana, libre. Necesito silencio, corrijo muchísimo. No podría escribir a mano, en un bar, por ejemplo. Soy muy obsesivo con el lenguaje», dice.
Hay, todavía, otra etiqueta que encuentra fastidiosa. Una con la que el periodismo cultural insiste: la de escritor del interior. «Yo no soy un escritor de Bahía Blanca. Yo vivo en Bahía Blanca. Cuando dicen ‘vamos a hablar de literatura bahiense’, yo digo que lo mío no es literatura bahiense: para mí es literatura o no es literatura y punto».
Su bibliografía ya cuenta con dos novelas (El canon de Leipzig y Los mares de la luna) y un ensayo sobre el fin de la historia argentina (Perdidos en el espacio), además de Bellas artes, libro que terminó de escribir con una beca de la Fundación Apexart Residency Program, en Nueva York. «El proceso de escritura fue, como el libro, de zapping. Empecé a ver cosas emparentadas, me llamaba la atención que no hubiesen sido trabajadas antes por nadie. No sé si la palabra es divertido, ‘divertido’ es una palabra muy Simpson, pero fue muy nutritivo escribirlo, muy placentero. Me interesaban ciertos puntos de contacto entre pequeños planetitas que se van atrayendo, como por fuerza de gravedad».
Perdidos en el espacio también salió el año pasado. En él, asegura, volcó mucho de sus clases en las escuelas: «¿Vos conocés a alguien que haya repetido un año por llevarse música? No. Se repite por matemática, física y química, que son las materias que fueron creadas para la producción en serie. Historia se introdujo para crear una identidad, nada más que para eso. Cualquier alumno o docente te dice que permite aprender de los errores del pasado, para no volver a cometerlos en el futuro. La pregunta que cae por su propio peso es: ¿Qué error del pasado te enseñaron alguna vez? ¡Ninguno! Los héroes no erran penales. Entonces la historia sirve para otra cosa, no para eso. Sirve para crear una identidad, para producir mejor. La literatura refuerza esa identidad y además dirige qué es lo que tenés que leer y cómo tenes que leerlo. Después hay otras materias más bien de educación sentimental; un poquito de música, un poquito de arte, y muchas veces ni los docentes se las toman en serio. Este libro apunta a eso, a ver cómo el argentino, más que venido de los barcos, sale de las escuelas. A ver cómo se modela un argentino. Pero no es un libro que responda cosas, sino que busca generar preguntas».
Asegura que no relee lo que escribe porque no le dan ganas. Como lector, busca encontrar buenas historias, bien escritas, en las que haya «alguna apuesta en el arte de narrar». Y advierte: «La experimentación me gusta hasta cierto punto. Me interesan ciertos chispazos, ciertas reflexiones. Como en los Diarios de Cheever. Saber que uno va a encontrar iluminaciones en el libro, eso me lleva a quedarme en él, a estar atento. Lo mismo con ciertos temas musicales. Hay algo en la cadencia, en la música del lenguaje, en los silencios y en las acentuaciones que a mí me lleva a leer o a escuchar. Me interesa, a modo de estudio, si se quiere, ver cómo resuelven otros autores ciertas cosas. Ahí subrayo».
«Cuando uno agarra lo que está escribiendo es como un planetita que tiene. Ahora estoy escribiendo una novela, que es como una continuación de Bellas artes, aunque no tiene nada que ver en cuanto a lo formal con ella. Estuve bloqueado desde noviembre; tenía la idea, pero no podía. Es raro el proceso. Yo inicio con un esquema general, con un mapa. A veces ocurre que estás en la mitad del camino y el mapa no te sirve para nada. Con Los mares de la luna me pasó eso, tuve que cambiar todo. En esa novela me interesaba contar la nada, la superficialidad más absoluta, y el trabajo es más bien cinematográfico. Lo pensé como una película», explica.
Sus hijos comparten con él la computadora en la que escribe. «Tengo dos novelas para ellos, las dos inéditas. Una se llama Luna de queso, y la otra, que hice con una ilustradora española, se llama El valor del tiempo. Es una corchea que se encuentra en la Quinta Sinfonía de Beethoven y que no quiere ser ejecutada. Convence al resto para escapar y hacen un plan de fuga. La historia es la historia de la música, y es básicamente de humor». A sus hijos les dedicó, también, su última obra. «Yo escribo con el cuerpo: me levanto, voy al patio, empiezo a moverme. Tengo un canto, o se me pega una musiquita. Tarareo mucho, hay como un baile. El problema es que, cuando estoy escribiendo, mis hijos vienen a la computadora, la ven vacía y la ocupan. Entonces yo vengo del patio y les digo ‘¡No, papá está escribiendo, esto también es escribir!’».
Luis Sagasti ironiza y bromea casi todo el tiempo: «Está esa idea de sufrimiento al escribir; yo no, me cago de risa. Tengo mis tristezas, sí, pero no están acá, en la escritura. Si estoy mal, no escribo. Tengo que estar bien para escribir. Tengo que estar muy lúcido para escribir. Necesito silencio. No puedo escribir con música. Hay muchas referencias a la música en mis textos, amo la música, me gusta hacer música, toco el piano de oreja, pero no puedo escucharla cuando escribo. Me distraigo y me pongo a escuchar. ¿Qué voy a escribir si está Lennon cantando? ¡Dejálo a Lennon!».