La transición energética es una de las grandes prioridades ante la crisis climática que nos afecta a nivel mundial. Sin embargo, la solución no se encuentra solo en proyectos de energías renovables de grandes empresas, sino también en la incorporación activa de la ciudadanía en su implementación y en la toma de decisiones. Así lo han entendido pequeñas comunidades agrícolas de Colombia que, a través de acciones a pequeña escala, buscan impulsar una transición justa y autogestionada como una alternativa real para las personas en el campo y las ciudades.
Por Daniel Guerra
En 1996, mucho antes de que se empezara a hablar de desarrollo sostenible en Colombia, se creó en Vietnam la Universidad para la Agricultura Tropical, UTA. Este proceso de visionarios, en los que participó en gran medida la zootecnista y campesina colombiana Lylian Rodríguez Jiménez, buscaba aprovechar los recursos de manera racional, cuidando el suelo, el agua, los bosques, las semillas y el aire. Esto con el fin de asegurar las necesidades energéticas y alimentarias de los pequeños campesinos en el país. En 2003 la UTA llega a Santander como Fundación para la producción Agropecuaria Tropical Sostenible Capítulo Colombia.
Este caso cobra especial relevancia considerando que fuentes utilizadas a gran escala, como el carbón y el petróleo, han sido en los últimos 200 años una energía sobreexplotada. Antes su extracción era relativamente simple y su eficiencia energética muy alta, pero hoy la dependencia a estos combustibles se ha tornado problemática, no solo por la disminución de reservas y aumento de costos de producción, sino también por su uso indiscriminado que ha desatado el calentamiento global y una crisis climática sin precedentes.
El hecho de depender de los combustibles fósiles ha derivado en que la matriz energética mundial, que es la combinación de fuentes de energía primaria sobre las que se nutre un sistema, sea poco diversa. Es por esta razón que se habla de transición energética, es decir, de la necesidad de pasar de una extracción de energías no renovables, como el gas, petróleo y carbón, a fuentes renovables, tales como la solar, eólica, biogás o la biomasa. Para ello, no basta solo con centrar la atención en los proyectos de grandes empresas, sino en las y los ciudadanos que pueden convertirse en impulsores y protagonistas de dicha transición.
Cuestionando el modelo energético
Como sociedad nos acostumbramos a viajar por dos horas en un vehículo para ir al trabajo, consumir alimentos que no son de la estación y que provienen de lugares lejanos como China o Países Bajos; y que se sigan ampliando vías para transportes de combustión fósil. Esta especie de “anómala normalidad” trae una serie de costos para el planeta y sus comunidades.
Por eso es que la transición energética implica un cambio profundo en la mentalidad de cada persona, especialmente a la hora de avanzar hacia una autonomía energética. No hay que esperar a que los gobiernos o las grandes empresas actúen a su antojo y bajo sus dinámicas.
Según Tatiana Roa Avendaño, líder de procesos ambientales en la fundación Censat Agua Viva, hoy no se está viendo una transición energética real. “Lo que está pasando es más una diversificación de la matriz energética. Se está pensando suplir el petróleo con carbón o gas. El aporte de las renovables sigue siendo insignificante y es solo un aporte más”, dice, y asegura que el modelo de desarrollo no está siendo cuestionado en ningún momento.
Precisamente, la Fundación para la Producción Agropecuaria Tropical Sostenible UTA ha cuestionado este modelo de desarrollo. Por ello, su idea es lograr que los pequeños agricultores produzcan de manera sostenible, de la mano de fuentes de energías renovables que son utilizables a pequeña escala. Para Lylian el proceso de cambio inicia por una toma real de conciencia de cómo se hacen las cosas, que se suma a un enfoque de fortalecimiento del individuo, de la familia y de la comunidad.
Haciendo las cosas de otra manera
Para Lylian, la manera en que se han enseñado estos temas en las aulas ha sido errónea “porque el enfoque es otro, no es sobre los recursos locales sino acerca de agrotóxicos, desconociendo la naturaleza, arrasándola para producir”, precisa. Actualmente en la finca de Lylian y su familia, y de muchos vecinos a nivel nacional, se utiliza “biogás para cocinar, para picar material con motores adaptados, para tostar café, también energía solar para iluminar; residuos fibrosos, como el bagazo de caña, pulpa de café, amero de maíz y cáscara de frijol en procesos de gasificación de biomasa”.
El biogás consiste en un metano y otros componentes que se obtiene a partir de procesos de descomposición anaeróbica de materia orgánica (biomasa), proveniente de residuos agrícolas, ganaderos, forestales, entre otros. Por lo tanto, se trata de un sistema artesanal de producción de energía renovable, local y almacenable, que puede traer varios beneficios para el empleo y economía rural. De hecho, ha tenido muy buenos resultados en el campo colombiano.
Este sistema, al menos el que se ha popularizado entre los pequeños campesinos del país, consiste en un mecanismo construido con tubos de PVC, mangueras, un plástico tipo salchicha, reguladores, válvulas, etc. El biodigestor —que es este contenedor hermético que permite la descomposición de la materia orgánica— se instala en una fosa o zanja que recibe estiércol de diferentes animales, o residuos de la actividad humana como el lavado del café o de establos, transformándolo al cabo de unos días en el apreciado biogás y también en efluente o biol, un fertilizante orgánico muy útil para los cultivos.
Hay que tener en cuenta que el biogás se compone principalmente de metano (CH₄) y dióxido de carbono (CO2), pero a diferencia del petróleo, este CO2 es de ciclo corto, por lo cual no se queda almacenado en la atmósfera por largo tiempo. De igual manera, el hecho de que los residuos de los animales sean aprovechados y no se vayan a las fuentes de agua es muy importante para evitar la contaminación de las fuentes hídricas. Sin embargo, algunos estudios afirman que este tipo de iniciativas tienen que desarrollarse de forma apropiada y con cuidado para evitar las emisiones no controladas de metano y amoniaco.
Hay otra tecnología que está trabajando la Fundación UTA desde el año 2005 que es la gasificación de la biomasa. Allí se genera un gas combustible de hidrógeno. Según Lylian, por cada 1,2 kg de bagazo de caña seco se puede generar 1 kilovatio hora (kwh) de energía. Lo más importante es que estos recursos fibrosos se encuentran en cada rincón de las fincas en Colombia. Además, el subproducto de este proceso es un biocarbono muy favorable para los suelos cultivables.
Lylian recalca la importancia de combinar la energía solar, el biogás y la gasificación para lograr una soberanía energética real. Para ella es importante mostrar que en el campo también se puede producir energía para el transporte y “¿por qué no? vender energía a la red, siempre y cuando los precios que se paguen sean justos”, recalca.
Esta experiencia comunitaria con los biodigestores se ha replicado a nivel nacional. Este tipo de iniciativas reflejan que sí es posible realizar trabajo en comunidad a la hora de transformar las prácticas cotidianas y encaminarse hacia una transición energética justa, es decir, una transformación integral que asegure el abastecimiento y distribución de energía, sin dejar a nadie atrás. Con esa inspiración, Nayeli Torres acogió el sistema de los biodigestores en su finca situada en Peque, Antioquia, gracias a la recomendación de su madre y de la organización Comunidades SETAA, Sembradoras de Territorios, Aguas y Autonomías.
El hecho de poder utilizar gas y no tener que utilizar leña en la cocina es uno de los puntos que más resalta Nayeli. Para ella esta experiencia es algo bonito porque nace del convite, que es el compartir la experiencia y los alimentos en comunidad. “Hay personas que no conocen y quieren aprender, quieren tener el biodigestor en sus casas. A las personas les gusta aprender y esta es una manera muy bonita porque compartimos todos de una manera muy agradable haciendo el biodigestor”, concluye.
Trocando el orden de la casa
Los procesos agropecuarios y de silvicultura son unos de los grandes emisores de gases de efecto invernadero en Colombia, según estimaciones del informe de la Tercera Comunicación Nacional de Cambio Climático. Además, la matriz energética en el país ha dependido considerablemente de fuentes hídricas y combustibles fósiles como el carbón y petróleo, que representarían cerca del 77% de la oferta energética, según el Plan Energético Nacional 2020-2050. En cambio, el país cuenta con cerca de un 1% de fuentes de energías renovables no convencionales, que según el Gobierno nacional en 2023 empezará a representar el 12% debido a diferentes proyectos de parques solares y eólicos.
Este escenario, en medio de la crisis climática actual, refleja la lentitud y desafíos que enfrenta la transición energética en Colombia, sobre todo desde la perspectiva de la justicia ambiental que involucre de forma activa a las comunidades. Desde el ámbito gubernamental, con leyes como la 1715 de 2014, la 2099 de 2021 y la 2169 de 2021 se han impulsado políticas energéticas que promueven el desarrollo de grandes proyectos, sin poner en tensión los procesos para llevar a cabo dicha transición o siquiera hablar de una transición justa. Esto ya que muchos de estos megaproyectos detonan conflictos con las comunidades locales, que no son consideradas en la toma de decisiones.
Para que haya un cambio real hace falta “una discusión del modelo de desarrollo, del sistema económico, de los tratados que hemos firmado, de aspectos culturales e imaginarios que tenemos”, menciona Tatiana. Para ella es necesario que los debates no se restrinjan al ámbito académico y político, para que surjan también de la ciudadanía con una perspectiva clara sobre lo que entiende por soberanía energética.
Si esto no llega a suceder lo que habrá es una especie de “capitalismo verde”, comenta Camilo González, director de Indepaz, quien ha trabajado sobre temas de transición energética en la Guajira colombiana, donde precisamente existen problemas con megaproyectos de energías renovables y el pueblo indígena Wayuu. Para él, “la discusión no es si se va a hacer una transición con energías renovables sino con qué modelo, porque puede ser un modelo costosísimo, simplemente un negocio para transnacionales, que encarece la energía para las personas”.
Camilo y muchos otros destacan la necesidad de una transición energética justa y autogestionada, que sea una alternativa real para las personas en el campo y las ciudades. Iniciativas como la de Lylian, en las que se trabaja desde una perspectiva de replicar los procesos del bosque, son una invitación a seguir un modelo que “no es popular”, pero que ha probado ser muy efectivo a pequeña escala y que ha sido replicado a nivel nacional en muchas fincas.
Este modelo, inspirado en los procesos de la naturaleza, busca respetar y escuchar la tierra para evitar erosionar el suelo o arrasar con los recursos disponibles. En definitiva, se trata de cuidar lo más valioso, como es la vida en la tierra, y obtener energía por y para la comunidad.
- Este texto fue producido con el apoyo de Climate Tracker América Latina